El festival de cine de Valladolid abre con dos pel¨ªculas claves de Andr¨¦ Techin¨¦ y Peter Weir
"Alice y Martin" y "El show de Truman" han nacido de sensibilidades ant¨ªpodas
Del ¨²ltimo filme de Andr¨¦ Techin¨¦, Alice y Martin, nada se sab¨ªa. Abri¨® el festival y de nuevo desconcert¨® y apasion¨® la audaz aventura estil¨ªstica que lleva dentro este nuevo paso del cineasta franc¨¦s en su busca de una representaci¨®n moderna de cuestiones permanentes, antiguas y de siempre, de los comportamientos humanos. Peter Weir, con m¨¦todos narrativos opuestos, tiende tambi¨¦n en El show de Truman hilos de conexi¨®n entre modernidad y pervivencia. Su met¨¢fora sobre la condici¨®n can¨ªbal de la peste televisiva del reality show, deja, despu¨¦s de vista, un rastro perturbador en la memoria.
El franc¨¦s Techin¨¦ entra y nos hace entrar en Alice y Martin en uno de los m¨¢s insondables agujeros del vuelo negro de la tragedia: la pulsi¨®n parricida, la muerte del padre como necesidad de la libertad del hijo. Se mete y nos mete en los dominios de aquel azar que encaden¨® a Edipo, conducido por S¨®focles, a la arqueolog¨ªa de un destino que todav¨ªa sigue siendo nuestro destino, en las configuraciones del comportamiento dibujadas por el psicoan¨¢lisis. Pero lo hace de un modo, y a trav¨¦s de un aparato narrativo, que sortea cualquier parentesco mec¨¢nico con Freud y sus prolongadores.Va Techin¨¦ por otro lado, que es distinto a todos. Posee este cineasta un poderoso distintivo, un camino siempre singular para meterse y meternos dentro de inh¨®spitos y perturbadores subterr¨¢neos del comportamiento com¨²n. Se reconocen no obstante, en este su ¨²ltimo relato, resonancias del discurso de Dostoievski a trav¨¦s de Iv¨¢n Karamazov y aquella turbulenta interrogaci¨®n suya ("?qui¨¦n no quiere matar a su padre?") que encendi¨® la mecha de muchas imaginaciones incendiarias posteriores, sobre todo las de los estetas surrealistas.
Pero se las arregla para dar la vuelta con sagacidad a la sombr¨ªa cuesti¨®n que arde dentro del mito, haci¨¦ndole girar no sobre el suceso, el hecho del parricidio, del asesinato del padre por el hijo, sino sobre un instante posterior, sobre un paso de vida consecuente de aquel paso de muerte: el conocimiento por el hijo parricida de que van a situarle en el lugar de su v¨ªctima, porque una mujer le comunica que lleva dentro un hijo suyo, es decir: su futuro asesino.
Juliette Binoche
Y el mito de Edipo cambia bruscamente de eje y es la mujer del parricida -una formidable creaci¨®n de Juliette Binoche- quien lo sostiene, quien lo vertebra.Basta asomarse a estas galer¨ªas subterr¨¢neas, para percibir por qu¨¦ son inquietantes las evidencias de Alice y Martin, la raz¨®n de los bruscos saltos en la continuidad de su historia y el inevitable desconcierto de muchos espectadores, que ante la pantalla sienten que se les cuenta una historia que a su vez oculta otra historia, o que la mirada del cineasta la envuelve en imprevisibles circunloquios que desbordan su capacidad adivinatoria.
Es imposible, como de costumbre en el cine de Techin¨¦, prever mientras se ve una escena por d¨®nde va a ir la escena siguiente. Cada instante es siempre inesperado, porque es inesperable, en esta Alice y Martin, que lleva dentro cine muy rico, complejo e importante, pero cine no bien medido, pues al filme le sobran alrededor de veinte de sus 130 minutos, debido a que algunos de sus circunloquios se degradan o se pierden en disgresiones carentes de funcionalidad.
Y en tan abruptos territorios como los que este relato se mueve, y nos mueve, lo que no es absolutamente imprescindible, sobra. Una vieja e inexorable ley de la representaci¨®n tr¨¢gica que Techin¨¦ ha olvidado.
El relato, tortuoso y oblicuo, en forma de vaiv¨¦n y de meandro, de Techin¨¦, contrasta fuertemente con el movimiento en forma de dibujo geom¨¦trico que el australiano Peter Weir imprime en El show de Truman.
Son dos pel¨ªculas que coinciden en algunas esquinas, que trenzan algunos hilos que parecen hechos de la misma inesperada materia, pero que han nacido de sensibilidades ant¨ªpodas, tanto geogr¨¢fica como art¨ªsticamente.
Hay vuelo imaginario y capacidad de captura en la original¨ªsima y aterradora met¨¢fora construida en el admirable gui¨®n que Andrew Niccol ha escrito con clarividencia y una regla de c¨¢lculo entre las cejas.
Y hay tambi¨¦n sorpresas de este calibre: descubrir que detr¨¢s del insoportable fantoche Jim Carrey, el estomagante coleccionista de muecas de La m¨¢scara, se esconde no s¨®lo un verdadero actos, sino un int¨¦rprete capaz de contenerse y de alcanzar gradualmente la altura noble del comedimiento y la sobriedad. Dar¨¢ que hablar esta sorpresa.
Y, una vez m¨¢s, Ed Harris se muestra como un rostro insustituible en el muy escaso gran cine que hoy nos llega de Hollywood. Su creaci¨®n del director-dios del show televisivo que retransmite en directo a todo el mundo cada instante de la vida de Carrey, sin que ¨¦ste se aperciba de ello, es de una intensidad prodigiosa.
Babelia
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