?Viva Chile, mierda!
Mi relaci¨®n con la Rep¨²blica de Chile es intensa, entra?able e inevitable. Crec¨ª y estudi¨¦ en Santiago entre mis once y mis quince a?os. En el Bolet¨ªn del Instituto Nacional de Chile publiqu¨¦ mis primeros escritos. Form¨¦ con otros j¨®venes de mi generaci¨®n amistades perdurables. Educado, durante mi ni?ez, en escuelas de Washington y la ciudad de M¨¦xico, a horcajadas entre el ingl¨¦s y el castellano, mi pleno ingreso a la lengua espa?ola tuvo lugar en Chile y asoci¨® para siempre en mi ¨¢nimo la palabra y la pol¨ªtica. Chile, en 1940, era el pa¨ªs del Frente Popular, gobernado por radicales, socialistas y comunistas y presidido por un jefe de Estado de inmensa probidad y decisi¨®n reformista, comparables a las de Franklin Roosevelt en los EEUU y L¨¢zaro C¨¢rdenas en M¨¦xico: Pedro Aguirre Cerda.Pero era, asimismo, el pa¨ªs de los m¨¢s grandes poetas latinoamericanos, Gabriela Mistral, Pablo Neruda, Vicente Huidobro, para s¨®lo mencionar a tres estrellas de una pl¨¦yade impresionante.
Mis amigos, mis estudios, mi pasi¨®n inseparable por la vida p¨²blica y la vida literaria se confirmaron para siempre en Chile. Desde entonces, he seguido con pasi¨®n, jubilosa a veces, otras dolorosa, los acontecimientos de esa segunda patria m¨ªa, ra¨ªz de mi palabra y de mi conciencia.
Conocedor de la larga historia de las instituciones pol¨ªticas chilenas, ni me sorprendi¨® ni me alarm¨® el triunfo de la Unidad Popular y de su candidato, el doctor Salvador Allende, en 1970. Desde el siglo XIX, mientras el resto de la Am¨¦rica espa?ola se debat¨ªa, en palabras de Germ¨¢n Arciniegas, "entre la libertad y el miedo", entre la anarqu¨ªa y la dictadura, Chile constru¨ªa instituciones de Estado ¨²nicas en Latinoam¨¦rica. Mientras M¨¦xico era humillado por Santa Anna y la Argentina ensangrentada por Rosas, un viajero ingl¨¦s, Basil Hall, pod¨ªa decir de Chile: "Aunque la situaci¨®n del campesino no ha cambiado, la ¨¦lite chilena ha obtenido la independencia pol¨ªtica, la libertad y la seguridad de su persona y su propiedad, la participaci¨®n en el gobierno, la libertad del mercado y la posesi¨®n de la libertad civil".
Chile fue la primera rep¨²blica latinoamericana que cre¨® lo que podr¨ªa llamarse una "democracia para la aristocracia" durante el siglo XIX. El ascenso y el derrumbe de esa clase han sido admirablemente descritos por Jos¨¦ Donoso y por Isabel Allende. Las clases dominantes organizaron la sociedad y se otorgaron libertades a s¨ª mismas, pero tambi¨¦n convirtieron a Chile en "el asilo contra la opresi¨®n", seg¨²n reza su himno nacional. Sarmiento, Bello, la gran inteligencia latinoamericana del momento, encontr¨® refugio y trabajo en Chile, el pa¨ªs del elitismo democr¨¢tico.
En nuestro siglo, a la libertad de la ¨¦lite se sum¨® la libertad popular ganada en las grandes huelgas obreras y la formaci¨®n de los partidos pol¨ªticos modernos a partir de las crisis econ¨®micas ligadas a la producci¨®n del nitrato y del cobre. El Frente Popular y su presidente democr¨¢ticamente electo, Aguirre Cerda, implementaron las reformas -seguridad social, escuela, maternidad, salario, empleo- que le dieron a Chile su base democr¨¢tica continuada, a pesar de la abyecci¨®n macartista de Gonz¨¢lez Videla, por los presidentes Jorge Alessandri y Eduardo Frei Montalva.
Pensar que Allende y la UP, con reducida mayor¨ªa parlamentaria y en un entorno multipartidista, pod¨ªan establecer una "dictadura comunista" o perpetuarse en el poder, es una hip¨®tesis insostenible. Dentro del marco constitucional chileno, Allende y la UP pod¨ªan ser derrotados en la siguiente elecci¨®n y se hubiesen sometido a la voluntad popular adversa, como se someti¨® el derechista autoritario Carlos Ib¨¢?ez del Campo en 1964. La Unidad Popular no contaba -los hechos lo demostraron- con el apoyo armado necesario para establecer la inveros¨ªmil dictadura que, en efecto, las fuerzas castrenses de Chile s¨ª establecieron con el pretexto de impedir la dictadura marxista -imposible- en Chile.
