La disciplina de la imaginaci¨®n
No puede avanzarse mucho en la reflexi¨®n sobre el lugar de la literatura y de la palabra escrita en la ense?anza si no se revisa la absurda y r¨ªgida distancia que se ha establecido en Espa?a entre lo que se llama educaci¨®n y lo que se llama cultura. Los escritores muertos o momificados por la gloria pertenecen al reino de la educaci¨®n y los vivos al de la cultura. Lo cual no debe de estar muy lejos de aquel siniestro refr¨¢n de "el muerto al hoyo y el vivo al bollo". El muerto al hoyo de los manuales, de los apuntes y de los comentarios de textos. El vivo al bollo precario, pero en ocasiones sustancioso, de las conferencias de post¨ªn y de los premios y los convites oficiales.
?No hubo hasta hace un par de a?os un Ministerio de Educaci¨®n y otro de Cultura? Y aun cuando ahora est¨¢n juntos, ?alguien se ha parado a pensar si hay alguna relaci¨®n entre lo que hace la parte educativa del ministerio b¨ªfido y lo que hace su lado cultural, o lo que queda de cualquiera de los dos despu¨¦s de los traspasos a las autonom¨ªas?
Para ahondar m¨¢s las diferencias, debe anotarse que la Cultura es el campo del prestigio, mientras que la Educaci¨®n apenas ocupa p¨¢ginas de verdadera relevancia en los peri¨®dicos, ni es motivo, en general, de la atenci¨®n sincera y preocupada de los que se dedican al periodismo. Y casi tampoco de los que se dedican a la pol¨ªtica, ni siquiera a la pol¨ªtica educativa. Cuando un asunto relacionado con la ense?anza provoca titulares es infaliblemente porque est¨¢ siendo usado como pretexto para alguna reyerta partidista, como ha sucedido con la pol¨¦mica de las humanidades. Se oculta as¨ª, por una mezcla de intereses y de falta de inter¨¦s, lo que cualquier profesor y cualquier padre sabe, y sufre: que la educaci¨®n, sobre todo la p¨²blica, est¨¢ sometida a una degradaci¨®n y un descr¨¦dito cada vez mayores, padecidos en la misma medida por quienes la imparten y por quienes deber¨ªan ser sus beneficiarios.
La cultura es un escaparate y una coartada, en ocasiones de lujo, sobre todo para los jerifaltes de las satrap¨ªas auton¨®micas y municipales que gastan sin el menor escr¨²pulo de responsabilidad presupuestaria. La educaci¨®n es un oficio que ha sido despojado en los ¨²ltimos a?os de toda su dignidad p¨²blica y de gran parte de su legitimidad moral. Para alcanzar la categor¨ªa de culto no es necesario saber, sino sano saber, sino estar M¨¢s que el maestro ilustrado y perseverante, importa el nebuloso gestor de actos culturales, el intermediario que seguramente no sabe hacer nada, pero que se las sabe todas, y por tanto puede ofrecer al pol¨ªtico lo que ¨¦ste m¨¢s aprecia y exige, un brillo de modernidad inatacable, un titular de peri¨®dico, unos segundos en la televisi¨®n.
Los planes de estudio y las temibles reformas educativas, que tienen la infatigable virtud de empeorar todo desastre, por definitivo que ¨¦ste pueda parecer marginan cada vez m¨¢s no s¨®lo a los saberes human¨ªsticos, como piensan algunos inocentes, sino a todos los saberes por igual. Pero al mismo tiempo que el poder pol¨ªtico perpetra lo que alguna vez he llamado la exaltaci¨®n de la ignorancia, se inviste de cualquier manera y a cualquier precio de los oropeles m¨¢s lujosos de la cultura. Se acent¨²a el carnaval de la alta cultura y se abandona a su suerte a quienes viven extramuros de ella, los que nunca amar¨¢n la ¨®pera ni leer¨¢n a Joyce ni merecer¨¢n comprender la pintura moderna.
Los escritores se lamentan de la falta de lectores, los concejales de cultura comprueban que conferencias est¨¢n salas de vac¨ªas a no ser que exhiban a alg¨²n figur¨®n del espect¨¢culo de la cultura o de la cultura del espect¨¢culo. Pero nadie parece darse cuenta de que la raz¨®n principal de que no exista esa asidua multitud que llamamos p¨²blico est¨¢ en el gran foso entre la educaci¨®n y la cultura; entre el saber y el estar al d¨ªa; entre el trabajo lento, disciplinado y f¨¦rtil s¨®lo a largo plazo, y la pirueta instant¨¢nea concebida para recibir el halago de un titular, pero condenada a extinguirse sin dejar ni rastro de ceniza.
