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Tribuna:25? ANIVERSARIO DEL GOLPE DE PINOCHET
Tribuna
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La imposible restauraci¨®n

"La historia es lenta", me dijo alguien, una persona cuyo nombre quiz¨¢ no sea necesario recordar, cuando yo estaba en La Habana como representante diplom¨¢tico del Gobierno chileno, a comienzos del a?o ya remoto de 1971. Es lenta, s¨ª, pero tiene momentos de concentraci¨®n vertiginosa, de s¨²bitas aperturas abisales, equivalentes a cataclismos. El gran cataclismo de la historia moderna de Chile fue el golpe del 11 de septiembre de 1973. De repente despertamos y vemos que han transcurrido 25 a?os. Muchos de los chilenos de ahora, quiz¨¢ la mayor¨ªa, no hab¨ªan nacido o eran demasiado ni?os en esa ma?ana de un d¨ªa martes de v¨ªsperas de primavera. Somos, en consecuencia, y aunque no lo pretendamos, testigos hist¨®ricos. Haber visto im¨¢genes de La Moneda reci¨¦n bombardeada despu¨¦s de haber pasado la mitad de la vida cerca o dentro de ella es una experiencia dif¨ªcil de transmitir. Es un episodio equivalente, en este lado del mundo, a la entrada de las tropas del general Franco en Madrid. En alguna medida es todav¨ªa m¨¢s dram¨¢tico. Se bombarde¨® un s¨ªmbolo, se desmoron¨® una vieja democracia, ¨²nica no s¨®lo en Am¨¦rica, sino en todo el ¨¢mbito de la lengua espa?ola, puesto que el franquismo todav¨ªa exist¨ªa, y muri¨® de muerte violenta el presidente Allende, un personaje que hab¨ªa pertenecido, aunque no a todos les gustara admitirlo al final de ese largu¨ªsimo d¨ªa, a la tradici¨®n institucional del pa¨ªs: alguien a quien hab¨ªamos visto desde siempre en la prensa, en el Parlamento, en la presidencia del Senado, antes de que llegara a ese edificio emblem¨¢tico y ahora envuelto en llamas y en humo. No fue poca cosa. Todav¨ªa cuesta, a un cuarto de siglo de distancia, analizar el episodio con racionalidad, con un poco de perspectiva.Como ya lo he dicho en otra parte, el edificio de La Moneda, obra emblem¨¢tica para chilenos y latinoamericanos, fue impecablemente restaurado, pero nunca volvi¨® a ser el mismo de antes de ese 11 de septiembre. Lo cual significa que el pa¨ªs tampoco ha vuelto a ser el mismo. Ni podr¨¢ volver. Restauramos La Moneda, la pintamos con prolijidad, le pusimos cortinas nuevas, recuperamos algunos muebles coloniales y algunos cuadros republicanos e hicimos un trabajo comparable con el sistema pol¨ªtico del pa¨ªs. Es posible que algo hayamos ganado, despu¨¦s de todo, pero perdimos para siempre m¨¢s de algo, probablemente mucho. Al fin y al cabo, un trabajo de restauraci¨®n es s¨®lo imitativo, reflejo. Atraves¨¦ por el interior de La Moneda much¨ªsimas veces en ¨¦pocas en que la entrada era libre, en que los patios estaban incorporados al espacio del centro de la ciudad, y trabaj¨¦ durante a?os en diversas oficinas del ala sur, ya que ah¨ª se encontraba el Ministerio de Relaciones Exteriores, con su misteriosa oficina de clave y con su infaltable e irremplazable sal¨®n Rojo. Desde aquellos recintos me toc¨® ver a presidentes que se bajaban del autom¨®vil junto a la puerta lateral de la calle de Morand¨¦, 80, y conversaban un rato con alg¨²n conocido antes de entrar, o que llegaban a pie, acompa?ados de un par de personas de confianza. M¨¢s all¨¢ de la observaci¨®n directa, las historias se multiplicaban. Don Arturo Alessandri Palma, presidente durante dos periodos, hab¨ªa definido La Moneda como "la casa donde tanto se sufre". Gonz¨¢lez Videla, el enemigo del Neruda de Canto general, le hab¨ªa explicado a uno de sus ac¨®litos, ignorante en materias internacionales y en muchas otras, que la Unesco era una cantante rumana. El general Ib¨¢?ez, a las siete de la ma?ana, hac¨ªa flexiones aferrado a los barrotes de una de las ventanas de Morand¨¦.

