Lo que nunca deber¨ªa haber pasado
A?¨¢dase el grado de preocupaci¨®n seg¨²n el gusto y templanza de cada uno, pero hace a?os que en Espa?a est¨¢ pasando lo que nunca deber¨ªa haber pasado. Para empezar, nunca debi¨® el partido que en 1993 encarnaba la alternativa de Gobierno haber promovido segundas transiciones, como si la primera resultase insuficiente para los briosos proyectos de regeneraci¨®n que propon¨ªa. Obsesionados por desalojar y arrastrar por el lodo a sus antecesores en el poder, quienes se ofrec¨ªan para evitar que la gran naci¨®n espa?ola -su gran naci¨®n espa?ola- fuera deshilvanada por culpa de lo que consideraban un Gobierno d¨¦bil y corrupto, se olvidaron de que las costuras del proyecto pol¨ªtico del 78 no s¨®lo serv¨ªan para resta?ar la fractura entre derecha e izquierda. Serv¨ªan, tambi¨¦n, para reconducir las tensiones nacionalistas.As¨ª, tirar de la hebra que conven¨ªa para ofrecer a los espa?oles la catarsis de Guadalajara, la haza?a triunfal de la regeneraci¨®n, significaba, de manera pr¨¢cticamente inevitable, que tarde o temprano el descosido resultase general. ?No buscaban los regeneracionistas un a?o cero, una nueva edad que se quer¨ªa de oro no porque de verdad lo fuera, sino en brutal contraste con la precedente? Pues de acuerdo, han pensado muchos: tabla rasa, segunda transici¨®n a todos los efectos. Sobre todo a los de esa timorata Espa?a de las autonom¨ªas, mera soluci¨®n provisional que, a lo sumo, habr¨ªa servido para recorrer el funest¨ªsimo pasado inmediato. Un pasado sobre el que -seg¨²n se sigue asegurando desde las posiciones m¨¢s diversas- es urgente pasar p¨¢gina, aunque sea al precio de no haberla le¨ªdo y de no extraer ninguna conclusi¨®n.
Pero lo que est¨¢ pasando, adem¨¢s, y que nunca deber¨ªa haber pasado, es que los nacionalistas parecen haber olvidado las veces en que han sido ellos las v¨ªctimas de la exclusi¨®n. Parecen haber olvidado que su propia creencia nacionalista fue reacci¨®n a unas ideas que, como las suyas de hoy, pon¨ªan una lengua por encima de otra y consideraban cada cultura como un sistema cerrado y esencial, no como un magma que se fecunda con pr¨¦stamos y rechazos de las otras culturas con las que convive y se encabalga. La naci¨®n que quer¨ªa aquel nacionalismo espa?ol era una en la que s¨®lo cab¨ªan quienes estaban de acuerdo con sus int¨¦rpretes, raz¨®n por la que muchos espa?oles acabaron de las peores formas que es posible imaginar. Por supuesto que se est¨¢ a una larga distancia de esos c¨ªclicos desenlaces tan hispanos, de las revueltas m¨¢s vertiginosas de ese interminable bolero de Ravel que parece pesar como una condena sobre la vida pol¨ªtica espa?ola. Pero resulta sorprendente que los nacionalistas de hoy no quieran o no puedan reparar en que la espiral empieza siempre de modo parecido.
Empieza por hablar de ellos y del Gobierno de ah¨ª abajo con ese desprecio tan ol¨ªmpico, equivalente, por lo dem¨¢s, al desd¨¦n con que, hasta hace poco m¨¢s de veinte a?os, se trataba lo de ah¨ª arriba. Empieza por reivindicar para uno mismo la condici¨®n de naci¨®n y neg¨¢rsela a otros, que es exactamente lo que hizo el franquismo aunque en sentido inverso, con el resultado de haber acabado convirtiendo en convencidos nacionalistas a muchos ciudadanos para quienes, hasta entonces, el sentimiento nacional resultaba indiferente. Empieza, en definitiva, por erigir al propio grupo como ¨²nico int¨¦rprete de las realidades colectivas, o lo que es lo mismo, por confundir la visi¨®n o los intereses de una parte con los del todo.
