El efecto Froil¨¢n
De pronto la varia y diversa ciudadan¨ªa del complicado Estado espa?ol parece haber recibido algo as¨ª como una iluminaci¨®n divina. Los desencadenantes de semejante maravilla son la infanta Elena y su consorte. Todo el pa¨ªs se hace lenguas del primer nieto del Rey. La criatura es Felipe Juan Froil¨¢n, y hay que decir que el nombre ha hecho fortuna. Son ya muchos los kil¨®metros de estraza period¨ªstica, de brillante papel cuch¨¦ de semanario, los que se ha invertido en reproducir la serie trina. Todo propende a subrayar el t¨¦rmino Froil¨¢n, que uno, en su ignorancia, s¨®lo relacionaba con alguna se?ora teutona (sic) particularmente envarada. Pero no: Lugo se halla bajo la indulgente tutela de un santo serie B, y los duques del lugar se han acordado de ¨¦l en el momento del bautizo. De Froil¨¢n, al que deseamos vida larga y fruct¨ªfera como a cualquier reci¨¦n nacido, puede extraerse una sutil ense?anza. La familia real es el culmen de esa c¨²spide social cuyo devenir las clases inferiores seguimos con fervor inaudito, con unci¨®n casi religiosa. Hay algo ejemplar en todo lo que hacen esos remotos individuos, ya sean de sangre azul, de solera folcl¨®rica o de extracci¨®n estrictamente pija. Las amas de casa torturadas, los peones alba?iles, las enfermeras, los profesores de Derecho Civil, incluso los m¨¢s dubitativos columnistas, todos examinamos desde lejos las evoluciones de semejantes personajes, como dir¨ªan los soci¨®logos, con larvado instinto de emulaci¨®n, o, como dir¨ªamos nosotros, con resuelta vocaci¨®n de imitamonos. Y, de repente, Froil¨¢n. Durante miles de a?os, antes incluso de la era cristiana, el nombre de los ni?os ven¨ªa determinado por s¨®lidos motivos hist¨®ricos o culturales. Pod¨ªa ser fruto de una tradici¨®n familiar, o de una advocaci¨®n mariana, o se refer¨ªan a la memoria de un santo, de un guerrero, de un hermano fallecido o de un poeta particularmente admirado. De una u otra manera, los nombres aspiraban a tener alg¨²n sentido, incluso la virtud del homenaje. Esta costumbre ha quebrado en nuestro tiempo. Ahora los nombres tienen una raz¨®n de ser sencillamente ac¨²stica, cuando no reparadora de complejos paternos en los que resultar¨ªa tortuoso profundizar. Vivimos una ¨¦poca que ha hecho del olvido su particular marca de f¨¢brica, y la banalidad amenaza incluso nuestra propia identidad, esa ¨ªntima e intransferible propiedad, el nombre, que nos acompa?a a lo largo del viaje. Pero, gracias al efecto Froil¨¢n, la m¨¢s rancia nomenclatura contraataca. Imagino el estupor de tantos padres que cre¨ªan haber accedido a la sofisticaci¨®n m¨¢s absoluta, a la m¨¢s ruidosa modernidad, llamando a sus criaturas Wellington, Kevin, Sharon (o Brenda y Brando, si aspiraban a la parejita, enajenados por una serie de televisi¨®n que el diablo confunda). Imagino su profundo desconcierto ante las pr¨¢cticas borb¨®nicas o, todav¨ªa peor, el primer atisbo de un mal presentimiento: ?No nos habremos pasado con el nombre del ni?o? Por contra, han recibido un espaldarazo moral esos alcaldes desesperados que prometen a los vecinos generosas subvenciones si bautizan a sus hijos como Bartolom¨¦, Crescencio o Gumersindo, santos propios del pueblo, y que ya s¨®lo subsisten en las m¨¢s antiguas l¨¢pidas del camposanto local. Sin embargo, hay que temer, los partidarios de Garikoitz, Eneritz e Iraultza, los indagadores de la fon¨¦tica m¨¢s abrupta del euskera, permanecer¨¢n inmunes al real ejemplo. Seguir¨¢n indagando en intrincados nomenclatores euskaldunes, desconocidos por nuestros ancestros, que ostentaban sin complejos otros nombres porque simplemente eran los suyos y jam¨¢s se complicaron la vida m¨¢s all¨¢ del castizo santoral. La familia real ha dado un espl¨¦ndido ejemplo (en el buen sentido) de despotismo ilustrado, de imperceptible y elegante educaci¨®n para su pueblo. Una monarqu¨ªa, a efectos docentes, inesperadamente ¨²til.
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