Recuerdo a Mallea
Leo en La Naci¨®n de Buenos Aires un dilatado y agradable art¨ªculo de Mar¨ªa Elena Walsh donde evoca la vida literaria de aquella ciudad en la d¨¦cada de los cuarenta, hasta el momento en que la incipiente escritora decidi¨® abandonar el R¨ªo de la Plata para emigrar a Europa, un tiempo y lugar cuyo ambiente tambi¨¦n yo he convivido. Al cabo de medio siglo, me ha complacido ahora esta oportunidad de repasar algunas im¨¢genes y casos de aquel entonces vistas por la articulista desde su prespectiva juvenil, entusiasta, un poco encandilada y un poco desenga?ada a la misma vez. Rese?a ella la visita que, con un ¨¦xito incre¨ªble, hizo para aquellas fechas Juan Ram¨®n Jim¨¦nez a la capital argentina: aclamado el poeta por la inmensa minor¨ªa, la afluencia popular fue tanta como para colapsar el tr¨¢fico en las calles del centro urbano. En ocasi¨®n tal pude observar yo con curiosidad la indisimulable complacencia que con el aplauso multitudinario mostraba el displicente Cansado de su Nombre. Otros nombres y otras circunstancias depiertan en mi ¨¢nimo recuerdos te?idos de sentimiento. Veo en las p¨¢ginas del diario porte?o un pobre retrato de Eduardo Mallea, mi amigo muy querido, y acude a mi mente, no s¨¦ por qu¨¦, el recuerdo de un cuento suyo que en su d¨ªa me impresion¨® hondamente. Creo que se titulaba Tenemos que ver los Rembrandts, y siento el deseo de volver a leerlo, pero no encuentro en mis estantes el libro donde se incluye. Me dedicaba ¨¦l puntualmente cada uno de sus libros, pero es el caso que, en mi vida, tan azarosa y viajada, he ido dejando ac¨¢ y all¨¢ y en ninguna parte los jirones de lo que debiera haber sido la biblioteca decente de un escritor, y ahora qui¨¦n sabe d¨®nde andar¨¢ ese libro de Mallea. En mi deseo de volver sobre su texto acudo a la infalible biblioteca de Rafael Conte, quien, como antes en m¨¢s de una ocasi¨®n, me socorre generosamente. El cuento, veo, se titula, simplemente, Los Rembrandts, pero comienza con estas palabras de su protagonista: "Tengo que ver los Rembrandts -me dije al bajar del tren, como quien, al plantearse una obligaci¨®n, se promete una delicia-. Lo primero que debo hacer es ver los Rembrandts".El protagonista del cuento es un joven periodista enviado por sus jefes a Amsterdam para que, en compa?¨ªa de un colega, informe sobre los Juegos de la Olimpiada de 1928. De lo que ha expresado al comienzo de su relato se desprende que ese periodista es hombre de cierta cultura interesado quiz¨¢ m¨¢s por el arte de la pintura que por los deportes acerca de los que tiene por misi¨®n dar puntual reportaje al diario que lo ha enviado. Esas palabras suyas iniciales establecen un tema de no corto alcance: el de la obligaci¨®n placentera autoimpuesta frente al deber profesional, bien sea impuesto forzosamente desde fuera o bien asumido con la mejor voluntad. A lo largo de las p¨¢ginas de su cuento nos pasea Mallea por distintos parajes, nos hace acompa?ar a su h¨¦roe en las tareas urgentes de su reportaje, y tambi¨¦n en alguna aventura muy del gusto de ese autor: hasta que por fin, concluidos los Juegos de la Olimpiada, ha llegado el momento en que los dos colegas son llamados perentoriamente a regresar a su pa¨ªs. As¨ª, nuestro joven periodista debe emprender el largo viaje transatl¨¢ntico y volver a la Argentina sin haber podido cumplir su noble deseo de ver aquellas obras de arte que sin duda conocer¨ªa a trav¨¦s de reproducciones en rotograbado, carentes de la suma perfecci¨®n -pi¨¦nsese que estamos en el a?o 1928- alcanzada por la refinada t¨¦cnica de hoy.
