?GORA DE AGOSTO
Las piadas de los gorriones anuncian el inicio de la actividad en el ¨¢gora de agosto. Con los primeros caf¨¦s, aparece el cortejo de los fil¨®sofos de verano. Tras debatir suculentas porciones de metaf¨ªsica en los variados tingladillos estivales de las universidades espa?olas, recalan por esta terraza relajados y fresquitos, pero con la decisi¨®n tomada: que no decaiga el tomate. Contrastan pareceres, y se odian: beben infusiones, y se odian; piden media tostada para compartir entre toda una escuela del pensamiento contempor¨¢neo, y esa legi¨®n de seres dubitativos odia a la facci¨®n contraria, que lo es, precisamente, por el hecho terrible de haber pedido una raci¨®n completa de boller¨ªa fina. Se odian, pero los camareros de los bares con terraza ignoran que el destino de estas ¨¢goras consiste en fomentar los odios de cuantos seres posan sus traseros en las butacas de los veladores. Hacia el medio d¨ªa, el congreso de fil¨®sofos de vacaciones detalla las primeras ponencias: aquella rubia no lleva sujetador, a la anciana acompa?ada por un gigol¨® le oprime el refajo a la altura de la tercera costilla, estas almendritas quiz¨¢s no est¨¦n en condiciones de competir con la variante de algunas ecuaciones pitag¨®ricas, definitivamente la rubia practica el sinsostenismo. Los camareros, para entonces, han servido varias docenas de tanques de cerveza y las raciones de patatas fritas y aceitunas rellenas van imponiendo su presencia por encima del fruto seco predecesor. De pronto, un explorador de la filosof¨ªa del lenguaje articula algunos sonidos ininteligibles para los metaf¨ªsicos recalcitrantes, que, intuyendo la definitiva ca¨ªda en el parkinson de aqu¨¦l, calculan el momento exacto en el que saldr¨¢ su c¨¢tedra a subasta. Falsa alarma, un hueso intruso entre las aceitunas y alojado en la tr¨¢quea del ling¨¹ista es el causante ¨²nico de la consternaci¨®n. Mendigos fijos y mendigos de temporada intentan colocar algunas biznagas por las mesas de la terraza, y, en disputa con los secuaces de Navajita Plate¨¢, Karina y El Pantojo de la Mancha, discuten las propinas abandonadas por los clientes que se marcharon para almorzar. El calor, ahora, hace que los fil¨®sofos resoplen y demanden la extensi¨®n de los toldos, de modo que el pensamiento contin¨²e su devenir a la sombra de unas lonas con floripondios semejantes al rictus de desprecio mostrado por Juli¨¢n Mar¨ªas en un par de retratos que yo me s¨¦. Loteros, quiromantes y vendedores de relojes practican con estos pensadores acalorados todas las t¨¦cnicas del sablazo, y en las esquinas cercanas al ¨¢gora cuentan los beneficios obtenidos a lo largo de la sesi¨®n burs¨¢til. Se impone una parada para el gazpacho y la siesta. Los congresistas de la terraza votan la moci¨®n, y el ¨¢gora aplaza sus deliberaciones hasta las siete de la tarde. Ser¨¢ la hora apropiada para condenar el terrorismo de Estado y zumbarse unas ginebras a la salud de Vera y Barrionuevo. A las nueve cae la noche sobre la terraza y, con ella, un par de meretrices opulentas. En la apoteosis de la Larios con el Kas de lim¨®n, una pareja de nuevos fil¨®sofos se separa del congreso y le ofrece sus servicios a los dos putones desorejados: por 15.000, un completo de l¨®gica aristot¨¦lica. Aceptan las buenas mujeres este franc¨¦s inusual. Los nuevos fil¨®sofos corren del brazo de las hembras, ¨¢vidas de conocimiento, hacia el hotel y los congresistas se van disolviendo, hipando a cuatro patas, hasta la sesi¨®n del d¨ªa siguiente. Sus parientas, inquietas, les aguardan en el portal de la casa. La filosof¨ªa de la miseria en la terraza es una mujerona cabreada, y con los rulos de punta, que te advierte a gritos del lumbago y la resaca que ma?ana padecer¨¢s en el ¨¢gora de agosto.
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