Era una democracia de largas memorias colectivas, de humor, de compromisos, de alianzas abiertas o encubiertas, de negociaciones con el Congreso, cuya fuerza relativa y cuya presencia en la vida chilena eran mucho mayores que ahora. Hab¨ªa un sentido de libertad bastante arraigado en los sectores m¨¢s diversos. El propio Carlos Ib¨¢?ez del Campo, quien lleg¨® a la presidencia mediante elecciones en 1952, m¨¢s de 20 a?os despu¨¦s de haber encabezado una dictadura (contempor¨¢nea y similar, en m¨¢s de alg¨²n aspecto, a la espa?ola del general Primo de Rivera), fue extremadamente cuidadoso con las reglas del juego pol¨ªtico. Pudimos acusarlo de mediocridad, pero no de autoritarismo.

No pretendo negar que fuera una sociedad retrasada, llena de enclaves primitivos, sobre todo en el campo. Ser¨ªa absurdo tratar de elaborar ahora una especie de utop¨ªa retroactiva. Hab¨ªa un desarrollo sin duda lento, que a cada rato nos decepcionaba y que muchas veces nos irritaba, pero que ten¨ªa lugar en frentes paralelos, con menos contradicciones y menos abandonos que ahora: en la econom¨ªa, en la pol¨ªtica social, en la salud p¨²blica, en la educaci¨®n y la cultura. Hab¨ªa alguna forma de progreso, aun cuando fuera insuficiente. El Chile moderno, mirado entonces como ejemplo desde otros sectores de Am¨¦rica Latina, coexist¨ªa con un pa¨ªs evidentemente atrasado, ignorante, injusto. En un viaje de pocas horas, uno pod¨ªa abandonar el siglo XX y encontrarse con enclaves de la Colonia, del sistema de encomiendas y de inquilinaje, del barroquismo eclesi¨¢stico. Los restos de la Edad Media espa?ola, tra¨ªdos al Nuevo Mundo con el romancero, con las coplas populares, con las supersticiones de los soldados extreme?os y andaluces, se vislumbraban en alg¨²n lado: en las fiestas de las Misiones en las grandes haciendas, en algunas celebraciones populares. Frente a estas realidades, las generaciones j¨®venes de los a?os cuarenta, cincuenta y sesenta tuvieron una impaciencia creciente, extrema, que asumi¨® en alguna etapa caracteres suicidas, que s¨®lo pod¨ªa desembocar en una polarizaci¨®n peligrosa de la sociedad chilena. Particip¨¦ de lleno en aquellas actitudes, y ahora, a la distancia, no me queda m¨¢s remedio que reflexionar y revisar. Pertenec¨ª a generaciones maximalistas que abominaron de los compromisos pol¨ªticos propios del sistema, de los flagrantes compadrazgos, y que tuvieron una visi¨®n en el fondo desde?osa de las libertades democr¨¢ticas. Calculo, con la perspectiva de hoy, que la cr¨ªtica marxista del liberalismo cl¨¢sico, el de la Revoluci¨®n Francesa, el de los ilustrados del siglo XVIII, hab¨ªa calado entre nosotros con m¨¢s hondura que otros aspectos de la teor¨ªa de Carlos Marx. El t¨¦rmino peyorativo de libertades "formales" o "burguesas" se utilizaba con gran frecuencia, por todos lados, con reflexi¨®n m¨¢s bien escasa. Muchos a?os despu¨¦s del golpe de Estado, cuando me toc¨® presidir el Comit¨¦ de Defensa de la Libertad de Expresi¨®n en a?os todav¨ªa muy negros y represivos, volv¨ª a escuchar aquellos terminachos en foros de la oposici¨®n democr¨¢tica. Contra todas las evidencias, el esp¨ªritu generacional suicida perduraba. Yo hab¨ªa intentado hacer una versi¨®n novelesca del asunto en Los convidados de piedra, y ahora me digo que la agresiva y apasionada recepci¨®n chilena del texto, desde los lados m¨¢s opuestos del espectro pol¨ªtico y social, fue m¨¢s que reveladora.

