Las estatuas de sal
El episodio del general Pinochet en Londres ha provocado un remez¨®n de la memoria y a la vez una fijaci¨®n y una vuelta de im¨¢genes que parec¨ªan enterradas. La fotograf¨ªa del general de anteojos oscuros, rodeado por sus ayudantes, pocas horas despu¨¦s del golpe de Estado, ha recorrido de nuevo el mundo. En el momento en que aquella fotograf¨ªa sali¨® a la luz, la leyenda negra empez¨® a formarse. No podemos negar que el general y sus ayudantes contribuyeron a formularla y a darle colores cada d¨ªa m¨¢s oscuros. Con entusiasmo, con sa?a, con la m¨¢s profunda inconsciencia. Nadie puede recordar sin un escalofr¨ªo los detalles macabros de la muerte de Carmelo Soria, del general Prats y su esposa, de los profesores degollados. El problema del proceso de Londres existe, con su enorme complejidad y con sus consecuencias desgraciadas para nosotros, porque la conciencia internacional se vio bombardeada por datos, testimonios, im¨¢genes terribles, muy dif¨ªciles de tolerar. Me pregunto ahora si nadie se dio cuenta de eso, de las consecuencias inevitables que eso iba a tener, en el sector militar o civil del pinochetismo. Y me pregunto en qu¨¦ mundo se viv¨ªa, en qu¨¦ delirio, en qu¨¦ irrealidad. Ahora, por obra de un complicado encadenamiento de circunstancias, estamos obligados a mirar para atr¨¢s, a hurgar en nuestro pasado reciente, aunque no nos guste. Otros pa¨ªses, como Espa?a, sin ir m¨¢s lejos, nuestra implacable acusadora, tuvieron m¨¢s suerte en esta materia y en este siglo. A nosotros, en cambio, se nos impuso la condena de ser estatuas de sal, como en la historia b¨ªblica. Tenemos que mirar para atr¨¢s en forma fija, sin licencia para pasear la vista por los lados, por espacios m¨¢s amenos. El se?or Robin Harris, asesor, seg¨²n se dice, de Margaret Thatcher, presenta en Londres un peque?o libro titulado A tale of two Chileans: Pinochet and Allende, parodia de un c¨¦lebre t¨ªtulo de Charles Dickens, A tale of two cities (Una historia de dos ciudades). Robin Harris no es Robin Hood, desde luego, y est¨¢ muy lejos de ser Charles Dickens, pero el Pinochet de las gafas negras, con su dureza, con su rabia, y el otro, el del retrato entre cazurro y reblandecido de la casa de Virginia Water, podr¨ªan ser personajes dickensianos. Pertenecen al pasado, y el pasado suele ser negro. Ahora bien, la intenci¨®n del libro del se?or Harris es mostrarle al p¨²blico ingl¨¦s que Allende tuvo una responsabilidad pol¨ªtica grave en los sucesos que condujeron al 11 de septiembre chileno y al r¨¦gimen militar. No hay duda de que la tuvo, y de que tambi¨¦n la tuvieron muchos otros, a la izquierda y a la derecha del espectro pol¨ªtico, desde el interior y desde fuera del pa¨ªs, pero ocurre que las responsabilidades pol¨ªticas de un lado no eximen de las responsabilidades penales del otro. El punto del se?or Harris s¨®lo tiene una validez parcial. Se pod¨ªa "salvar" a Chile del comunismo, del caos econ¨®mico, de lo que sea, con procedimientos mucho m¨¢s dignos, menos b¨¢rbaros.
Por otro lado, un juez est¨¢ obligado a conocer con ecuanimidad, con equilibrio, con esp¨ªritu investigador, con paciencia, las circunstancias que rodearon los hechos delictivos: las agravantes, pero tambi¨¦n las atenuantes y hasta las eximentes. Pues bien, nunca en mi vida he visto a un juez tan apasionado, tan lleno de sa?a, tan perseguidor de su presa, como el se?or Garz¨®n. Me da la impresi¨®n de que a Pinochet, antes de haber comenzado el proceso, ya lo tiene archicondenado y rematado. ?Podr¨¢ comprender alguna vez las desgraciadas circunstancias, los matices, los disparates de todo orden, que condujeron a la destrucci¨®n de la vieja democracia chilena? Me permito afirmar que tengo serias dudas a este respecto.