Con alguna frecuencia voy a dar conferencias a institutos, y siempre compruebo, con tanto entusiasmo como melancol¨ªa, una doble verdad. Primero, que en esas aulas est¨¢ el mejor p¨²blico que puede desear un escritor: el m¨¢s receptivo, el m¨¢s limpio de vanidad y de prejuicios. Segundo, que hay muy pocas cosas tan hirientes como, el contraste entre el dispendio ilimitado de las ceremonias culturales organizadas por ayuntamientos, diputaciones y comunidades, y la penuria absoluta en la que casi siempre se desenvuelven los centros p¨²blicos de ense?anza.
Este es un pa¨ªs donde, al tiempo que vienen las mejores orquestas del mundo, muchos conservatorios se encuentran en condiciones nigerianas, y donde las Administraciones gastan en televisiones consagradas a emitir basura comercial e ideol¨®gica el mismo dinero que escatiman en bibliotecas o plazas de profesores.
Aunque lo parezca, todo lo anterior no es en absoluto ajeno a la literatura, pues no es posible reflexionar sobre su sentido sin establecer las condiciones en que se produce, las relaciones entre el acto de escribir y el de leer, entre la solitaria invenci¨®n de un libro y la reinvenci¨®n sim¨¦trica del lector, ese personaje desconocido, imprevisible y con mucha frecuencia inexistente.
Si la literatura, como tiende a creerse ahora, es un adorno, un fetiche de prestigio para pavonearse ante los ojos embobados de la tribu, si es una materia f¨®sil, apartada de la vida y que s¨®lo interesa a los eruditos universitarios, entonces tienen raz¨®n quienes la desde?an, quienes la eliminan poco a poco de los planes de estudio, y tambi¨¦n el p¨²blico que jam¨¢s se interesa por ella. Si la literatura es superflua, si no es ¨²til para vivir y no alude a honduras fundamentales de la experiencia humana, lo mismo los escritores que los profesores, que nos ganamos la vida gracias a ella, tendremos raz¨®n para sentirnos impostores.
Cuando yo estudiaba sexto de bachillerato, hace casi treinta a?os, la clase de literatura consist¨ªa en una ceremonia tediosa y macabra. Un profesor de cara avinagrada sub¨ªa cansinamente a la tarima con una carpeta bajo el brazo, tomaba asiento con desgana y nos dictaba una retah¨ªla de fechas de nacimientos y de muertes, t¨ªtulos de obras y caracter¨ªsticas que tenias que copiar al pie de la letra si no quer¨ªas suspender. Afortunadamente para m¨ª, yo ya era un adicto irremediable a la literatura; pero la mayor¨ªa de mis compa?eros la habr¨¢n considerado para siempre ajena y odiosa. Del mismo modo que la educaci¨®n religiosa del franquismo fue una espl¨¦ndida cantera de librepensadores precoces, la educaci¨®n literaria era, y en ocasiones sigue siendo, una manera r¨¢pida y barata de alejar a los adolescentes de los libros.
A nadie le interesa aprender cosas in¨²tiles. S¨®lo amaremos los libros si nos damos cuenta de que son ¨²tiles y pertenecen al reino de nuestra propia vida. Leer no es hacer m¨¦ritos para aprobar ni para demostrar que se est¨¢ al d¨ªa. Un libro verdadero —tambi¨¦n los hay impostores— es algo tan necesario como una barra de pan o un vaso de agua. Como el agua y el pan, como la amistad y el amor, la literatura es un atributo de la vida y un instrumento de la inteligencia, de la raz¨®n y de la felicidad. La mayor parte de los lectores no lo saben, pero tampoco parecen saberlo muchos escritores.
Un amigo m¨ªo que se dedica a ense?arla dice que la literatura no es cultura, sino algo m¨¢s serio y m¨¢s elemental. La literatura, su m¨¦dula, es una consecuencia del instinto de la imaginaci¨®n, que opera con plenitud en la infancia y que poco a poco suele ir atrofi¨¢ndose, como todo ¨®rgano que se deja de usar. A medida que crecemos y se nos empieza a adiestrar para el trabajo, para la mansedumbre y la desdicha, el h¨¢bito de la imaginaci¨®n se vuelve inc¨®modo, peligroso e in¨²til. No porque sea un proceso natural, sino porque hay una determinada presi¨®n social para que no nos convirtamos en individuos sanos, felices y aut¨®nomos, sino en s¨²bditos d¨®ciles, en empleados productivos, en lo que antes se llamaba hombres de provecho.
El juego, la f¨¢bula y la imaginaci¨®n pierden su soberan¨ªa y se convierten en proscritos. O en bufones, como esos jefes indios que, despu¨¦s de la rendici¨®n de sus tribus, lanzaban sus gritos de guerra y se pintaban la cara no para cabalgar con orgullo por praderas sin l¨ªmite, sino para actuar de comparsas en el circo de Buffalo Bill.
Pero la imaginaci¨®n es muy fuerte y tarda en ser vencida. Yo creo que el periodo de nuestra vida en que se libra la batalla m¨¢s dif¨ªcil, que tambi¨¦n resulta ser la definitiva, transcurre en el final de la infancia y en la adolescencia. No es casual que sea en ese tiempo cuando nos aficionamos a la literatura y a la rebeld¨ªa, y cuando se decide inapelablemente nuestro porvenir.
