La filosof¨ªa en los papeles
Normalmente, tras escribir un art¨ªculo hay que limpiar de palabras la cabeza. Se tiene la sensaci¨®n como de que hubieran quedado flotando en ella -o revoloteando sin rumbo por el cerebro, o dando tumbos por la b¨®veda craneal, como se prefiera decirlo- expresiones que en su momento el autor consider¨® afortunadas, o un encadenado de frases a las que atribuy¨® una especial musicalidad. Ah¨ª permanecen, resisti¨¦ndose a ser abandonadas, reapareciendo, pertinaces, contra la voluntad de su creador, al modo de esas est¨²pidas canciones veraniegas que nos descubrimos tarareando a nuestro pesar, como si no hubiera forma de sustraerse a su impertinente tonadilla.Esa intensa percepci¨®n del lenguaje suele ser una de las primeras y m¨¢s llamativas sorpresas que se lleva el fil¨®sofo -autor habitual de trabajos para revistas especializadas, tratados y libros m¨¢s o menos sistem¨¢ticos- cuando emprende la experiencia de la colaboraci¨®n continua en la prensa diaria. Descubre -o cree descubrir, al menos- que hay algo en la naturaleza misma del medio que le empuja en esa direcci¨®n, esto es, hacia la b¨²squeda de una eficacia comunicacional contundente e inmediata que implica otra forma de escritura. Pero ser¨ªa una gruesa simplificaci¨®n interpretar esto como si la cuesti¨®n aqu¨ª en juego fuera, sencillamente, la de encontrar a cualquier precio el modo de captar la atenci¨®n, siempre algo distra¨ªda, del lector habitual de peri¨®dicos. El asunto que, entre dudas, cree percibir el fil¨®sofo es de mayor calado, o parece tener que ver con otra cosa.
Quienes se resisten a publicar en estos medios acostumbran a arg¨¹ir, como motivo de su resistencia, diversas razones. Que si les resulta insufrible tener que acomodar su discurso a un ficticio criterio de actualidad -ellos, tan acostumbrados desde siempre a tratar con los problemas perennes-, que si no hay modo de desarrollar adecuadamente las ideas con las tremendas limitaciones de espacio que se les imponen o, en fin, que la exigencia de acomodar su lenguaje al de la mayor¨ªa termina implicando, inexorablemente, un empobrecimiento de los propios planteamientos que los coloca en los confines mismos de la trivialidad.
No hace ahora al caso reconstruir con detalle esta discusi¨®n (para la que, por a?adidura, ni disponemos de espacio, ni es de actualidad, ni la comprender¨ªa el llamado gran p¨²blico). Baste con se?alar que a quienes argumentan as¨ª es probable que les asista una parte de raz¨®n, pero en modo alguno toda. El matiz de mi discrepancia con ellos -como ya dijera Manuel Sacrist¨¢n, en el gusto por el matiz se reconoce al fil¨®sofo- pudiera hacerse pasar, en los tres argumentos, por el adjetivo o por el adverbio correspondiente, esto es, por el car¨¢cter fatal, inevitable, que aqu¨¦llos atribuyen a los mencionados condicionamientos o, si se prefiere cambiar el acento de sitio, por el margen de maniobra que ellos niegan y yo admito.
Un dato avalar¨ªa esta ponderada actitud: para quienes se han acostumbrado a escribir en los peri¨®dicos las mencionadas limitaciones no constituyen un obst¨¢culo insalvable que les impida regresar en el momento en que lo deseen al modo de pensar en que hab¨ªan estado instalados anteriormente, ni que imposibilite que su reflexi¨®n pueda centrarse sobre los temas que m¨¢s les preocuparon desde siempre. Por el contrario, lo m¨¢s habitual es simultanear diversos registros te¨®ricos, compatibilizar un tipo de discurso que tome pie en cuestiones o aspectos m¨¢s pr¨®ximos (o en todo caso, m¨¢s f¨¢cilmente identificables) para el lector no especialista, con otro que arranque de un dise?o o una conceptualizaci¨®n m¨¢s elaborada. Con diferentes palabras, manejar una doble ret¨®rica que permita acomodar lenguaje, enfoque y tratamiento al cambiante interlocutor de cada caso.
