R¨¦quiem por el libro
Hojeo el ¨²ltimo n¨²mero de Mercurio, una revista que desde hace un par de meses se distribuye gratuitamente por las librer¨ªas de Sevilla y que se ha echado sobre los hombros la esforzada responsabilidad de elevar nuestros ¨ªndices de lectura per c¨¢pita; leo la revista y me pregunto (otra m¨¢s) si en esta era digital de las autopistas de la informaci¨®n en que vivimos subyugados por una especie de teolog¨ªa tecnol¨®gica, queda lugar para ese esqueleto amarillento que es el libro. Se ha proclamado en tantas ocasiones el fin de la novela, de la historia, de la filosof¨ªa, se han vestido tantas voces de duelo por el hombre, por Occidente y Europa, que un deseo m¨¢s no har¨¢ bulto en el cementerio: yo entono el r¨¦quiem por el libro, ese aparato fr¨¢gil y paciente que nos mira desde las estanter¨ªas como una cabeza degollada. La cultura no es algo r¨ªgido, sino din¨¢mico, algo en continua efervescencia y movimiento, algo que, como el agua, puede pasar del cuenco a la palma de la mano sin dejar de ser inodora, incolora o ins¨ªpida. Quiz¨¢ debamos entender que la evoluci¨®n de las especies, esa antip¨¢tica pol¨ªtica darwiniana, tenga que ser aplicada tambi¨¦n a la cultura de los hombres y quiz¨¢ la selecci¨®n natural opere tambi¨¦n en el ¨¢mbito de nuestras manifestaciones est¨¦ticas y an¨ªmicas. A este respecto, yo suelo recordar siempre que torres m¨¢s altas han ca¨ªdo y que de ellas no quedan ya estr¨¦pito ni ruinas: nadie recuerda que la Odisea, las Mil y una Noches, el Beowulf o el M¨ªo Cid eran obras orales, que nada sab¨ªan ni quer¨ªan tener que ver con el usurpador mundo del libro. En aquellos inicios remotos de lo que ahora somos, el libro no era m¨¢s que un instrumento auxiliar que serv¨ªa para suplir las deficiencias de la memoria del orador, porque la cultura era, ante todo, una cosa hablada: Pit¨¢goras, Buda, Cristo no escribieron una sola palabra, y Plat¨®n se queja, en un famoso pasaje del Fedro, de la proliferaci¨®n de libros, objetos repugnantes que marchitar¨¢n la inteligencia de los j¨®venes. Aquella distante cultura oral es ya olvido y otra mayor vino a prolongarla, por mucho que sus pros¨¦litos experimentasen como una cat¨¢strofe apocal¨ªptica el avance de las bibliotecas. Acaso parejamente, hoy d¨ªa, estemos recibiendo a una civilizaci¨®n nueva, una civilizaci¨®n inocente y fresca, depurada de todas las supersticiones que imprimen las academias. Del mismo modo que la escritura sepult¨® la voz de los juglares y aedos, quiz¨¢ hoy la imagen tenga que silenciar los libros. Quiz¨¢ el futuro sea ese s¨®tano donde tengan que cruzarse todas las feroces utop¨ªas del cine y las novelas, quiz¨¢ en el milenio que entra el lector acabe por convertirse en la especie acorralada que ahora son los fumadores. Pero iniciativas como la de esta revista, Mercurio, no pueden dejar de observarse con nostalgia y cari?o. El libro, ese mustio oto?o lleno de p¨¢ginas, nos despierta el amor melanc¨®lico que las ruinas de Roma convocaban en Vasari: el amor de la derrota, de lo remoto, el sabor a polvo y a ceniza de la arqueolog¨ªa de los museos.
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