Washington, caldera de odio y de venganza
Cuando el pasado 19 de diciembre la C¨¢mara de Representantes termin¨® de computar los votos para procesar a Bill Clinton por negar bajo juramento sus relaciones ad¨²lteras con Monica Lewinsky nadie se sorprendi¨® del resultado. En la mente de los norteamericanos, el veredicto era tan previsible e inevitable como el trueno que sigue a la luz del rayo que vemos caer en la lejan¨ªa. El hist¨®rico momento se proyect¨® con amargo detalle en las peque?as pantallas de este pueblo cansado de meses de preocupaci¨®n con las andaduras extramaritales de su presidente. Tanto la gente de la calle que consideraba la condena del Congreso excesiva e incluso da?ina para el pa¨ªs -la mayor¨ªa- como los partidarios de la destituci¨®n de Clinton se sent¨ªan aturdidos y desilusionados ante este ¨²ltimo cap¨ªtulo de la serie interminable de esc¨¢ndalos, mentiras, legalismos y enconadas disputas a la Washington politics. No pocos optaron por perderse en las fiestas navide?as, distanci¨¢ndose de una realidad que no pod¨ªan cambiar. Otros permanecieron sentados, estupefactos e impotentes, delante del ojo televisivo que pretend¨ªa abarcar simult¨¢neamente y en todo su alcance el bombardeo de misiles de Bagdad y el ca?oneo de palabras en la sala hirviente del Capitolio. Al t¨¦rmino de la fat¨ªdica sesi¨®n, las expresiones de angustia y desmoralizaci¨®n se hicieron evidentes entre los miembros del Partido Dem¨®crata de Clinton. Mientras que los representantes republicanos, despu¨¦s de unos minutos de forzada moderaci¨®n, no pudieron resistir explotar de la euforia arrolladora y la satisfacci¨®n que les produjo este ajuste de cuentas ansiado con pasi¨®n durante a?os. Muy pocos en este pa¨ªs dudan de que un veneno inconfundible ha impregnado todo este proceso. Ha sido un proceso destructivo que para muchos observadores no tiene nada que ver con la inviolabilidad de la Constituci¨®n ni con la honestidad de los pol¨ªticos. Desde el instante en que Bill Clinton fue elegido presidente, el sector m¨¢s conservador y puritano del Partido Republicano ha buscado con ardor de cruzada terminar con "este psic¨®pata incorregible". La verdad es que muchos de los congresistas que citaron el perjurio como motivo de su voto de castigo odian rabiosamente a este presidente. El procesamiento de Bill Clinton ha sido personal: ha sido un acto de venganza. Las derrotas de George Bush en 1992 y Bob Dole en 1996 y el triunfo de Clinton reflejaron un cambio importante en esta naci¨®n: la evoluci¨®n de una mentalidad saturada de dogmas simples y absolutos a otra m¨¢s equ¨ªvoca de moralidad ambigua. Dos d¨¦cadas m¨¢s joven que sus contrincantes republicanos, Bill Clinton naci¨® en el seno de una familia modesta y poco convencional -tres meses antes de nacer muri¨® su padre, su padrastro era alcoh¨®lico y su hermano tuvo problemas con las drogas-. Eludi¨® el servicio militar, se manifest¨® de pelo largo en contra de la guerra de Vietnam, fum¨® marihuana y se cas¨® con una abogada feminista. Clinton simboliza la crisis de identidad de la Am¨¦rica vulnerable que surgi¨® del fracaso humillante de Indochina. Refleja una generaci¨®n iconoclasta y dubitativa de lo que est¨¢ bien y de lo que est¨¢ mal. Forma parte de una sociedad que, al caer el comunismo, el imperio del mal, descubri¨® que el enemigo no estaba fuera sino que lo ten¨ªa dentro de casa. La tragedia es que para los colectivos de ultraderecha Clinton se ha convertido en ese enemigo interno. Entre los pecados imperdonables del presidente quiz¨¢ el m¨¢s grave sea su defensa incondicional de la despenalizaci¨®n del aborto. Un tema cuyo debate rezuma apasionamiento, subjetividad, polarizaci¨®n y agresividad. De hecho, los partidarios y los detractores del derecho de la mujer a interrumpir un embarazo indeseado parecen vivir en mundos distintos. No utilizan ni las mismas premisas ni el mismo lenguaje y est¨¢n fervientemente convencidos de que sus opiniones son las ¨²nicas v¨¢lidas, ¨¦ticas y l¨®gicas. Otro agravio infame fue su decisi¨®n de anular el reglamento que proh¨ªbe la entrada de homosexuales en el Ej¨¦rcito