En buenas cuentas, hacia fines de la d¨¦cada de los sesenta y comienzos de los setenta, el pa¨ªs, un poco retrasado, socarr¨®n, cazurro, pero respetuoso, a pesar de todo, de sus tradiciones pol¨ªticas y culturales, tradiciones, por lo dem¨¢s, enteramente entretejidas, indiferenciables, empezaba a ingresar, casi sin darse cuenta, en los implacables engranajes del siglo XX. Nos encontr¨¢bamos al margen de la guerra fr¨ªa, en una posici¨®n relativamente c¨®moda, favorecida por nuestra distancia geogr¨¢fica, y de repente, ante el asombro del resto del mundo, nos metimos por voluntad propia en el nudo del torbellino. Como hab¨ªa estado a cargo en nuestra Canciller¨ªa del Departamento de Europa Oriental, poco antes de viajar a Per¨² y a Cuba, escuchaba a cada rato las reacciones inquietas, preocupadas, a menudo pesimistas, de los diplom¨¢ticos del bloque sovi¨¦tico. "?Ustedes saben en lo que se est¨¢n metiendo?", me pregunt¨® un enviado polaco a la toma de posesi¨®n del presidente Allende. No creo que lo supi¨¦ramos con mucha exactitud. No sab¨ªamos, sobre todo, que el golpe de Estado, el incendio de La Moneda, con todo lo que ese edificio representaba, era uno de los desenlaces posibles. Lo parad¨®jico de la situaci¨®n era que la gente del interior del mundo comunista, los militantes experimentados del pa¨ªs y de fuera, ajenos a la euforia juvenil de la extrema izquierda, captaban el peligro de una manera mucho m¨¢s l¨²cida.

En m¨¢s de alg¨²n aspecto, el golpe fue un episodio enteramente anunciado, una muerte anunciada de muchas personas y muchas cosas. Est¨¢bamos tan acostumbrados a que en Chile nunca pasara nada que no cre¨ªamos que de pronto pudiera pasar algo tan grave, tan dram¨¢tico. Todas las circunstancias nos llevaban en esa direcci¨®n, pero el asunto nos entraba con mucha dificultad en la cabeza. Alcanc¨¦ a participar en Par¨ªs en la ¨²ltima rueda de negociaciones de nuestra deuda externa del tiempo de Allende, en julio del a?o 1973, y me pareci¨® que manej¨¢bamos cifras insostenibles, enloquecidas. Alguien, al final de una sesi¨®n de trabajo, compar¨® la inflaci¨®n nuestra con la que se hab¨ªa producido, algunos a?os antes, en Indonesia, pero nadie quiso recordar en qu¨¦ episodios sangrientos hab¨ªan desembocado aquellos n¨²meros. ?El nombre Yakarta no era de buen gusto!

A fines de agosto de ese a?o sal¨ª de paseo por el mar de Calafell, en las cercan¨ªas de Tarragona, con Carlos Barral, poeta, editor, viejo amigo ahora fallecido, en lo que ¨¦l llamaba su "pat¨ªn a vela". Le dije que ten¨ªa la intuici¨®n muy personal de que el r¨¦gimen de Allende ya durar¨ªa poco. ?l me rebati¨® con gran energ¨ªa, como si mi afirmaci¨®n lo hubiera alterado y escandalizado. Los ¨²nicos testigos de aquella conversaci¨®n eran unos ba?istas lejanos y unas gaviotas que nos sobrevolaban con notable indiferencia.