Pero la cuesti¨®n de fondo, como se empez¨® a apuntar, acaso tenga que ver con otra cosa. Lo que tarde o temprano habr¨ªa que terminar plante¨¢ndose es si en ese trasiego entre ret¨®ricas -ya que es dudoso que, en tiempos de disoluci¨®n, tenga sentido continuar hablando de g¨¦neros- algo relacionado con la sustancia misma del asunto se ve afectado. O, por aceptar el otro modo de enfocar las cosas, en qu¨¦ medida aquellos condicionamientos, que tanto incomodan al reticente dibujan un cambio de escenario de una radicalidad tal que obliga a quien act¨²e en ¨¦l a pensar de otra manera o incluso determina qu¨¦ puede ser pensado y qu¨¦ no.
La sospecha no carece de fundamento: acaso la percepci¨®n a la que nos referimos al principio empiece a entenderse desde aqu¨ª. Aquella necesidad que sent¨ªa el fil¨®sofo de intensificar el lenguaje, de subir la dosis de su expresividad, probablemente tenga que ver, m¨¢s que con la exigencia de homologar terminolog¨ªas, con la de homologar experiencias. O m¨¢s simple: tal vez no se trate tan s¨®lo de que sea capaz de hablar como los dem¨¢s, sino de que sea capaz de hablar de las mismas cosas de las que los dem¨¢s hablan. Y pudiera ser que fuera eso, o algo extremadamente parecido, lo que se le hace visible al fil¨®sofo cuando le toca dirigirse al lector sin rostro de los peri¨®dicos. Pudiera ser que en ese momento se le pusiera en primer plano la real naturaleza de los instrumentos con los que opera.
Porque el fil¨®sofo -dicho sea de paso, igual que el poeta, el narrador, el cient¨ªfico o cualquier otro profesional del esp¨ªritu- funda su discurso, constituye su objeto te¨®rico, a partir de una espec¨ªfica selecci¨®n previa de los aspectos de la realidad que va a encarar, lo que acaba provocando, como consecuencia no deseada, la de inhabilitarle o dejarle en muy precarias condiciones para decir algo en relaci¨®n a experiencias distintas de las previamente seleccionadas. La dificultad para afrontar este desaf¨ªo explicar¨ªa entonces su reacci¨®n, a veces desmesurada o excesiva en la forma. Habr¨ªa que ser comprensivo al respecto: quiz¨¢, enfrentado a otras realidades, se le haya hecho dolorosamente patente al fil¨®sofo que sus viejas y nobles palabras, sus antiguas y entra?ables categor¨ªas, se hab¨ªan transformado en in¨²tiles cuchillos de madera.
Pero lo anterior en ning¨²n caso pretende apuntalar argumentaciones derrotistas o abandonistas. Antes bien al contrario. Si algo debiera quedar claro es la imposibilidad de un cierto regreso. Perseverar en ese modo manso y mon¨®tono de conducirse por el lenguaje, de seguir d¨®cilmente los resecos surcos de la terminolog¨ªa (en materia de expresi¨®n) o del t¨®pico (en materia de pensamiento), por lo dem¨¢s tan propios de los m¨¢s rancios ambientes acad¨¦micos, equivale en ¨²ltimo t¨¦rmino a dejar al mundo a su merced, hu¨¦rfano de palabras que lo cuenten y de ideas que lo hagan habitable.
En definitiva, escribir en los peri¨®dicos es renunciar al confortable privilegio de la complicidad, abandonar la confianza, t¨ªpicamente corporativa o gremial, en que basta con el simple gui?o de ojo o el tacto de codos (el econ¨®mico "t¨² ya me entiendes") para dejar saciada la curiosidad de nuestro interlocutor. De renuncia y abandono tales s¨®lo cabe esperar beneficios: hay p¨¦rdidas que no son de lamentar. Ser resabiado es una forma como otra cualquiera de no saber. Estar al cabo de seg¨²n qu¨¦ calle es lo mismo que encontrarse en un callej¨®n sin salida. Lo mejor, en cambio, que tienen las preguntas de los que conservan intacta su curiosidad es la limpia verticalidad, la ingenua desverg¨¹enza con la que se?alan aquello que les importa. Que suele ser, por cierto, lo que realmente importa.
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