La de Alba ser¨ªa
En su clasificaci¨®n de los cet¨¢ceos fabulosos, Melville no incluye a un tipo de hembras en ocasiones ataviadas de escualos jaquetones, aunque bien sea cierto que en los mares -y en los libros que de las tierras diversas conozco- el camuflaje es una artima?a que suele tener ¨¦xito. El triunfo de esta duquesa consiste, pues, en escamotear a los mortales de cualquier pelaje su origen extraterrestre. ?Qui¨¦n, si no, ha evitado pensar, a la vista de sus morritos planetarios y al o¨ªdo de sus trinos celestes, que la duquesa es, en realidad, un marciano? Impecablemente disfrazada de s¨ª misma, este marciano acude a los festejos y saraos de los mortales con cuerpo de alterne, y all¨ª, puesta en la silla volante que le asignen por imperiosa decisi¨®n suya y de nadie m¨¢s, monta el pollo. O sea, que baila sevillanas de Marte al tiempo que canturrea en el lenguaje marciano: Vamos palante, vamos palante, y eng¨¢nchate a la cinta de mi volante... Entre tanto, se monta unas g¨¢rgaras con manzanilla de Sanl¨²car y -?ah!- puede incluso zamparse media arroba de aceitunas gordales. Bailando y cantando el marcianeo rociero hasta resudar las nobil¨ªsimas sobaquinas, hay que pillar plaza otra vez en la sillita y apalancarse media hora m¨¢s o menos, hasta que lleguen los pardillos de la prensa. Sin embargo, la cosa puede ponerse al rojo venusino si hay un torero en los contornos. Si lo hubiere, la duquesa inyecta sus ojos pl¨¢cidos -es decir, sus sensores de visi¨®n marciana- en sangre de Miura y embizca hasta que el maestro siente una punzada a la altura de la taleguilla. ?Bingo! Otro carnicerito del redondel al bote. El bote, no obstante, ha sido esta vez para otra duquesa, Cayetana tambi¨¦n, su ni?a, que desde hace d¨ªas es y ser¨¢, Dios mediante, la mansa que le eche a los corrales el bicher¨ªo cuernilargo a Fran Rivera, ni?o de la Ord¨®?ez, lo que tampoco es moquillo de pavo. Seis v¨¢stagos nobiliarios ha puesto en la tierra esta duquesa y madre: Carlos -el heredero-, Alfonso -el bancario-, Jacobo -el artista-, Fernando -el t¨ªmido-, Cayetano -el jinete- y Cayetana -la ni?a-. Seis preclaras piezas para un patrimonio hist¨®rico art¨ªstico espa?ol que, como se ve, goza de una salud envidiable incluso en Marte; por m¨¢s que la Santa Madre Iglesia que nos pari¨® insista en que se le viene abajo el quiosco catedralicio si el Gobierno y los gobiernos de Espa?a y las espa?itas, respectivamente, no le apa?an m¨¢s limosnas que alivien el mal de la piedra, que fue dura, de las catedrales y el malaje de la cara m¨¢s dura de los se?ores obispos que todav¨ªa lo son. Aquellos seis pitusos de Alba, m¨¢s la duquesa y lo restante de su casa a?eja, colaboran cada uno a su estilacho en la restauraci¨®n de las caras y de las piedras con su ¨®bolo de ricachones, que para eso son gente del tron¨ªo desde que los marcianos de su estirpe invadieron el planeta Tierra. Un dolor, empero, alberga la duquesa en el fondo de su pecho cuentan que generoso: ?D¨®nde estar¨¢ ese Goya que me pinte y me encuere y me tienda en el jerg¨®n a la vista de los terr¨ªcolas? Quiz¨¢ el fallecido Francis Bacon tuviera los arrestos y el pincel que hay que tener para la empresa de pintar a una se?ora que est¨¢ en posesi¨®n de antecesoras muy majas, tanto en El Prado como en los almanaques de la Uni¨®n de Explosivos Riotinto. Esas majas fueron otras damas que de verdad eran una sola, no m¨¢s, duquesa y Alba como lo es ¨¦sta. A los cet¨¢ceos viejos y solitarios los llaman emperadores los balleneros. Moby-Dick fue uno de ellos; un cachalote blanco, con los morritos de extraterrestre y el lomo cargado de arpones, que emit¨ªa en mitad de las noches australes un c¨¢ntico de ternura celestial pidiendo un capit¨¢n que acabase con su eterno submarinismo de alma en el pi¨¦lago de la pena. No tuvo suerte. Pero Goya fue el Ajab de cierta emperadora que se puso en pelotas frente a la proa del artista para ser inmortalizada con pezones y felpudo al viento fresco, primero, y cubiertos por una gasa endeble, suave como los pelillos de un durazno arponeado por un tenedor, despu¨¦s. Esta duquesa ya tiene capit¨¢n Ajab, y son dos. Armados de estoque y banderillas, Fran Rivera -su yerno- y la madre que lo trajo -su consuegra- han comenzado urdiendo el plagio de un color -el del vestido de esta duquesa para la boda de su ni?a Cayetana-, m¨¢s tarde vendr¨¢n los arponazos propios del oleaje en el que se debaten ambos ballenatos del Hola y del Diez Minutos. As¨ª es la historia: ayer en Flandes y hoy acuclillada en las plazas de toreros. No es que no seamos nadie, es que esta duquesa es m¨¢s; incluso es la esposa de Aguirre, el duque nupcial, o la c¨®lera de los pianos de pluma.
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