'Jam¨¢s saldr¨¦ vivo de este mundo' (y 6)
Lo que quedaba del mes de julio y la mitad de agosto se fue muy deprisa. Asier estaba ocupado desde la ma?ana a la noche con la valla y en urdir f¨®rmulas que acortasen su castigo: segu¨ªa trabajando durante la media hora que le daban para la comida; aprendi¨® a combinar de una manera r¨¢pida y ¨²til las limas y los disolventes; les ped¨ªa a Jing Li o Xuang Pei que le dejasen seguir un poco m¨¢s al oscurecer y con esa mezcla de sacrificios y habilidades logr¨® ganar m¨¢s de una semana. Se notaba cada vez m¨¢s d¨¦bil y perdi¨® varios kilos pero, de hecho, los ¨²ltimos dias, mientras pintaba de blanco los barrotes que antes fueron amarillos, naranjas, grises o dorados incluso lleg¨® a encontrarse bien, a pensar que dentro de muy poco volver¨ªa a ser una parte de todo lo que estaba al otro lado de aquella jaula.Durante las horas de trabajo, a la vez que intentaba sobreponerse a la fatiga, al desfallecimiento y a aquel sol que ya no parec¨ªa quemar su piel sino atravesarla, se pregunt¨® muchas veces por Laura y seg¨²n le daba vueltas a todo lo que hab¨ªa ocurrido fue formando una versi¨®n de los hechos que era distinta seg¨²n el lugar desde donde se la mirase: en el caso de que el Coronel la hubiera enga?ado, intentaba adivinar c¨®mo lo hizo, con qu¨¦ palabras, si invent¨® alguna historia sobre ¨¦l o hab¨ªa descubierto algo turbio en su pasado -los robos en la joyer¨ªa y en el h¨ªper, la condena de 60 d¨ªas- o le dijo que no estaba en Santa Marta por amor, que s¨®lo la estaba utilizando, que en cuanto le puso a prueba ofreci¨¦ndole unos cuantos billetes por ayudar en la barbacoa cogi¨® el dinero y se olvid¨® de ella. La segunda opci¨®n tambi¨¦n era posible: Laura se divirti¨® con ¨¦l durante un tiempo y luego le hab¨ªa olvidado. ?Sab¨ªa lo que le estaban haciendo? ?Se fue aquella misma noche con otro hombre? ?Sali¨® de la ciudad para hacer un largo viaje e iba ahora mismo en un avi¨®n, en un tren, en un barco, estaba en Mosc¨², en Londres, en Casablanca, mirando una isla, mirando un volc¨¢n, mirando una plaza nevada? Si Asier sab¨ªa algo respecto a ella y al resto de los de su clase es que, visto desde su posici¨®n, el resto del mundo no parece ni la mitad de grande de lo que es.
El ¨²ltimo d¨ªa, nada m¨¢s terminar, sinti¨® un mareo; estaba exhausto, le daba la sensaci¨®n de haber pintado aquellos barrotes con su propia sangre; pero a pesar del agotamiento se sent¨ªa feliz, liberado, era alguien que acababa de abrir una trampa o de atravesar un puente, alguien que miraba los cubos, las limas o la valla blanca sin que le pareciesen algo que estaba all¨ª, sin que fueran para ¨¦l m¨¢s que utensilios irreconocibles, vagos.
Luis lleg¨® un poco m¨¢s tarde. Llevaba una camisa de camuflaje y pantalones cortos de color caqui. Se puso a observar atentamente y al final dijo:
-Bueno, con esto la deuda... Aunque -se gir¨® hacia Jing Li y Xuang Pei-, un momento... ?A vosotros qu¨¦ os parece? ?Hab¨ªamos dicho blanco o negro? ?Jing? ?Xuang? No s¨¦, pero el caso es que... S¨ª, ahora estoy seguro: negro, eso es en lo que quedamos.
Asier sinti¨® que se ven¨ªa abajo y despu¨¦s que algo crec¨ªa en su interior, algo hirviente, con sabor a plomo, parecido a aquel fuego que les quemaba los pulmones a ¨¦l y a sus hermanos cuando aspiraban el f¨®sforo de una cerilla. Se lanz¨® contra Luis, pero uno de los chinos lo tumb¨® de un golpe y, cuando fue a levantarse, el otro le volvi¨® a derribar. Luis empez¨® a acercarse mucho a su o¨ªdo, igual que la otra vez, y cuando su boca casi le rozaba, le susurr¨®:
-?Qu¨¦ te cre¨ªas, desgraciado? ?Cre¨ªas que ¨ªbamos a permitir que os la llevarais tambi¨¦n a ella?
Era extra?o, estar ah¨ª ca¨ªdo, en silencio, con una l¨ªnea de sangre que brotaba de uno de sus p¨®mulos; estar ah¨ª, a los pies de aquellos hombres, bajo el cielo limpio de agosto, junto a la valla pintada de blanco, mientras a un kil¨®metro, a dos kil¨®metros la gente sal¨ªa de los bares o bajaba de un taxi, se tumbaba en la playa, abr¨ªa perezosamente el peri¨®dico para leer las noticias -Kosovo, el Pa¨ªs Vasco, la Bolsa de Tokio, inundaciones en el Yang Tse-, las p¨¢ginas deportivas, un relato de verano. El sol era amarillo, el sol era rojo, la pradera que hab¨ªa entre la casa del Coronel y el bosque estaba llena de amapolas.
