H¨¦roes, fantasmas y payasos
V¨ªctima inocente de los tiquismiquis y los ringorrangos caracter¨ªsticos de la prosopopeya militar, siempre fiel a sus protocolos, escalafones y jerarqu¨ªas, el teniente Jacinto Ruiz, ¨ªnclito h¨¦roe del 2 de mayo, fue desplazado, apeado del pedestal que hoy comparten, muy a su pesar y con ciertas estrecheces, sus colegas y superiores jer¨¢rquicos Daoiz y Velarde, unidos para siempre y vestidos de romanos en la turbulenta plaza del Dos de Mayo. El teniente Ruiz tuvo m¨¢s suerte, un pedestal para ¨¦l solo en una plaza de m¨¢s alcurnia y una gallarda estatua de Mariano Benlliure que le representa arengando a sus tropas, congelado su arrebatado gesto en un audaz escorzo que rompe con el cl¨¢sico hieratismo de la estatuaria monumental y sus t¨®picos.El teniente Ruiz tiene a su cargo la plaza del Rey, un enclave estrat¨¦gico e hist¨®rico situado en el barrio del Barquillo, antiguo basti¨®n de los chisperos, primigenia y belicosa tribu urbana, enemistada a muerte, para no perder la ib¨¦rica costumbre, con sus vecinos los majos de Maravillas, hoy Malasa?a, sus eternos rivales en una contumaz guerra de bandas muy anterior a West Side story y bastante m¨¢s violenta.
Los chisperos del Barquillo deben su fogosa denominaci¨®n de origen a las numerosas fraguas y herrer¨ªas que se instalaron en la periferia de la villa cuando ¨¦sta empez¨® a ser corte y capital. Seg¨²n cronistas de reconocida probidad y solvencia, la Casa de las Siete Chimeneas, el m¨¢s antiguo, noble y emblem¨¢tico edificio de la plaza y del barrio, fue edificado en 1577 para proporcionar discreto cobijo a una amante de FelipeII, rey prudente tanto en los asuntos de Estado como de alcoba y gran pecador como buen cristiano. Los historiadores, que procuran mantenerse al margen de los chismorreos de los cronistas y s¨®lo ven documentos, atestiguan que el primer propietario de la casa fue don Juan de Ledesma, secretario de Antonio P¨¦rez, que a su vez lo era de Su Majestad. Los cronistas, con menos responsabilidades y menos escr¨²pulos que los historiadores, tendemos a rellenar los huecos de la Historia, con may¨²scula, aventurando hip¨®tesis y atando cabos por nuestra cuenta y riesgo. Desde tan laxa perspectiva y tras echar un vistazo a la folletinesca trayectoria de Antonio P¨¦rez y sus enjuagues, este cronista se arriesga a suponer que el tal Ledesma accedi¨® al secretariado del secretariado real en su honor¨ªfica condici¨®n de marido cornudo, alcahuete o tapadera de los devaneos del cristian¨ªsimo monarca.
Si no es as¨ª, tendr¨ªamos que admitir que don Juan de Ledesma era una persona de exquisito gusto, buenas conexiones y enorme fortuna, porque en la construcci¨®n del palacio de las Siete Chimeneas trabajaron los arquitectos m¨¢s renombrados de la ¨¦poca, los maestros Juan Bautista de Toledo y Juan de Herrera, que tal vez aprovechaban los ratos libres que les dejaba la magna obra de El Escorial para hacer algunos trabajos de encargo.
Este enigm¨¢tico y elegante superviviente del Madrid que estrenaba capitalidad ha sufrido innumerables restauraciones y ha sido albergue privilegiado de gentilhombres cortesanos, embajadores y ministros, sede de entidades bancarias, organismos oficiales y, durante un tiempo, almac¨¦n de art¨ªculos de droguer¨ªa y perfumer¨ªa hasta quedar bajo los auspicios del frontero Ministerio de Cultura, que ocupa el edificio m¨¢s desangelado y anacr¨®nico, por moderno, de una plaza crucial, encrucijada y escenario de relevantes sucesos de la historia madrile?a.
El marqu¨¦s de Esquilache, ministro posmoderno de CarlosIII, afront¨® desde un balc¨®n de la Casa de las Siete Chimeneas, que era su residencia, el asedio de las turbas castizas y d¨¦mod¨¦s que, a su pretensi¨®n de recortar capas y sombreros, respondieron de mala manera sugiriendo que por qu¨¦ no se cortaba ¨¦l otras cosas y les dejaba en paz. No fue el ¨²ltimo mot¨ªn a las puertas de esta mansi¨®n, que a?os despu¨¦s, convertida en sede del Banco de Castilla, ser¨ªa de nuevo cercada y apedreada de nuevo por las turbas, en este caso engrosadas por furiosos acreedores.
El palacio tiene su historia, pero tambi¨¦n su leyenda. Sobre sus famosos tejados, entre sus c¨¦lebres chimeneas, se desliza de cuando en cuando la ingr¨¢vida silueta de uno de los escasos fantasmas catalogados y homologados en esta ciudad descre¨ªda, una dama blanca que porta una antorcha, el ectoplasma inquieto de una de las primeras inquilinas del edificio, tal vez la amante ad¨²ltera de aquel rey enlutado y sigiloso.
La historia del fantasma la recogen numerosos cronistas madrile?os, sin que ninguno declare haberlo visto. Es probable que se haya ido, tal vez cay¨® v¨ªctima de la regulaci¨®n de empleo de la entidad bancaria que ocup¨® el edificio, a lo mejor la desahuciaron, o no pudo soportar que la reciclaran como vigilante nocturna del almac¨¦n de droguer¨ªa. En caso de que hubiese sobrevivido a tanta humillaci¨®n y menoscabo, seguramente habr¨ªa terminado tomando el portante ante la espectral competencia de los fantasmas de la Cultura P¨²blica que se instalaron sobre las ruinas de otro edificio hist¨®rico y entra?able, el del teatro-circo Price, construido a su vez sobre los restos chamuscados del teatro-circo que el marqu¨¦s de Salamanca convirti¨® durante un tiempo en el primer escenario de Madrid. El Price, que tom¨® su nombre del apellido del nuevo empresario, marc¨® una ¨¦poca y un estilo de diversi¨®n en la gris y pacata posguerra, las funciones circenses constitu¨ªan la ¨²nica oportunidad de ver se?oritas ligeras de ropa, aunque fuera en un trapecio y a larga distancia. Foro de festivales ben¨¦ficos, veladas deportivas y espect¨¢culos de variedades, el Price, en su agon¨ªa, cobij¨® a comienzos de los a?os sesenta los primeros conciertos de rock aut¨®ctono y sus primeros esc¨¢ndalos.
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