Los derechos humanos, urdimbre de nuestras vidas
"S¨¦ que su intenci¨®n es buena. Pero ya tengo lo que usted me quiere dar... Me quiere dar el derecho a ser un hombre. Ese derecho lo adquir¨ª al nacer. Usted, si es m¨¢s fuerte, me puede impedir vivirlo, pero jam¨¢s me podr¨¢ dar algo que me pertenece".Estas palabras, dirigidas a un bienintencionado antrop¨®logo, las pronunci¨®, hace cerca de un siglo, un esclavo de nacimiento. Si las he elegido como encabezamiento de este texto es porque nos recuerdan una verdad tan evidente y elemental que roza la perogrullada: los derechos humanos son derechos innatos, inherentes a la persona. Como atributo inalienable de todos los seres humanos, son universales por definici¨®n. De hecho, sobre el principio de igualdad cong¨¦nita de todos los miembros de la familia humana no s¨®lo reposa la Declaraci¨®n Universal de Derechos Humanos, cuyo 50? aniversario celebramos hoy, sino otros textos fundadores como la Declaraci¨®n de Independencia de Estados Unidos, de 1776, o la Declaraci¨®n de los Derechos del Hombre y el Ciudadano, de 1789.
Este principio forma parte de las verdades que, en t¨¦rminos de Thomas Jefferson, tenemos por evidentes, y como tal est¨¢ profundamente arraigado en la historia de la humanidad: lo encontramos en todas las grandes tradiciones religiosas y filos¨®ficas del planeta. Y es la raz¨®n por la que no puedo suscribir la tesis seg¨²n la cual el respeto a los derechos humanos es un lujo de pa¨ªses ricos que el mundo en desarrollo no puede permitirse. Pensar en estos t¨¦rminos es ofender el deseo de libertad que habita en cada uno de nosotros; ?hay alguien, en efecto, que se atreva a negar que todos aspiramos a la felicidad, que compartimos el mismo horror a la violencia y la arbitrariedad, que buscamos protegernos del miedo y la opresi¨®n, que queremos tener los medios para expresarnos libremente y para participar en la vida de la ciudad? Pero tambi¨¦n es dar muestras de miop¨ªa pol¨ªtica y econ¨®mica, pues hoy sabemos hasta qu¨¦ punto el respeto a los derechos fundamentales es indispensable para el desarrollo y para el progreso de las sociedades.
Los derechos humanos no son, pues, privilegios que los Gobiernos puedan conceder o retirar a voluntad, sino que son indisociables del valor que otorgamos a la dignidad humana. Es responsabilidad de los Gobiernos velar por que se den las condiciones necesarias para que cada uno pueda disfrutar de sus derechos fundamentales: derecho a la vida, a la seguridad, a la educaci¨®n, y tambi¨¦n a la libertad de opini¨®n, de expresi¨®n de asociaci¨®n... Pero es privativo de cada uno de nosotros el hacerlos nuestros, impregnarnos de ellos, hacerlos realidad d¨ªa a d¨ªa, tanto a t¨ªtulo individual como colectivo. En lo que se refiere a los derechos humanos, todos tenemos un deber de conciencia y de vigilancia.
En 1995, la Unesco elabor¨® una declaraci¨®n de principios sobre la tolerancia a la que iba unido un plan de acci¨®n destinado a poner en marcha el a?o de las Naciones Unidas a favor de la tolerancia. Si evoco estos documentos es porque la idea de tolerancia me parece crucial: sin ella, todos los derechos humanos que nos hemos preocupado por definir, enumerar y consagrar est¨¢n abocados a ser letra muerta. La tolerancia, base de la sociedad civil y de la paz, nos permite ver en la diversidad de culturas no un obst¨¢culo para el respeto a los derechos humanos o, lo que es peor, una justificaci¨®n para las violaciones que de ellos se cometen, sino una fuente de riqueza en la que todos podemos beber.
En los 50 a?os transcurridos desde la adopci¨®n de la Declaraci¨®n Universal, la ONU ha alumbrado progresivamente el corpus de los instrumentos internacionales referentes a los derechos humanos, a?adiendo textos tan importantes como la Convenci¨®n sobre los Derechos del Ni?o, la Convenci¨®n sobre la Eliminaci¨®n de todas las Formas de Discriminaci¨®n hacia la Mujer y la Convenci¨®n Internacional sobre toda Forma de Discriminaci¨®n Racial. Pero, si bien tiene razones para estar orgullosa de su trabajo de codificaci¨®n, es obligado constatar que no ha sabido prevenir las excesivamente numerosas atrocidades que han marcado nuestra historia reciente. Este fracaso es sin duda parcialmente imputable al hecho de que, durante mucho tiempo, se han considerado los derechos humanos como uno de los aspectos de las actividades de la ONU, cuando deber¨ªan ser su urdimbre, puesto que son la urdimbre misma de nuestra existencia. Podr¨ªamos vernos tentados a rendirnos ante las violaciones masivas de los derechos humanos que siguen cometi¨¦ndose por doquier en el mundo, pero hay algo que nos infunde valor: los pueblos tienen un sentido cada vez m¨¢s agudo de las responsabilidades de los unos para con los otros y para con el planeta. El surgimiento de una conciencia universal, de la que la creaci¨®n del Tribunal Penal Internacional no es m¨¢s que una manifestaci¨®n, nos hace tener la esperanza de que se est¨¢ creando una aut¨¦ntica cultura, una cultura en la que el ejercicio y la defensa de los derechos fundamentales no son asunto de unos pocos -diplom¨¢ticos, gobernantes o militantes-, sino de cada uno de nosotros. Entonces, la Declaraci¨®n Universal dejar¨¢ de ser un ideal com¨²n a alcanzar, para pasar a ser el fundamento de todas las sociedades.
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