Mil veces Lucrecia
El 15 de agosto de 1992, el guardia civil ?scar M. Bravo estaba bailando en la discoteca La Jardinera, en Villamanrique del Tajo. La noche era c¨¢lida y pudo haber sido divertida: le acompa?aba un buen amigo y por los altavoces sal¨ªa una m¨²sica, la del grupo Los Ilegales, que al parecer le gustaba. Todo parec¨ªa ir bien hasta que el disc jockey puso una canci¨®n de Los Chunguitos y ¨¦l empez¨® a lanzar insultos racistas contra los gitanos. Se inici¨® una pelea y ?scar sac¨® un pu?o americano. Luego, el relato del ¨²ltimo d¨ªa de su vida se hace m¨¢s oscuro: seg¨²n sus compa?eros, nada m¨¢s regresar al cuartel, busc¨® el arma y se peg¨® un tiro; seg¨²n su familia, fue asesinado. Para los primeros, se fue al m¨¢s all¨¢ como un demente, y para los segundos, como un m¨¢rtir.Tres meses despu¨¦s, su hermano Felipe y otro hombre se encontraban junto a su tumba, en el cementerio de Torrelodones. Seguramente era un d¨ªa muy fr¨ªo, pero ellos estaban ardiendo. A sus 17 a?os, el chico pod¨ªa sentir en su interior a ?scar, verlo resplandecer con ese brillo extra?o que la muerte le otorga a nuestros h¨¦roes. El otro hombre se llamaba Luis Merino y tambi¨¦n extra?aba al difunto: era ¨¦l quien le hab¨ªa acompa?ado en las cacer¨ªas hechas por Madrid para escarmentar a toda esa basura de negros, gitanos, sudacas, rojos de todas las nacionalidades. En su honor sac¨® una pistola Star y, echando mano de uno de esos gestos demag¨®gicos o ret¨®ricos en los que a menudo se basa la camarader¨ªa entre personas perturbadas, hizo dos disparos contra el cielo.
No es f¨¢cil imaginarse a qu¨¦ debieron sonar aquellas detonaciones en el camposanto, en medio de la quietud geom¨¦trica de las cruces y las l¨¢pidas; pero s¨ª lo es intuir c¨®mo quiz¨¢ ¨¦se fue el instante preciso en que empez¨® todo; c¨®mo tal vez fue el olor de la p¨®lvora lo que envenen¨® sus mentes, lo que hizo que esa noche ellos y dos amigos llegasen en un Talbot Horizon hasta las ruinas de la discoteca Four Roses, en Aravaca, entraran en el cuarto donde algunos inmigrantes de la Rep¨²blica Dominicana iban a cenar, a la luz de una vela, un poco de sopa y matasen de un tiro a Lucrecia P¨¦rez Matos. Los criminales fueron detenidos y condenados; en el caso del joven Felipe, a 24 a?os de c¨¢rcel. Ahora, cinco m¨¢s tarde, la Audiencia Provincial acaba de concederle su segundo permiso -el primero lo disfrut¨® en febrero-, una oportunidad de volver a ser libre durante seis d¨ªas.
Una vez m¨¢s, las opiniones al respecto pueden ser razonables y, sin embargo, opuestas no s¨®lo entre los ciudadanos, sino incluso entre las autoridades: el fiscal y el juez de vigilancia se oponen al salvoconducto, lo creen arbitrario e injusto y alertan sobre el riesgo de reincidencia; pero los magistrados apelan a la edad de Felipe, al cambio mental que ha debido lograr entre rejas, a su derecho a la reinserci¨®n.
Quiz¨¢ el debate debiera extenderse a otras cuestiones, no quedar agotado en s¨ª mismo cuando, por desgracia, ni ?scar, ni Felipe, ni Lucrecia son casos ¨²nicos o raros -lo demuestran la pu?alada fatal que un ultra le dio anteayer a Aitor Zabaleta junto al Vicente Calder¨®n y la sentencia dictada el lunes contra un agente borracho que lanz¨® a dos hombres de color por las escaleras de la comisar¨ªa de Legan¨¦s-, sino que las calles de nuestra ciudad est¨¢n llenas de unos y de los otros, de bandas nazis y otros evangelistas de la violencia e inmigrantes que malviven en condiciones inhumanas, de hordas que siembran el terror cada viernes o cada s¨¢bado y chicas a las que cuatro miserables traen enga?adas desde Latinoam¨¦rica o ?frica o Asia, les ofrecen un trabajo honrado para luego robarles el pasaporte, secuestrarlas en antros enfermizos, obligarlas a prostituirse, a entrar en el t¨²nel de la droga. Todos sabemos d¨®nde podemos encontrar a unos y a las otras, en qu¨¦ zonas de copas y en qu¨¦ parques, en qu¨¦ estadios de f¨²tbol y en qu¨¦ casas pintadas de azul o verde en el extrarradio. Todos lo sabemos, excepto quienes deber¨ªan ponerle una soluci¨®n pol¨ªtica, policial o administrativa.
Hasta que esa soluci¨®n llegue, la ¨²nica diferencia entre Lucrecia y el resto de los desheredados ser¨¢ que a ellos a¨²n no les han pegado un tiro.
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