Entre las mujeres
Hay en La Il¨ªada un episodio al que no suele prestarse demasiada atenci¨®n, tal vez porque arroja dudas sobre la virilidad y el valor de Aquiles, uno de los m¨¢s grandes h¨¦roes griegos. Tetis, su madre, habiendo sabido que morir¨¢ en la guerra de Troya, decide enviarle a Esciros, donde el rey Licomedes tiene su corte. All¨ª vivir¨¢ Aquiles durante nueve a?os, en compa?¨ªa de las j¨®venes princesas y de las otras muchachas del palacio, vestido con ropas de mujer para pasar desapercibido. Pero Odiseo descubre su escondite y obsequia a las j¨®venes vestidos y joyas, entre las que hace colocar una armadura de guerrero. Cuando se est¨¢n repartiendo los regalos hace sonar una trompeta de guerra y Aquiles toma precipitadamente la armadura mientras las muchachas huyen. Descubierto por esta estratagema, Aquiles tiene que reconocer su verdadera identidad, y participar en la guerra contra los troyanos. Una guerra que, bien mirado, no tiene nada de ejemplar, y que s¨®lo el arte de Homero hace que tomemos en consideraci¨®n, olvidando que no es en el fondo sino uno de esos asuntos de taberna a los que los varones son tan proclives. Un asunto que, como suele ser harto normal entre ellos, sobre todo si se han pasado con la bebida, tiene que ver con la idea de que las mujeres les pertenecen, como suelen pertenecerles las hect¨¢reas de tierra o el ganado que adquieren en las ferias.Y llegado este punto haremos bien en preguntarnos por qu¨¦ este hermoso y delicado episodio de la vida de Aquiles ha terminado por transformarse en un episodio poco menos que grotesco, con el ambiguo motivo del disfraz de mujer, un episodio que se contrapone al del verdadero despertar del h¨¦roe, provocado por la llamada de las armas, y del inicio de sus andanzas guerreras. A la historia en suma de sus furias y sus resentimientos, de su participaci¨®n en una guerra absurda, a la que todos los j¨®venes aqueos se entregar¨¢n con el furor y el estruendo con que los ciervos machos se entregan al ritual de sus berridos en las ¨¦pocas en que est¨¢n pose¨ªdos por la ciega llamada del celo.
Actitud, por cierto, que no ha hecho sino repetirse desde que el mundo es mundo, y que remite al reiterado tema del h¨¦roe al que el contacto con la mujer debilita y confunde haci¨¦ndole olvidar su misi¨®n. La historia de Lancelot y Ginebra, la de Sans¨®n y Dalila, la de don Rodrigo y la Cava, la de Odiseo con la ninfa Calipso, o la de Eneas con Dido, son algunos de los ejemplos de esta saga que parece obsesionar a los hombres, y en las que ¨¦stos ven a las mujeres como una debilidad, a lo sumo un bien que cabe disfrutar, pero en ning¨²n caso un destino. ?Pero bien mirado qu¨¦ representan la corte del rey Licomedes para Aquiles, o el amor absoluto de Dido, reina de Cartago, para Eneas, sino todas las promesas de la civilizaci¨®n? Los bailes, las risas, los encuentros furtivos y apasionados, el reino de los palacios, y los bosques, la m¨²sica y la medida (es decir, el mundo de la poes¨ªa y el de la ciencia). En definitiva, las ofrendas de la ciudad, que s¨®lo pueden disfrutarse entre iguales, y que s¨®lo se justifican desde el respeto y la dicha mutua. Es decir, no el reino de Hera, ni el de Atenea, no el poder ni la fama, sino el de Afrodita, el reino de las palabras, de los cuentos, y de las f¨¢bulas, en definitiva, el reino del alma.