La elecci¨®n de Allende tuvo la desgracia de ocurrir en pleno apogeo de la guerra fr¨ªa. Las palabras "marxista", "socialista", "comunista" provocaban, como al perro de Pavlov, reflejos condicionados en la CIA, la Casa Blanca y el Departamento de Estado. La fatal -para los culpables- publicidad de los archivos de gobierno norteamericanos pasado cierto tiempo, demuestra hasta qu¨¦ grado el Gobierno de Richard Nixon fue responsable, primero, de una conspiraci¨®n para impedir que Allende ganase en las elecciones y, una vez instalado en la presidencia, para desestabilizar a su Gobierno. El consejero de seguridad nacional de Nixon, Henry Kissinger, lo anunci¨® con todas sus letras: "No veo por qu¨¦ hemos de paralizarnos viendo a un pa¨ªs derivar hacia el comunismo debido a la irresponsabilidad de su propio pueblo". Democracia, R.I.P.
La guerra fr¨ªa era el pretexto y el espectro que los EEUU hab¨ªan esgrimido ya contra Guatemala y Cuba antes y que usar¨ªan contra Nicaragua despu¨¦s. La intervenci¨®n contra gobiernos de origen revolucionario -Cuba y Nicaragua- era parte esencial de la guerra fr¨ªa norteamericana. Esta intervenci¨®n, inadmisible en todos los casos (M¨¦xico la sufri¨® repetidamente entre 1911 y 1933) adquir¨ªa perfiles de esc¨¢ndalo cuando su prop¨®sito era derrocar a gobiernos democr¨¢ticamente electos: Arbenz en Guatemala, Allende en Chile. En contra de M¨¦xico, Cuba o Nicaragua, los EEUU hac¨ªan caso omiso de su propio origen revolucionario en 1776. Pero en contra de Guatemala y Chile pon¨ªan en tela de juicio los valores democr¨¢ticos que dec¨ªan defender mundialmente. Guatemala y Chile despojaron de toda legitimidad la pol¨ªtica de los EEUU en Latinoam¨¦rica: en nombre de la democracia, se derrocaba a la democracia para instalar, en su lugar, a dictaduras represivas y totalitarias... para defender a la democracia.
Podr¨ªamos, en el mejor de los casos y con exceso de buena voluntad, entender las razones estrat¨¦gicas de los EEUU en la guerra fr¨ªa. Pero las razones de los traidores internos -Castillo Armas en Guatemala, Pinochet en Chile- pertenecen al orden de la deslealtad al juramento prestado, en aras de una ambici¨®n injustificable. Victoriano Huerta y Carlos Castillo Armas son los traidores protot¨ªpicos de esta especie de golpistas militares latinoamericanos. Augusto Pinochet fue m¨¢s lejos. Su estirpe es la de los macabros personajes shakesperianos, Macbeth o Ricardo III, ba?ados en sangre, hedonistas de la crueldad, inviolables en la sagrada satisfacci¨®n de sus cr¨ªmenes.
Hay en Pinochet, adem¨¢s, un elemento de repugnante humor negro que ni Hitler ni Stalin se hubiesen permitido. "Cui- Pasa a la p¨¢gina siguiente Viene de la p¨¢gina anterior dado con mi marido, tiene la mano muy dura", dijo la se?ora Pinochet a ra¨ªz del golpe de septiembre de 1973. La mano dura y el cinismo flojo. ?Por qu¨¦ mand¨® enterrar Pinochet a sus v¨ªctimas de a dos por caj¨®n de muerto? Para ahorrarle dinero al Estado, contest¨® el Macbeth chileno. Y son dignas de RicardoIII las palabras grabadas para la posteridad en que Pinochet ordena a uno de sus secuaces mandar al exilio a Allende en un avi¨®n s¨®lo para hacerlo volar en pleno vuelo.
Ninguno de los pretextos invocados para justificar la atroz dictadura del general Pinochet se sostienen.
Pinochet no impidi¨® una dictadura marxista en Chile porque el pueblo chileno, democr¨¢ticamente, le hubiese negado su apoyo a Salvador Allende en las siguientes elecciones si las tradiciones de libertad y pluralismo chilenas hubiesen sido violadas por su Gobierno. Quien viol¨® esas libertades fue Pinochet, nunca Allende.
