Por doquier, ruido
Estoy cada d¨ªa m¨¢s preocupado por la indefensi¨®n en la que nos encontramos los ciudadanos, todos, frente al ruido. Tengo un amigo extranjero que ya no acude a los t¨®picos de siempre -orgullosos, venados, viscerales, apasionados- para definirnos a los espa?oles, sino a uno nuevo, que nos convierte en la gente m¨¢s ruidosa que concebir quepa.Pienso que, en buena parte, tiene raz¨®n. Acudamos a un ejemplo. Una calle cualquiera de Madrid, una noche cualquiera de verano. Cruza una moto. El motorista conoce a una joven que se encuentra sentada en una terraza de un bar situada sobre la acera. Frena, baja, la saluda y se va. Para remarcar su saludo de despedida acciona su acelerador, da un respingo y sale de naja. El impacto sonoro que ha desatado golpea los t¨ªmpanos de los viandantes, pero tambi¨¦n los de los cientos de ni?os que ocupan sus habitaciones que dan a esa calle.
Poco despu¨¦s del episodio del motorista cruza una ambulancia a todo meter. Le da igual llevar unas se?ales ¨®pticas, que avisan de una emergencia con un parpadeo sordo pero muy visible, ya que apenas hay tr¨¢fico rodado por la calle. Despliega la sirena e impacta, sobresaltando ahora a ni?os dormidos, ya despiertos, paseantes y gentes sentadas en las terrazas.
Transcurre un poco de tiempo m¨¢s y llega un cami¨®n de recogida de basuras, monstruosamente ruidoso, con unos rotores que parecen despedazar espinazos de elefantes, por el crujido tremendo que se escucha desde todos los rincones. Los empleados del servicio de recogida parecen gozar de una verdadera bula, ya que golpean de forma inmisericorde los contenedores de basura contra la carrocer¨ªa del camionazo. Vale todo.
Suena luego la m¨²sica de ambiente de la terraza, que, en vez de ser dulce y suave, muestra el tatach¨²n pachanguero del bakalao m¨¢s prosaico.
Se a?ade el ruido que sale de una discoteca cercana, donde todos han de estar, necesariamente, o cocidos por el alcohol o completamente sordos, por los niveles de insoportabilidad que alcanza el estruendo dominante. Uno, que hab¨ªa salido a una terraza a conversar amablemente con una mujer amiga, ha de regresar a casa sin haber podido comunicarse apenas con su acompa?ante.
Entonces tiene la idea de ir al cine a la tarde siguiente. Tal vez un poco de intimidad y de fascinaci¨®n ante una pantalla pueda serenarle a uno. Intent¨¦moslo otra vez. Ve los anuncios m¨¢s repetidos de filmes y acude a una pel¨ªcula de un afamado hombre de acci¨®n estadounidense. En el cine la decepci¨®n es tremenda. Nadie dialoga, s¨®lo hay tiros, ruido, tacos dichos a destiempo y helic¨®pteros, muchos helic¨®pteros. ?Se trata de convencer a alg¨²n asistente al cine de que compre alg¨²n modelo de lib¨¦lula bestialmente ruidosa? Debe de ser algo as¨ª, porque, si no, la pel¨ªcula resulta inexplicable. Claro que de esa forma, luego, cuando en cualquier rinc¨®n del mundo hacen alguna faena esos de los helic¨®pteros, la gente lo admite sin problemas. Bueno, a lo que voy.
Si uno se marcha al campo, como me sucedi¨® hace tiempo en la provincia de Soria, en uno de los bosques m¨¢s id¨ªlicos que pueda pensarse, puede toparse, en plena siesta, con que el limpio y transparente aire de la atm¨®sfera es cruzado a gran velocidad por una bestia de fuselaje plateado.
Lo mejor, por fin, parece ser el refugio en casa. Se enciende uno la televisi¨®n, y cuando llegan los anuncios publicitarios el volumen del sonido, sin que nadie active el mando a distancia, sube solo.
Esto que cuento es algo que sucede todos los d¨ªas. Por eso pido a quien corresponda que tenga en cuenta que el sentido del o¨ªdo es un patrimonio de todos nosotros, y que ese patrimonio nos est¨¢ siendo expropiado por la falta de escr¨²pulos de los que negocian a cambio de nuestra sordera.-
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