La tarea del que se dedica a introducir a los ni?os y a los j¨®venes en el reino de los libros es ense?arles que ¨¦stos no son monumentos intocables o residuos sagrados, sino testimonios c¨¢lidos de la vida de los seres humanos, palabras que nos hablan con nuestra propia voz y que pueden darnos aliento en la adversidad y entusiasmo o fortaleza en la desgracia. Dec¨ªa Ortega y Gasset que los grandes escritores nos plagian, porque al leerlos descubrimos que est¨¢n cont¨¢ndonos nuestros propios sentimientos, pensando ideas que nosotros mismos est¨¢bamos a punto de pensar.
La literatura no es aquel cat¨¢logo abrumador y sopor¨ªfero de fechas y nombres con que nos laceraba mi profesor de sexto, sino un tesoro infinito de sensaciones, de experiencias y de vidas. Gracias a los libros, nuestro esp¨ªritu puede romper los l¨ªmites del espacio y del tiempo, de manera que podemos vivir a la vez en nuestra propia habitaci¨®n y en las playas de Troya, en las calles de Nueva York y en las llanuras heladas del Polo Norte. Es una ventana y tambi¨¦n es un espejo. Es necesaria, aunque algunos la consideren un lujo. En todo caso, es un lujo de primera necesidad.
Pero que resulte necesaria no quiere decir que sea un tesoro puesto al alcance de la mano, que cualquiera pueda sin esfuerzo escribirla y leerla. Cunde desde hace a?os la superstici¨®n irresponsable de que el empe?o, la tenacidad, la disciplina y la memoria no sirven para nada, y de que cualquiera puede hacer cualquier cosa a su antojo. Eso que llaman lo l¨²dico se ha convertido en una categor¨ªa sagrada. Del aula como lugar de suplicio se ha pasado a la idea del aula como permanente guarder¨ªa, lo cual es una actitud igual de est¨¦ril, aunque mucho m¨¢s enga?osa, porque tiene la etiqueta de la renovaci¨®n pedag¨®gica.
Todos sabemos, aunque a veces se nos olvide, que las cosas que nos salen sin esfuerzo han requerido un aprendizaje muy lento y muy dif¨ªcil, y que la lentitud y la dificultad nos han templado mientras aprend¨ªamos. Los mayores logros del arte, la m¨²sica, la literatura o el deporte tienen en com¨²n una apariencia singular de facilidad. Pero a ese atleta que corre cien metros en menos de diez segundos ese instante ¨²nico le ha costado a?os de entrenamiento, y ese m¨²sico que toca delante de nosotros sin mirar la partitura, como ese aficionado que se la sabe de memoria, han pasado horas innumerables consagrados al estudio, neg¨¢ndose al desaliento y a la facilidad.
Se nos educa —cuando se nos educa, cosa cada vez menos frecuente— para disciplinamos en nuestros deberes, pero no en nuestros placeres y en nuestras mejores aptitudes. Por eso nos cuesta tanto trabajo ser felices. Aprender a escribir libros es una tarea muy larga, un placer extraordinariamente laborioso que no se le regala a nadie y al que se llega despu¨¦s de mucho tiempo de dedicaci¨®n disciplinada y entusiasta. Esos genios de la novela que andan a todas horas por los bares son genios de la botella m¨¢s que de la literatura. Y aprender a leer los libros y a gozarlos tambi¨¦n es una tarea que requiere un esfuerzo largo y gradual, lleno de entrega y paciencia, y tambi¨¦n de humildad. Pero ya dec¨ªa Lezama Lima que s¨®lo lo dif¨ªcil es estimulante.
La literatura no est¨¢ s¨®lo en los libros, y menos a¨²n en los grandilocuentes actos culturales, en las conversaciones chismosas de los literatos o en los suplementos literarios de los peri¨®dicos. Est¨¢ en la habitaci¨®n cerrada en la que alguien escribe a altas horas de la noche o en el dormitorio en el que un padre le cuenta un cuento a su hijo, que tal vez dentro de unos a?os se desvelar¨¢ leyendo un tebeo, y luego una novela. Uno de los lugares donde m¨¢s intensamente sucede la literatura es el aula en donde un profesor sin m¨¢s ayuda que su entusiasmo y su coraje le transmite a uno solo de sus alumnos el amor por los libros, el gusto por la raz¨®n en vez de por la brutalidad, la con ciencia de que el mundo es m¨¢s grande y m¨¢s valioso que todo lo que puede sugerirle la imaginaci¨®n.
La ense?anza de la literatura, sirve para algo m¨¢s que para descubrirnos lo que otros han escrito y es admirable: tambi¨¦n sirve para que nosotros mismos aprendamos a expresarnos mediante ese signo supremo de nuestra condici¨®n humana, la palabra inteligible, la palabra que significa y nombra y explica. No la que niega y oscurece, no la que siembra la mentira, la oscuridad y el odio.
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