Dos fogonazos
LUIS MANUEL RUIZ Este a?o que se despide ha dado lugar a muchas y muy exhaustivas celebraciones: s¨®lo anotando los recordatorios, hemos sido bombardeados por Lorca hasta empacharnos de met¨¢foras reducidas a arenisca por terribles declamadores pagados por la televisi¨®n auton¨®mica; hemos revivido la p¨¦rdida de las colonias, ocasi¨®n que los mandamases han aprovechado para darse un par de paseos reconciliadores por el hemisferio austral y lucir moreno en las fotos. Los veinte flamantes a?itos de la Constituci¨®n dieron lugar para abrazos de reojo y solemnes proclamas de estatismo amparadas en la inmejorable salud de esa entelequia de la que muchos se han enamorado al mejor modo fetichista como de una mu?eca hinchable. De entre todo ese carrusel de laudatorias y condecoraciones, yo voy a quedarme, en el umbral de este 1999 que debe servirnos de vest¨ªbulo de un mism¨ªsimo nuevo milenio, con dos fogonazos que quiero guardar reverendamente (soy as¨ª de sentimental) en el frigor¨ªfico de mi memoria particular. Uno, el Nobel de Saramago. Ese tierno abuelito acosado por las c¨¢maras que no acababa de creerse que toda aquella vor¨¢gine sacudiese Frankfurt por su culpa, que buscaba escurrirse ahogadamente en la fama y los flashes para, corriendo por la terminal del aeropuerto, volver a reencontrarse con Pilar del R¨ªo, su mujer. D¨ªas despu¨¦s, en algunos de los pleon¨¢sticos reportajes y entrevistas que siguieron, yo le oir¨ªa decir que de aquel momento angular, el de la consagraci¨®n y el m¨¢rmol, no recordaba m¨¢s que una devastadora impresi¨®n de soledad: "La felicidad no es nada si no hay con qui¨¦n compartirla". Por eso quiero guardar la imagen de Saramago en el mitin del Partido Comunista de Portugal, soltando a bocajarro que el Nobel estaba con la revoluci¨®n cubana (que dentro de dos d¨ªas cumplir¨¢ otra efem¨¦ride: 40 a?os de existencia arrinconada), abrazando a Fidel, al enorme Fidel, el otro gran caim¨¢n del Caribe, como en cumplimiento de una necesaria reciprocidad o de una deuda atrasada. Mi otra imagen es de polo opuesto. Es la de Pinochet con el rostro tachado por la oscuridad del interior de un autom¨®vil, el de Scotland Yard que le transportaba a la primera vista del proceso en que por fin iba a ser juzgado por ese mont¨®n de animaladas por la que un reba?o de cern¨ªcalos todav¨ªa le sigue dando las gracias. Por un momento a m¨ª, a todos, nos pareci¨®, como al pobre Rousseau, que la justicia era otra cosa m¨¢s cercana y urgente que ese nombre hueco que sirve para rubricar constituciones; cre¨ªmos, como el miope Pangloss de Voltaire, que en el universo todo ocurre del modo m¨¢s razonable posible y que el orden natural de las cosas no pod¨ªa permitir esa impunidad, esa alegre violaci¨®n de las simetr¨ªas por la que un miserable se atrev¨ªa a bloquear la felicidad y el albedr¨ªo de los otros. Hace unos d¨ªas le¨ª que la C¨¢mara de los Lores desestimaba el veredicto sobre la inmunidad del general por no s¨¦ qu¨¦ pajoler¨ªa legal y la filosof¨ªa se me vino a los zapatos. Mi consuelo: la mansa mirada de Saramago desde detr¨¢s de sus lentes, decidida a poner la literatura al servicio de la honestidad, desterrado e insultado por las mismas voces de siempre, las que ladran cuando se cabalga y que a veces, demasiadas veces, consiguen soltar la dentellada en una pata de la montura.
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