Siempre hab¨ªa esperado a que llegase la noche para coger las asas y enterrarlas. A favor de la oscuridad, mientras le daba la espalda a Jing Li o Xuang Pei, Asier sacaba de vez en cuando una de aquellas agarraderas de alambre de uno de los cubos de pintura y la ocultaba junto a la valla con un poco de arena. Ahora, tres d¨ªas despu¨¦s de que le hubiesen golpeado, decidi¨® que era el momento de usarlas, tras pasar horas y horas, semanas y semanas reuniendo valor para llevar a cabo el plan, desmenuzando una y otra vez cada peque?o detalle; de modo que en ese momento, mientras uno de los sirvientes chinos estaba en la furgoneta, sac¨® las seis o siete asas que ten¨ªa y las uni¨® unas a otras, las dos primeras formando un c¨ªrculo y el resto una especie de escala con peque?as esferas a las que sujetarse. Se cort¨® los dedos en varios sitios al retorcer los alambres y, con las manos heridas, subi¨® a la escalera que utilizaba para pintar la parte alta de los barrotes con un pincel largo atado a un list¨®n de madera. Desde el ¨²ltimo pelda?o hasta los remates en forma de lanza deb¨ªa haber alrededor de un metro y medio. Asier mir¨® hacia la furgoneta. Una se?al de alarma apareci¨® en la cara del chino. Asier levant¨® su lazo de metal y, al segundo intento, lo enganch¨® a tres o cuatro barrotes. El chino sali¨® del coche y empez¨® a correr. Asier tir¨® de s¨ª mismo hacia arriba, cogiendo con fuerza las esferas, y empez¨® a trepar. La escalera cay¨® al suelo y Jing Li o Xuang Pei intent¨® levantarla. Asier lleg¨® arriba, una de las lanzas se clav¨® en su hombro derecho, tir¨® fuera de la casa la escala de alambre para que el otro no pudiera seguirle y se dej¨® caer por la parte exterior de la c¨¢rcel. El ruido de su cuerpo al recibir el golpe le hizo pensar en un matadero. Empez¨® a correr.
Cay¨® una vez m¨¢s. Ten¨ªa la ropa empapada despu¨¦s de cruzar el r¨ªo. Los perros estaban cada minuto m¨¢s cerca. Se pregunt¨® cu¨¢nto le quedaba para la v¨ªa del tren. Es curioso, pero mientras intentaba escapar, mientras la jaur¨ªa iba acercando un poco y despu¨¦s otro poco su ruido enloquecedor, asim¨¦trico, se acord¨® de lo que Luis le hab¨ªa dicho al o¨ªdo, aquello sobre si cre¨ªa que iban a permitir que se la llevaran tambi¨¦n a ella. No estaba seguro de qu¨¦ podr¨ªa significar esa palabra: tambi¨¦n. ?Hablaba de la madre de Laura? ?Alquien se la hab¨ªa llevado? ?No estaba muerta? ?O estaba muerta precisamente porque alguien se la hab¨ªa querido llevar, porque el Coronel no se resign¨® a ser abandonado? Asier vio una vez m¨¢s los cuadros del ba¨²l, los que Luis hab¨ªa pintado cuando era un ni?o, y pens¨® en la mujer vestida de blanco, dormida sobre la hierba. Tal vez el chico hubiera visto algo. Tal vez la mujer estuviese algo m¨¢s que dormida.
No pod¨ªa m¨¢s. Dentro de ¨¦,l todo parec¨ªa desgarrarse: los tendones, los ¨®rganos, los huesos. Las voces de sus perseguidores se escuchaban ahora con claridad. Entonces, al fondo, vio la luz de unos faros: era un coche que ven¨ªa de la ci¨¦naga. Abandon¨® su camino hacia la v¨ªa del tren y empez¨® a subir una pendiente entre los ¨¢rboles. Los perros estaban muy cerca. Corri¨® un poco m¨¢s. Pod¨ªa escuchar el motor del coche. Resbal¨®. El hombro le ard¨ªa. Los perros estaban muy cerca. Lo pudo distinguir: era de color claro, tal vez gris, una furgoneta, y el conductor llevaba las ventanas bajadas. Escuch¨® el giro de las ruedas sobre la carretera. El conductor llevaba la radio encendida, un programa de m¨²sica country, una canci¨®n de Hank Williams. Asier grit¨® y se pregunt¨® si le habr¨ªa o¨ªdo. Luego, mir¨® hacia atr¨¢s: algo iba a salir de entre la maleza. El conductor no sab¨ªa qu¨¦ era el country ni hablaba ingl¨¦s. No supo lo que dec¨ªa Hank Williams:
Una vez tuve mucha suerte pero ahora se ha vuelto mala.
Por mucho que pelee y me esfuerce
Jam¨¢s saldr¨¦ vivo de este mundo. Asier pens¨® una vez m¨¢s en Laura. ?Le hab¨ªa querido alguna vez? ?Le recordar¨ªa alguna vez, ahora mismo, desde Londres, desde Mosc¨², desde Casablanca? Aunque, en realidad, la chica no estaba tan lejos: en esos momentos acababa de aparcar su BMW blanco en la puerta de un bar. Dej¨® el motor en marcha y anduvo hasta la barra. Apoyado en el mostrador hab¨ªa un joven. Laura sac¨® un cigarrillo, busc¨® algo en su bolso y luego, mirando al hombre solitario, dijo:
-Vaya, parece que ¨¦sta tampoco va a ser mi noche.
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