nada m¨¢s llegar a la Casa Blanca. Su enfrentamiento con los sectores religiosos y militares republicanos que pensaban que aceptar a homosexuales en el Ej¨¦rcito pondr¨ªa en riesgo la seguridad de la naci¨®n alcanz¨® alarmantes niveles de fanatismo y de ensa?amiento. Hillary Rodham, su mujer, es una espina insoportable en el coraz¨®n de muchos conservadores de este pueblo. Su rechazo es visceral, casi instintivo. Hillary rompe la barrera entre la mujer profesional libre y la mujer madre casera. Combina el atractivo cautivador y la firmeza de acero que se asocia con el l¨ªder poderoso. Aunque no emplea un discurso feminista duro, tampoco elude dar la imagen de mujer fuerte, inteligente, persuasiva y liberal. Es dif¨ªcil explicar las victorias electorales de Clinton -y, por supuesto, el apoyo popular que ha recibido durante estos meses de acoso y de sordidez- sin incluir en el argumento el amparo y la lealtad de su compa?era. Numerosos republicanos comparten la opini¨®n de que los turbulentos a?os sesenta, que protagonizaron de estudiantes rebeldes Bill y Hillary, constituyen el periodo m¨¢s decadente y pernicioso en la historia moderna del pa¨ªs y su influencia nociva todav¨ªa perdura. Apuntan convencidos que el car¨¢cter mentiroso recalcitrante y sin remordimiento de Clinton es incompatible con la dignidad de la presidencia y con el honor de la naci¨®n. Es evidente que muchos conservadores han satanizado al presidente. Para estos moralistas, el presidente se ha convertido en un ente corruptor, sin esperanza de reconciliaci¨®n, de exorcismo o de redenci¨®n. Seg¨²n ellos, los padres de la Constituci¨®n concibieron el proceso de destituci¨®n del presidente precisamente para quitar de en medio a seres malignos como ¨¦l. La saga clintoniana tambi¨¦n ha puesto de relieve c¨®mo esta sociedad se deja fascinar por hombres y mujeres importantes que se ven embrollados en odiseas de infidelidad matrimonial. Los medios de informaci¨®n lo saben muy bien. Por eso devoran con avidez estos devaneos clandestinos y los difunden sin reparos. La colisi¨®n entre la esfera privada y la p¨²blica de los protagonistas sirve para iluminar las contradicciones en sus vidas. Y si adem¨¢s hay trauma o culpa que los impulsen a revelar p¨²blicamente sus memorias m¨¢s personales e inconfesables, mucho mejor. La transparencia brutal que no respeta secretos cautiva y vende. En Estados Unidos el adulterio es un pecado social. La inmensa mayor¨ªa de las personas desaprueba la traici¨®n conyugal. Sin embargo, a la hora de ajusticiar a los infieles del amor, son muy pocos los que est¨¢n dispuestos a arrojar la primera piedra. Y bastantes menos los votantes que castigan a sus pol¨ªticos por conducta privada deshonesta. Quiz¨¢ una explicaci¨®n sea el que el 21% de los hombres y el 11% de las mujeres dicen haber compartido a hurtadillas su vigor sexual con un tercero en alg¨²n momento de su vida matrimonial. De todas maneras, estos datos son poco fiables porque la ley del silencio oculta la verdad de los amores prohibidos. Casi todos los ciudadanos comprenden que Bill Clinton minti¨® para protegerse de la humillaci¨®n, de la verg¨¹enza y del tormento. Es dif¨ªcil recordar otro episodio en la historia de la naci¨®n en que el Congreso haya desafiado tan dr¨¢sticamente el sentimiento del pueblo. La mayor¨ªa de los ciudadanos no comparten ni comprenden el rencor que los republicanos sienten por este presidente. Temen que si la rabia, la inquina y el revanchismo son los ingredientes de este procesamiento, lo sucedido podr¨¢ repetirse en el futuro. Y la pr¨®xima vez puede que sea por razones abiertamente ideol¨®gicas. ?Llegar¨¢ el d¨ªa, se preguntan, en que los que est¨¢n a un lado del debate sobre la tolerancia hacia el aborto, la homosexualidad o la liberaci¨®n de la mujer decidan perseguir a un presidente que se les oponga? Por eso intuyen que lo mejor que puede hacer Bill Clinton por su pa¨ªs es quedarse en la Casa Blanca y ganar la batalla en el Senado. Piensan que aunque ¨¦l, como persona, no valga tanto la pena, la pelea final s¨ª la vale.
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