?Qu¨¦ pueden significar entonces todas esas noticias terribles de apaleamientos de mujeres, de oscuras y terribles venganzas de los varones, sino tentativas desesperadas de ¨¦stos por escapar a lo que sus compa?eras piensan de ellos? ?Qu¨¦ el rostro deformado de esas seis mujeres, alguna casi una ni?a, de Bangladesh que el otro d¨ªa saltaron a las p¨¢ginas de todos los peri¨®dicos, sino el reconocimiento del fracaso espantoso del var¨®n, de su incapacidad para aceptar lo que las mujeres son y esperan obtener cuando buscan su compa?¨ªa?
Estas desdichadas muchachas son un s¨ªmbolo de todas las formas de maltrato, desde las palizas que los maridos borrachos propinan a sus esposas, hasta las terribles ablaciones de sus ¨®rganos sexuales que a¨²n se practican masivamente en ciertos pa¨ªses, y que tienen el prop¨®sito de privar a las mujeres de una parte esencial de sus cuerpos. O dicho de otra forma, de desfigurarlas, desposey¨¦ndolas de aquello que consideran m¨¢s suyo, su propio rostro. Y un rostro es siempre aquello que puede hablar. Lo m¨¢s visible, pero tambi¨¦n lo m¨¢s privado y necesario, porque no puede ser sustituido. De forma que privarlas de rostro no es otra cosa que anular a esa que despierta, cegarla para que calle, o castigarla por su pretensi¨®n de ser algo por su cuenta. Pero un rostro es tambi¨¦n un espejo, de forma que asomarnos a los rostros de los dem¨¢s es vernos a nosotros mismos. Por lo que bien podr¨ªa decirse que cada uno de nosotros es lo que el rostro de los dem¨¢s, en especial los que viven m¨¢s cerca de ¨¦l, le devuelven en forma de expresi¨®n y de luz. Y lo que nos dicen los rostros desfigurados de todas estas mujeres no es demasiado halagador para nuestra condici¨®n de varones, porque en ellos est¨¢ el gesto del horror, de la desposesi¨®n y de la pena m¨¢s espantosa.
?Y si, entonces, la historia de los varones hubiera sido siempre la de esa huida, huida de ese lugar donde la mujer est¨¢ y dice lo que piensa? ?No estar¨ªamos obligados a reescribir todas esas historias heroicas, haciendo que la verdadera aventura no fuera la de las andanzas de los varones en pos de destinos tan inciertos como casi siempre vanos, sino la que dejaron atr¨¢s, en esas islas y cuevas donde fueron amados por sus amigas? Esa aventura, por ejemplo, que nos permitir¨ªa descubrir que Aquiles no se hab¨ªa escondido en Esciro porque no quisiera ir a la guerra, o porque tuviera miedo de morir, sino porque sab¨ªa que s¨®lo al lado de las mujeres pod¨ªa descubrir qui¨¦n era de verdad, dado que nuestro verdadero valor, como dijo Isak Dinesen, s¨®lo al sexo opuesto corresponde juzgarle.
Y por eso todas las palabras que estas ¨²ltimas semanas se han escrito y dicho sobre este asunto me parecen tan oportunas como tristemente necesarias. Porque constantemente vemos a las mujeres apaleadas, pero tambi¨¦n foros donde s¨®lo hay hombres. Y el exceso de varones en las listas electorales, congresos legislativos o consejos de administraci¨®n siempre me hace pensar que a¨²n estamos inmersos en esa triste tradici¨®n que sigue viendo en la Guerra de Troya uno de sus episodios fundacionales, y para la que lo sucedido en la corte del rey Licomedes apenas cuenta para nada. Y la historia secreta, deleitosa y vibrante que tuvo lugar en esa corte, el tiempo en que Aquiles permaneci¨® en ella escondido, es la historia de los abrazos y los ensue?os, pero tambi¨¦n la de las palabras y los razonamientos m¨¢s sutiles, en definitiva la verdadera historia de nuestra condici¨®n humana. Esa historia en que los dos sexos son iguales, y en que ambos tienen que buscarse entre s¨ª sabedores de que son siempre los otros quienes deben decirnos lo que valemos y somos.
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