El martes 11 de septiembre continuaba, con parte de mi familia, en una casita arrendada en la primera fila del mar. Mi hija Ximena lleg¨® corriendo, con los ojos muy abiertos, en horas tempranas de la tarde, a decirme que la televisi¨®n transmit¨ªa im¨¢genes del bombardeo de La Moneda. Part¨ª a la carrera a la casa de los Barral, la ¨²nica que ten¨ªa un televisor en aquella parte del paseo mar¨ªtimo. Ah¨ª vi por primera vez las im¨¢genes que hemos vuelto a ver de cuando en cuando a lo largo de 25 a?os. Una hora despu¨¦s lleg¨® desde Sitges Jos¨¦ Donoso, el novelista, en compa?¨ªa de Pilar, su mujer, de Pilarcita y de Mauricio Wacquez, amigo y escritor chileno que todav¨ªa reside en Espa?a. Todos ellos ven¨ªan desconcertados, asustados, en un estado que se podr¨ªa definir como de estupor. Pepe, que siempre se interes¨® poco en los temas pol¨ªticos, que sufr¨ªa de distracciones pol¨ªticas francamente notables, siempre bienintencionadas, me pregunt¨® si el golpe no ser¨ªa "a la peruana", esto es, destinado a instalar un r¨¦gimen militar izquierdizante como el de Velasco Alvarado en el Per¨² de aquellos d¨ªas. No recuerdo qu¨¦ respuesta le di, pero los signos que llegaban de Chile, desde el primer minuto, eran perfectamente claros. Hubo gente que me llam¨® de Par¨ªs para decirme que el general Prats avanzaba desde el sur con un destacamento de tropas leales a la Unidad Popular. Recuerdo un comentario preciso y que ahora parece un chiste cruel: ?las cosas no le saldr¨ªan tan f¨¢ciles a Pinochet como al general Franco! Otros me anunciaron que la Junta de Chile llamar¨ªa dentro de poco a nuevas elecciones. Si uno manifestaba duda, escepticismo, recib¨ªa respuestas irritadas, casi acusatorias, como si la visi¨®n medianamente objetiva de las cosas fuera una forma de traici¨®n. Por lo dem¨¢s, las reacciones de esta naturaleza no han terminado del todo.

Recuerdo que al d¨ªa siguiente en Barcelona hubo una larga reuni¨®n en el departamento de Mario Vargas Llosa en el barrio de Sarri¨¢. Hab¨ªa mucha gente, mucho humo, bastante ruido, mucho nerviosismo. Todos ten¨ªamos la impresi¨®n de que algo fundamental hab¨ªa ocurrido, de que nuestra vida hab¨ªa cambiado para siempre. No era una impresi¨®n inexacta y no era exclusivamente chilena. Chile, en efecto, hab¨ªa cambiado en forma dram¨¢tica, pero el mundo, en alguna medida, tambi¨¦n. Los hechos lo iban a demostrar muy pronto. La transici¨®n espa?ola, el eurocomunismo italiano y europeo, el futuro Gobierno de Mitterrand en Francia, tendr¨ªan que estudiar y tomar en cuenta el precedente chileno. El mundo internacional empezar¨ªa a tratar de una manera m¨¢s atenta, m¨¢s cuidadosa, m¨¢s universalista, todo el problema de los derechos humanos. El 11 de septiembre hab¨ªa marcado a fuego la historia de este final de siglo. Los chilenos que entonces eran ni?os, los adolescentes, los que nacer¨ªan despu¨¦s, la probable mayor¨ªa demogr¨¢fica del Chile de hoy, podr¨ªan ser reconocidos ahora como la generaci¨®n del golpe. Son los hijos de aquellos sucesos, aunque no lo sepan. Y aunque no les guste saberlo.

Jorge Edwards es escritor chileno.

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