Pinochet restaur¨® la econom¨ªa chilena devastada por Allende. Pero Allende no arruin¨® a Chile: debi¨® sufrir el ataque frontal, la discriminaci¨®n abierta y la conspiraci¨®n solapada del Gobierno de Richard Nixon y de sus aliados pol¨ªticos y econ¨®micos en Chile. En todo caso, le tom¨® quince a?os a Pinochet volver a alcanzar los niveles de producci¨®n del r¨¦gimen socialista y el eventual ¨¦xito de los neoliberales chicos de Chicago tiene que ser medido con dos varas. Una es la creciente desigualdad entre pobres y ricos. En 1982, la econom¨ªa chilena sufri¨® un declive del 15%, "el m¨¢s pronunciado en Am¨¦rica Latina durante un a?o de recesi¨®n generalizada en Latinoam¨¦rica", nos recuerda Arturo Valenzuela en un libro esencial sobre la dictadura pinochetista, Naci¨®n de enemigos, contratado pero inexplicablemente in¨¦dito por parte del Fondo de Cultura Econ¨®mica. La restauraci¨®n econ¨®mica de Chile, nos demuestra Valenzuela, no se debi¨® a la pureza del mercado, sino a un acrecentado intervencionismo de Estado: el 70% de los bancos, la deuda externa de veinte mil millones de d¨®lares y la aplicaci¨®n de las leyes de expropiaci¨®n empleadas por el propio Allende. Es decir, como en los EEUU de Reagan, la econom¨ªa capitalista fue salvada por la intervenci¨®n del Estado. Las razones de Keynes, muchas veces, siguen superando a las de Friedman.
En todo caso, ?justifica la salud econ¨®mica de Chile -relativa y en un pa¨ªs peque?o- cuatro mil asesinatos, secuestros, encarcelamientos y torturas de seres inocentes, chilenos y extranjeros? ?Justifica la macroeconom¨ªa la violaci¨®n masiva de los derechos humanos en Chile? A Mussolini se le elogi¨® porque hizo que los trenes italianos partieran y arribaran puntualmente. A Hitler, porque restaur¨® la econom¨ªa inflacionaria de Weimar con industrias cuyos tanques y aviones, al cabo, armaron la Segunda Guerra Mundial y cuyos productos qu¨ªmicos produjeron el gas Cicl¨®n B, empleado en las c¨¢maras de gases del universo concentracionario.
Conced¨¢mosle al general Pinochet la astucia de su oportunismo final. Se dio cuenta a tiempo de que con el fin de la guerra fr¨ªa su anticomunismo de ocasi¨®n ya no redituar¨ªa y los EEUU, como es su costumbre, dejar¨ªan caer al tirano inc¨®modo como una papa caliente. ?Se imaginan ustedes la coexistencia de Bill Clinton y Augusto Pinochet?
Por otra parte, ni siquiera la brutalidad y el terror pinochetistas pod¨ªan matar la tradici¨®n democr¨¢tica chilena. La huelga del 11 de mayo de 1983 -estudiantes, obreros, amas de casa- lo puso de manifiesto. Pinochet dise?¨® en ese momento una transici¨®n a su medida, asegur¨¢ndose el control de la legislatura mediante una mayor¨ªa pinochetista inamovible en el Senado y, finalmente, un estatus de impunidad personal como senador Pinochet ex oficio.
Hoy, ese dise?o maquiav¨¦lico y la impunidad que Pinochet erigi¨® para su protecci¨®n, y que por ello mismo lo delata, ha sido puesta a prueba por el juez espa?ol Baltasar Garz¨®n. Todos conocen, d¨ªa con d¨ªa, las peripecias de la solicitud de extradici¨®n girada por Garz¨®n contra el senador Pinochet, hospitalizado en Londres despu¨¦s de tomar el t¨¦ con su amiga la se?ora Thatchet.
Los cr¨ªmenes de Pinochet suman una lista cruel e innegable. Hoy, como el fantasma de Banquo regres¨® a los fastos de Macbeth en el castillo de Dunsimane, los fantasmas de Jara, Letelier, Prats, Leighton, Schneider, Violeta Parra y cuatro mil chilenos m¨¢s regresan a espantar al tirano, pero esta vez con una vanguardia de v¨ªctimas espa?olas, francesas, suizas y norteamericanas que justifican la solicitud de extradici¨®n a fin de que Pinochet responda por cr¨ªmenes concretos contra ciudadanos extranjeros, ya que ¨¦l mismo se ha eximido de culpabilidad por sus cr¨ªmenes contra los chilenos. Distingamos y admitamos: buena suerte y admiraci¨®n para el magistrado chileno Juan Guzm¨¢n Tapia, que ha dado entrada a once querellas criminales contra Pinochet en Chile mismo. Pero la jurisdicci¨®n interna de Chile no abarca ni agota las otras jurisdicciones nacionales en defensa de las v¨ªctimas extranjeras de Pinochet, ni el concepto mismo de la universalizaci¨®n de la defensa de los derechos humanos.