Esto es, sin duda, lo que sucede cuando, dentro de una misma comunidad, se intentan hacer esas disquisiciones de trazo grueso sobre qui¨¦n es nacional de souche o sobre qui¨¦n cabe y no cabe en la Constituci¨®n. Pero es tambi¨¦n lo que se trasluce cuando algunos l¨ªderes proclaman que el Estado de las autonom¨ªas est¨¢ agotado. Con independencia de lo acertado o no de que en 1978 se optara por el caf¨¦ para todos, la existencia de 17 ejecutivos regionales constituye, a estas alturas, un hecho incontestable. Por consiguiente, lo que no pueden pretender unos cuantos de entre ellos es fingir que los restantes no existen o no cuentan. Es decir, intentar que las cuestiones que tienen consecuencias sobre el conjunto se discutan, exclusivamente, entre los Gobiernos vasco, catal¨¢n y gallego, por un lado, y por el otro, una Espa?a que no es la que es despu¨¦s de veinte a?os de desarrollo constitucional, sino la que se imaginan o la que mejor conviene a algunos de los representantes de aquellas tres comunidades. Pasa, por ¨²ltimo, y tampoco deber¨ªa haber pasado, que la izquierda no acaba de encontrar un discurso ¨²nico y homog¨¦neo desde el que hacer frente a todo lo anterior sin que parezca, al mismo tiempo, que se subroga en las posiciones que los conservadores mantuvieron antes. De la misma manera que existe una inercia que ha hecho que quienes ejercen el poder siguen comport¨¢ndose como si estuvieran en la oposici¨®n, tambi¨¦n la oposici¨®n parece actuar en ocasiones como si continuase al frente del Gobierno. De ah¨ª que, desde 1996, los ofrecimientos de di¨¢logo y de consenso siempre partan del lado que no deben partir. En este sentido, no es la oposici¨®n la que debe promover los acuerdos en los temas de mayor calado, y los que se discuten en estos d¨ªas sin duda lo son. Es el Gobierno el que debe tomar la iniciativa. Tratar de suplir sus silencios puede resultar c¨ªvico y honroso, pero lleva a lo que lleva: a que los grupos nacionalistas practiquen sistem¨¢ticamente la t¨¦cnica del fuera de juego, debilitando a la oposici¨®n y arrastrando cada vez m¨¢s al Gobierno a sus posiciones. Es decir, consolidando, precisamente, lo que la oposici¨®n trata de evitar al tomar la iniciativa del consenso.
Por otro lado, conviene recordar que la izquierda y los nacionalismos han recorrido juntos un largo camino en Espa?a. Pese a lo que se ha podido creer hasta fecha no muy lejana, las principales coincidencias no eran de fondo, por m¨¢s que, arrastrada quiz¨¢ por los entusiasmos de las luchas coloniales, la izquierda se dejase seducir en su d¨ªa por la idea de autodeterminaci¨®n. Antes al contrario, las coincidencias ten¨ªan mucho de coyuntural y estaban propiciadas por una circunstancia en negativo: la de formar parte de los excluidos, de la anti-Espa?a definida por el franquismo. Si la izquierda se apoy¨® en los valores democr¨¢ticos para hacer frente a los intentos de uniformizar el pa¨ªs en torno al catolicismo, la lengua castellana y un pu?ado de absurdos mitos imperiales, no se entiende bien por qu¨¦, frente a prop¨®sitos actuales s¨®lo distintos en los procedimientos, pone ahora tanto ¨¦nfasis en inc¨®modas alianzas que permitan recomponer un poder debilitado. Porque, desde la perspectiva de los valores democr¨¢ticos, la Declaraci¨®n de Barcelona y todo lo que ha venido despu¨¦s contiene elementos para la preocupaci¨®n, pero tambi¨¦n supone un doble avance. Por una parte, despeja una buena proporci¨®n de las ambig¨¹edades que han caracterizado el discurso nacionalista desde los inicios de la transici¨®n, ese no saber si est¨¢n o no est¨¢n o c¨®mo est¨¢n. Por otra, clausura el est¨¦ril debate sobre el hecho diferencial y da pie a que se inaugure el ¨²nico relevante en democracia: el debate sobre el hecho com¨²n, sobre los fundamentos de la ciudadan¨ªa.
La idea de que Espa?a debe organizarse como un Estado confederal puede resultar ex¨®tica o inaceptable, pero, en cualquier caso, es una forma de pensar Espa?a. Por consiguiente, el discurso de la izquierda no deber¨ªa reflejar tanta preocupaci¨®n por el hecho de que los nacionalistas sigan discutiendo, como enredados en su ovillo, la manera de articular unas diferencias que a ellos preocupan m¨¢s que a nadie. No deber¨ªa traslucir recelo, sino tranquilidad, por la voluntad nacionalista de clarificar la manera en que ese fardo de la identidad les puede resultar m¨¢s llevadero. En lo que, sin embargo, la oposici¨®n no deber¨ªa transigir es en que se fuercen reformas de los Estatutos o de la Constituci¨®n instrumentando para ello los deseos de permanencia de quienes, en 1993, empezaron removiendo los polvos de los que vienen estos lodos. Si algo as¨ª apareciese en el horizonte ser¨ªan ¨¦stos quienes deber¨ªan responder. Pero resulta a este respecto parad¨®jico que, junto a tanto como pasa y que nunca deber¨ªa haber pasado, la petici¨®n de responsabilidades por los destrozos que ha producido la briosa regeneraci¨®n contin¨²e en el limbo de lo que no sucede.
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