En definitiva, el cuento consiste, pues, en la historia de una frustraci¨®n. Se trata, por supuesto, de experiencia humana bastante frecuente. Cu¨¢ntas veces en la vida no nos prometemos placeres que las circunstancias pr¨¢cticas nos impiden llegar a disfrutar; cu¨¢ntos buenos prop¨®sitos no sucumben a la pereza, al olvido, a la s¨²bita interferencia de requerimientos pr¨¢cticos que nos parecen ineludibles; en cu¨¢ntas ocasiones la lluvia, un dolor de cabeza o de muelas, o la simple desidia, o la desaz¨®n que en el ¨²ltimo instante nos ha dejado un incidente est¨²pido, no nos han privado de asistir a un concierto o a una representaci¨®n teatral en cuya expectativa nos hab¨ªamos estado recreando con anticipaci¨®n. Alguna vez he contado yo que, estando en la India, me qued¨¦ sin ver cierto espect¨¢culo de danzas porque un rayo quem¨® el local en la misma ma?ana del d¨ªa anunciado. Y a?os atr¨¢s quise compensar otra frustraci¨®n m¨ªa casi rid¨ªcula d¨¢ndole forma literaria: apenas entrevisto una primera vez el famoso Triunfo de la muerte en el Palazzo Abbatellis de Palermo, cuando en un posterior viaje a Italia me afanaba por contemplar esta vez a mi gusto la famosa pintura, encontr¨¦ que hab¨ªan retirado su mitad izquierda para restaurarla (quiz¨¢ luego har¨ªan lo mismo con la otra mitad), y as¨ª, ya s¨®lo me qued¨® el triste consuelo de ilustrar con su fotograf¨ªa la cubierta de un libro m¨ªo, El tiempo y yo, o El mundo a la espalda.
En suma: el protagonista del cuento de Mallea debi¨® abandonar Amsterdam sin haber visto los Rembrandts. El personaje ha dejado de existir una vez concluida la lectura del texto que lo creaba, pero pervive en la imaginaci¨®n de este lector, y posiblemente en la de muchos otros. Y este lector quiere verle apesadumbrado ahora, en su casa, por haber tenido que surcar de nuevo el oc¨¦ano sin cumplir su noble prop¨®sito de recrearse con la contemplaci¨®n de los Rembrandts. Piensa este lector que si, aprovechando alg¨²n minuto libre, el joven periodista hubiese escapado de sus tareas profesionales para correr al museo y pararse ante los cuadros cuyas reproducciones en una revista de Buenos Aires le hab¨ªan llamado tiempo atr¨¢s la atenci¨®n y estimulado el deseo de ver los originales, acaso su frustraci¨®n no hubiese sido menos, como rid¨ªcula fue la sufrida por m¨ª en el Palazzo Abbattelis de Palermo ante la mitad izquierda del Triunfo de la muerte. La contemplaci¨®n de obras de arte requiere serenidad de ¨¢nimo, sosiego, alejamiento y abstracci¨®n de la realidad cotidiana; no puede cumplirse a satisfacci¨®n mientras se echan furtivas miradas al reloj con vistas a la tarea que nos aguarda dentro de un rato.
Quiere esto decir que, en verdad, los quehaceres necesarios prevalecen sobre los placeres del esp¨ªritu, consistan ¨¦stos bien sea en la creaci¨®n cultural o bien en el disfrute de la obra ajena, recre¨¢ndola en una respuesta activa. Las actividades del esp¨ªritu son -duro es reconocerlo- actividades ociosas, par¨¢sitas, del forzoso trajinar de la muchedumbre que mantiene en marcha el aparato de la sociedad.
Ahora bien, cuando ¨¦sta, la sociedad, ha alcanzado extremos de desarrollo como la nuestra actual, la cultura instituida
-museos, como el de Amsterdam (o los varios m¨¢s que el personaje de Mallea hubiera podido visitar, de haber tenido tiempo para ello, en Holanda mismo o en cualquier otra parte), teatros, salas de concierto, espect¨¢culos de todas clases- se ha puesto al alcance de la gran multitud democr¨¢tica, y -parad¨®jicamente- se ha convertido para ella en una suerte de obligaci¨®n universal, bien integrada en el orden de nuestra sociedad de consumo. Todo bicho viviente debe, en efecto, consumir su correspondiente raci¨®n de cultura. Y as¨ª como el joven periodista porte?o del cuento de Mallea, movido por un est¨ªmulo de su educaci¨®n cultural, ten¨ªa que ver los rembrandts, las actuales caravanas de turistas, movidas por la eficaz propaganda de sus agencias, tienen que ver en Par¨ªs la Gioconda; en Pisa, la Torre inclinada, y en Bilbao, el Museo Guggenheim.
En estas melanc¨®licas postrimer¨ªas, la evocaci¨®n de mi estancia en Buenos Aires durante la d¨¦cada de los cuarenta inducida por un art¨ªculo de Mar¨ªa Elena Walsh, el recuerdo de mi amigo Eduardo Mallea y de aquel cuento suyo que, entre los muchos y excelentes escritos por ¨¦l, se me hab¨ªa quedado con particular arraigo en la memoria, y mi propensi¨®n a discurrir ociosamente sobre temas de literatura, me han tra¨ªdo a anotar estas reflexiones que quiz¨¢ no resulten importunas.
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