Los argumentos que defienden a Pinochet carecen de base. La norma del common law ingl¨¦s que perdona los cr¨ªmenes cometidos por un jefe de Estado en funciones se remonta a los asesinatos de los principitos por RicardoIII en la Torre de Londres y a la decapitaci¨®n sumaria de esposas indeseables por EnriqueVIII. La C¨¢mara de los Lores dar¨¢ su parecer sobre tan extravagante razonamiento. Una eminente miembro de la C¨¢mara, la baronesa Callahan (Margaret Jay), seguramente condenar¨¢ a Pinochet. Pero quiz¨¢s lady Thatcher vote en favor de la inmunidad del dictador, olvid¨¢ndose que felicit¨® al presidente George Bush cuando el general Manuel Noriega fue secuestrado y encarcelado por cr¨ªmenes menores a los de Pinochet. Ambos eran gobernantes de facto.
De aceptarse tan exc¨¦ntrico criterio, Hitler, ¨¦l s¨ª, electo democr¨¢ticamente por abrumadora mayor¨ªa como canciller del Reich 1993, ser¨ªa inocente del genocidio perpetrado contra jud¨ªos, cat¨®licos, comunistas, gitanos, homosexuales y eslavos y hubiese podido pasar sus ¨²ltimos a?os, tranquilamente en Paraguay, o, por qu¨¦ no, tomando el t¨¦ con lady Thatcher en Londres.
Los secuaces de Hitler, que no eran jefes de Estado (con la flagrante excepci¨®n del almirante Karl Doenitz, sucesor de Hitler como canciller), fueron condenados en N¨²remberg de acuerdo con criterios novedosos, por no decir her¨¦ticos, que pon¨ªan en tela de juicio el principio central del orden penal desde los tiempos de Roma: nullum crimen, nulla poena sine previa lege penale. Los jueces de N¨²remberg inauguraron una nueva era del derecho penal internacional invocando criterios universales del derecho de gentes que, de ser violados, merecer¨ªan un castigo cuya ausencia ser¨ªa, en s¨ª mismo, un delito.
A partir de N¨²remberg, los instrumentos de defensa de los derechos humanos y castigo para quienes los violan, han ido adquiriendo dos dimensiones imprevistas en el derecho penal cl¨¢sico.
El primero es la universalidad. El segundo es la imprescriptibilidad.
El techo del poder o el amparo del territorio nacional pueden proteger a un criminal pol¨ªtico contra la justicia. Pero a lo m¨¢s que puede aspirar el delincuente es a ser un prisionero en su patria o un pr¨®fugo internacional. Muchos militares chilenos y argentinos se acogen a la primera soluci¨®n. Un Eichmann, un Barbie, acaban por pagar sus culpas, en Israel o en Francia.
En todo caso, hoy est¨¢ sentado que los cr¨ªmenes contra la humanidad no prescriben. No dependen de la excepci¨®n territorial o de la invocaci¨®n a la soberan¨ªa. No dependen de la creaci¨®n de tribunales ad-hoc como los dise?ados para Ruanda o la antigua Yugoslavia. En ausencia de un tribunal internacional permanente para juzgar delitos contra los derechos humanos, el car¨¢cter universal e imprescriptible de los mismos otorga a las instancias judiciales pertinentes de cualquier pa¨ªs el derecho a actuar para juzgar y en su caso, castigar a quienes -jefes de Estado o subordinados- violen la vida y la seguridad de los ciudadanos nacionales que jueces como Baltasar Garz¨®n est¨¢n obligados a proteger. N¨ªtidamente, el nuevo jefe del Gobierno italiano, el pol¨ªtico e intelectual de excepci¨®n que es Massimo d'Alema, lo acaba de declarar: corresponde a las magistraturas, no a los gobiernos, juzgar los delitos contra los derechos humanos.
?Polariza el caso Pinochet a la sociedad chilena? Jorge Edwards nos informa que s¨®lo a los extremos minoritarios de la derecha y la izquierda tradicionales. ?Pone en jaque la transici¨®n democr¨¢tica que se ha venido realizando en Chile? Si esto es cierto, yo me pregunto cu¨¢ntos chilenos, como Ariel Dorfman, no prefieren, al fin y al cabo, una polarizaci¨®n democr¨¢tica, una toma de posiciones pluralista y renovada, sin la carga de culpas tan graves como lo son los cr¨ªmenes del r¨¦gimen pinochetista, sin la simulaci¨®n que impone el perd¨®n de lo imperdonable, y sin las trampas que deforman a la propia transici¨®n con el ¨²nico objeto de proteger al general Pinochet y a los torturadores, asesinos, y secuestradores que formaron su s¨¦quito, su guardia de hierro.
Sean cuales sean los traumas a los que el juicio contra Pinochet sujete a Chile, la naci¨®n del sur, mi segunda patria, saldr¨¢ ganando si se limpia de verdad, no de mentiras, de las atrocidades del pasado y los chilenos vuelven a exclamar, como les gusta hacerlo en momentos de victoria colectiva, ?Viva Chile, mierda!
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