De entre los muertos (vuelve Aracil)
Hace poco, el departamento de Teor¨ªa de los Lenguajes de la Universitat de Val¨¨ncia celebr¨® el congreso Ret¨®ricas de fin de siglo. Como broche de oro, el programa propici¨® una conferencia del fil¨®sofo Jacques Derrida. Bien conocido en los ambientes intelectuales, Derrida es un tipo al que muchos adoran y otros querr¨ªan matar -metaf¨®ricamente-. Su doctrina desconstruccionista le vali¨®, en 1992, una agria pol¨¦mica en Cambridge, cuando un sector del profesorado propuso otorgarle el doctorado honoris causa. En cambio, el otro d¨ªa en Valencia los organizadores del curso tuvieron que habilitar un aula mayor de la inicialmente prevista, ante el aflujo de admiradores que no osaron perderse la visita del canoso maestro. Me parece muy bien. Ocurre que en Valencia ya disponemos desde hace a?os de un personaje de la trascendencia epistemol¨®gica de monsieur Derrida y me pregunto si nuestro establishment acad¨¦mico tiene la capacidad y la generosidad de reivindicar y aprovechar -que no, por favor, aprofetar- ese extraordinario activo no menos arriesgado y rupturista que el autor de L"¨¦criture et la diff¨¦rence. Se trata del soci¨®logo Llu¨ªs V. Aracil. Tras quince a?os ausente del mundo bibliogr¨¢fico, Aracil acaba de publicar la transcripci¨®n de su segundo seminario de Morella, La mort humana (Emp¨²ries, Barcelona). En cualquier otro ¨¢mbito, se tratar¨ªa sin duda de un gran acontecimiento cultural. Veremos aqu¨ª -lo estamos viendo, me temo-. En esos lustros, el otrora presidente de la Asociaci¨®n Internacional de Socioling¨¹¨ªstica ha prescindido ol¨ªmpicamente de la divulgaci¨®n escrita de sus pensamientos. Siguiendo el consejo de su admirada Madame de Sta?l, ha procurado existir lo menos posible. Esa maniobra de distracci¨®n le lleva a prodigarse s¨®lo en selectos foros, repartidos estrat¨¦gicamente a trav¨¦s de un itinerario que crea su propia cardinalidad: de Barcelona a Valencia, y de Morella a Cullera. Su medio de acci¨®n es el seminario, peque?os comit¨¦s donde Aracil viene ocup¨¢ndose -como el ¨²ltimo Derrida- de lo que ¨¦l mismo llama las regiones devastadas de las ciencias sociales contempor¨¢neas: la noci¨®n de persona, la muerte, el error y el enga?o, la verg¨¹enza y la culpa... No deja de ser significativo que, entre todos sus seminarios, se haya escogido el de Morella para volver a la rutina bibliogr¨¢fica. Quiz¨¢ la capital dels Ports sea pronto otro tesoro m¨¢s del patrimonio universal (como ya lo son sus pinturas rupestres). En ese caso, deber¨ªan reconocerle al bueno de Llu¨ªs Aracil la cuota fenom¨¦nica que le corresponde. Escuchar en pleno julio su melopea inagotable e insidiosamente documentada, su extraordinaria capacidad asociativa, sus vastos conocimientos bibliogr¨¢ficos, sus salidas de tono y sus chistes en tres o cuatro idiomas (incluyendo su lengua materna: la iron¨ªa), es un espect¨¢culo que en nada desmerece de los otros alicientes morellanos: la sonrisa del paladar, la huella de los siglos, el silencio de los ilustres cad¨¢veres jur¨¢sicos y cret¨¢cicos, la altura de las circunstancias (un quil¨®metro en vertical, m¨¢s o menos), todo eso. No soy un araciliano incondicional. Para empezar, ni siquiera soy incondicional de m¨ª mismo. Me limito a observar cr¨ªticamente los ejercicios desacostumbrados de su genio. Creo sinceramente que no podemos prescindir de su talento y de una obra como la suya. La santa paciencia de Miguel ?ngel Castillo y Eul¨¤lia Torras, junto con la insistencia presumible de Ernest Querol (coordinador del seminario de Morella), han producido este extraordinario regalo que es La mort humana. Afirman los editores en el pr¨®logo que no es ¨¦ste el libro que hubiera escrito Aracil. Naturalmente. Como que no lo ha escrito. Hay una gracia especial en la sintaxis dial¨®gica del soci¨®logo, una magia dislocada e improvisada que se hubiera roto caso de tratarse de un libro-libro. Y sin embargo se equivoca Aracil al desconfiar de lo impreso como salvoconducto intelectual. Claro que la letra escrita es saber definido, acotado, un poco fiambre entonces, pero tambi¨¦n es esa fiesta donde se concelebra la mercanc¨ªa de lo nuevo expuesta al dominio p¨²blico, a la cr¨ªtica abierta, a la sanci¨®n comunitaria. No hay peligro: un buen libro siempre es provisional. A ¨¦ste, por ejemplo, ya le reprocho algo: que, tratando el tema que trata, se haya olvidado de Ausi¨¤s March, a quien la muerte instruye tanto. Desde su excepci¨®n cultural, Aracil nos ense?a que no hay que tener miedo a estar loco, ni tan siquiera a estar muerto. Porque, de la misma manera que hay muertos que est¨¢n muy vivos, y locos egregios con cuyas intuiciones se construye el ca?amazo de la cordura, hay demasiada carro?a ambulante disfrazada de intelligentsia que merece ser desenmascarada. Por otro lado, los hay que s¨®lo ser¨¢n capaces de ver en Llu¨ªs Aracil al inventor de algunas escandalosas boutades, ciertos ajustes de cuentas generacionales, algunas interpretaciones pol¨ªticas a las que ha llegado -presumo- por un exceso de celo epistemol¨®gico. O por un delirio innecesario. Creer que el introductor de la socioling¨¹¨ªstica en Espa?a se reduce a eso es no haber visto un r¨¢bano debajo de sus hojas. Aracil es mucho m¨¢s. Y quiz¨¢ su resurrecci¨®n, su vuelta al pensamiento compaginado y encuadernado y distribuido, sirva para evidenciarlo.
Joan Gar¨ª es escritor.
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