En estos d¨ªas Enrique Lafourcade, uno de los autores m¨¢s prol¨ªficos y mejor dotados de mi generaci¨®n, acaba de editar de nuevo su Salvador Allende, una especie de novela ensayo que apareci¨® en Barcelona en las semanas que siguieron al 11 de septiembre del a?o 73. Cuando le¨ª el texto por primera vez, me pareci¨® un tanto desagradable, crudo, de mal gusto. Lo curioso es que otros escritores chilenos de talento escribieron textos parecidos en aquellos d¨ªas, pero como nunca fueron publicados, prefiero no entrar en detalles. Releo la novela de Lafourcade, un mon¨®logo interior de Allende en sus horas finales, y me parece m¨¢s interesante y reveladora que en mi primera lectura. La obra recrea en forma notable la atm¨®sfera cercana a Salvador Allende, la de sus amigos m¨¢s pr¨®ximos, la de las palabras y los h¨¢bitos de aquella peque?a tribu. La conocimos algo, de un modo m¨¢s bien indirecto, en el pasado, pero ahora resulta sorprendente volver a esos climas intelectuales. Hab¨ªa escasa autocr¨ªtica, poco estudio de los asuntos, una visi¨®n que podr¨ªamos llamar "noct¨¢mbula" de las cosas, un franco analfabetismo en materias econ¨®micas, adem¨¢s de algo que se podr¨ªa describir como mezcla de voluntarismo y de machismo ambiental. Los periodistas espa?oles suelen decir que fui diplom¨¢tico de Allende, cosa que siempre trat¨¦ de rectificar. Fui diplom¨¢tico de carrera desde 1957 y hab¨ªa sido allendista en mi juventud. En las elecciones de 1970 me abstuve cuidadosamente, a conciencia, con una intuici¨®n que los sucesos posteriores confirmaron, de apoyar la candidatura de Allende en ning¨²n sentido. Convers¨¦ sobre el asunto m¨¢s de una vez con Pablo Neruda. Neruda me dijo que ¨¦l, en su condici¨®n de militante comunista, no pod¨ªa dejar de votar por Allende, pero me lo dijo con muy pocas ganas, con una conciencia l¨²cida. Y m¨¢s tarde, dos semanas despu¨¦s de la elecci¨®n, me asegur¨®, con igual lucidez, que lo ve¨ªa "todo negro".
En su novela-mon¨®logo-ensayo, Lafourcade nos muestra que la anormalidad de la situaci¨®n pol¨ªtica, la profundidad de la crisis, ten¨ªan una r¨¦plica en el estado psicol¨®gico del Presidente. Son afirmaciones que me parecieron escandalosas y propagand¨ªsticas en mi lectura de 1973, pero que ahora, a un cuarto de siglo de distancia, han pasado a formar parte de los detalles significativos de la historia. En los meses finales, seg¨²n testimonios variados recogidos en la novela de Lafourcade, Allende beb¨ªa whisky en exceso y tomaba dosis exageradas de somn¨ªferos. No tengo nada contra el whisky, como se sabe, pero ahora es leg¨ªtimo analizar su efecto, por secundario que sea, en el desarrollo de una crisis hist¨®rica. En aquellos mismos meses, en momentos de confusi¨®n extraordinaria, Allende le hizo una declaraci¨®n terriblemente reveladora a don Clotario Blest, que era un anciano ap¨®stol del sindicalismo chileno. "Aqu¨ª, don Clotario", le confes¨®, "yo no soy presidente ni soy nada. Porque si ordeno algo, no se hace, y si lo proh¨ªbo, se hace". ?Justifica todo esto el crimen, el atropello flagrante a los derechos humanos? Por supuesto que no. Habr¨ªa sido necesario ensayar a fondo otra manera de resolver la crisis. La dictadura, seguramente por miedo, por inseguridad, porque hab¨ªa focos de guerrilla en toda Am¨¦rica Latina, sigui¨® el camino m¨¢s f¨¢cil. Si no fui allendista en el a?o 70, tampoco fui pinochetista en el a?o 73, y tambi¨¦n a plena conciencia. Eso caus¨® mi expulsi¨®n inmediata de la diplomacia, a pesar de que era miembro de pleno derecho de la carrera desde hac¨ªa diecisiete a?os. Los errores del allendismo, en buenas cuentas, que llegaron a crear un vertiginoso vac¨ªo de poder, no justifican en absoluto los atropellos a los derechos humanos que siguieron. Pero explican, eso s¨ª, la dificultad de juzgarlos desde fuera, sin un verdadero conocimiento de las circunstancias internas. Comprendo, por otro lado, que la extraterritorialidad penal es un concepto que se abre camino y que tiene una raz¨®n de ser evidente. La conciencia de este final de siglo no admite la impunidad de los dictadores y sus secuaces. Pero los internacionalistas de nuevo cu?o deber¨ªan emprender una reflexi¨®n seria, decisiva. ?Van a juzgar solamente a Pinochet, en un acto de justicia selectiva, o van a proceder contra todos los culpables de atropellos a los derechos humanos que todav¨ªa sobreviven: los de Cuba y China, los del Ulster y Espa?a, los de Grecia, Brasil y Europa del Este? Por ejemplo, ?c¨®mo va a recibir en su pr¨®xima visita oficial a Francia el presidente Chirac a Laurent Desir¨¦ Kabila, cuando lleguemos a la conclusi¨®n de que sus cr¨ªmenes no son actos de Estado y no est¨¢n protegidos por la inmunidad soberana? ?Va a mandarlo directamente del aeropuerto Charles de Gaulle a la c¨¢rcel? Si la justicia es pareja, para todas las personas y todos los pa¨ªses, estoy enteramente de acuerdo. Ser¨ªa el verdadero comienzo de una nueva ¨¦poca. Pero si es unilateral, parcial, selectiva, y por lo tanto, en el fondo, injusta, nosotros, los condenados a la condici¨®n de estatuas de sal, a mirar siempre un pasado negro, violento, sin derecho a doblar la p¨¢gina, vamos a convertirnos en estatuas activas, exigentes, extremadamente inc¨®modas.
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