Chile: un pa¨ªs, dos lenguajes
Una tarde, a fines de octubre de 1973, el general de brigada Washington Carrasco Fern¨¢ndez visit¨® las salas de tortura del regimiento Tucapel, en Temuco. Yo era uno de los cinco hombres que colg¨¢bamos atados por las mu?ecas, como reses, a los que el general inspeccion¨® con ojo cr¨ªtico. Vest¨ªa uniforme de campa?a y una pistola de reglamento colgaba de su cintura. De pronto, avanz¨® hacia nosotros y a cada uno propin¨® un leve empuj¨®n que nos hizo oscilar como p¨¦ndulos. Enseguida consult¨® si necesit¨¢bamos algo. Uno de los colgados -juro que fue un regidor por Carahue que coincidencialmente tambi¨¦n se apellidaba Sep¨²lveda- le respondi¨®: ?podr¨ªa acercarnos el suelo a los pies?Cuando, en 1982, el general Washington Carrasco Fern¨¢ndez fue nombrado ministro de Defensa de la dictadura, reconoci¨® que, tal vez, posiblemente, aunque no se ha probado, durante los primeros meses posteriores al golpe de Estado se podr¨ªan haber cometido algunos excesos.
O sea, que esos cinco colgados, de los que sobrevivimos tres, no fuimos jam¨¢s v¨ªctimas de torturas detalladamente planificadas y conocidas al dedillo por cada uno de los mandos militares, sino protagonistas perdedores de alg¨²n exceso de celo militar, aunque no probado.
El escritor Jorge Edwards, en un art¨ªculo titulado Las estatuas de sal, hace gala de ese otro lenguaje que emporca desde hace demasiados a?os el discurso chileno. Seg¨²n Edwards, "el episodio del general Pinochet en Londres ha provocado un remez¨®n de la memoria y a la vez una fijaci¨®n y una vuelta de im¨¢genes que parec¨ªan enterradas". Pero ?qui¨¦nes han sentido remecidas sus memorias y qui¨¦nes hab¨ªan enterrado las im¨¢genes? Como escritor, s¨¦ que la m¨¢s innoble de las trampas es colectivizar con trucos de estilo una visi¨®n intencionada de las cosas, porque ello nos conduce a establecer otro axioma inmoral del tenor del que reza "el que paga manda" y que se leer¨ªa "el que escribe manda". Las v¨ªctimas de la dictadura no han olvidado ni tampoco han enterrado las im¨¢genes del horror desatado a partir del 11 de septiembre de 1973. Y es m¨¢s: hay en Chile muchos j¨®venes que no han olvidado que, durante diecis¨¦is a?os de dictadura y casi diez de democracia vigilada, les han escatimado el derecho a una memoria hist¨®rica. Ellos constituyen -m¨¢s que la justicia espa?ola o el demonizado juez Garz¨®n- la parte acusadora en un posible juicio contra Pinochet que deber¨¢ ampliarse a todos los responsables del horror y del terror. Edwards rasga vestiduras al decir (y cito p¨¢rrafos enteros porque s¨®lo los malintencionados citan frases omitiendo el contexto): "El problema del proceso de Londres existe, con su enorme complejidad y con sus consecuencias desgraciadas para nosotros, porque la conciencia internacional se vio bombardeada por datos, testimonios, im¨¢genes terribles, muy dif¨ªciles de tolerar. Me pregunto ahora si nadie se dio cuenta de eso, de las consecuencias inevitables que eso iba a tener, en el sector militar o civil del pinochetismo. Y me pregunto en qu¨¦ mundo se viv¨ªa, en qu¨¦ delirio, en qu¨¦ irrealidad. Ahora, por obra de un complicado encadenamiento de circunstancias, estamos obligados a mirar hacia atr¨¢s, a hurgar en nuestro pasado reciente, aunque no nos guste".
Nada pod¨ªa ayudar tanto a que la sociedad chilena recupere su talante democr¨¢tico como el problema de Londres. Y s¨®lo un juicio al tirano y a sus c¨®mplices demostrar¨¢ a los chilenos que la democracia no es ¨²nicamente un estado circunstancial, un espacio cedido por los detentores del poder, un vac¨ªo de impunidad, sino un valor que se fundamenta en el coraje civil, c¨ªvico, civilizado.
Y para entender la preocupaci¨®n de Edwards por los efectos que el problema de Londres pod¨ªa tener entre los civiles y militares pinochetistas, es preciso saber que no solamente hay dos lenguajes en Chile, sino que tambi¨¦n hay dos pa¨ªses: uno, el de los vencedores, que o se beneficiaron de un pa¨ªs con todos sus derechos laborales y sociales conculcados, un pa¨ªs en donde bastaba la sospecha y el soplonaje para exonerar, encarcelar, asesinar, exiliar, o se conformaron con migajas a cambio de cacarear eufemismos tales como r¨¦gimen militar, excesos, autoritarismo y, en el m¨¢s lamentable de los casos, en hacer de profetas que vislumbraron el quiebre institucional durante el Gobierno de Allende. El otro Chile es el de los perdedores, el que fue tema de insignes escritores como Baldomero Lillo, Nic¨®medes Guzm¨¢n o Manuel Rojas, el Chile de los que se atrevieron a so?ar su peque?a revoluci¨®n, lo pagaron car¨ªsimo, pero cuyos sobrevivientes contin¨²an so?ando con una justicia libre de eufemismos, con el derecho de llamarle pan al pan y al vino vino. No existe ser m¨¢s deleznable que aquel capaz de se?alar que nunca estuvo ni con los vencedores ni con los vencidos, y que insiste en repetirlo en su ¨²nica tribuna posible, es decir, como buf¨®n en el banquete de los vencedores. A esta clase de sujetos pertenece Enrique Lafourcade, a decir de Edwards, "uno de los autores m¨¢s prol¨ªficos y mejor dotados de mi generaci¨®n". A fines de 1973, public¨® una sarta de infamias titulada Salvador Allende, un h¨ªbrido que, mezclando varios g¨¦neros, intenta "explicar" qui¨¦n fue Salvador Allende y qu¨¦ fue el Gobierno de la Unidad Popular. El autor, que jam¨¢s estuvo ni con los vencedores ni con los vencidos, presenta al presidente m¨¢rtir como un ebrio consuetudinario que adem¨¢s se excede con los somn¨ªferos. Todo, para sostener que parte de la responsabilidad del quiebre institucional chileno se debi¨® a una patolog¨ªa ps¨ªquica de Allende. Lafourcade nunca estuvo cerca de Allende. El compa?ero presidente, su integridad pol¨ªtica y humana no precisan de ninguna defensa, pero yo, que s¨ª lo conoc¨ª porque me honro de haber participado en su escolta personal, los temibles, terribles, sanguinarios, antrop¨®fagos GAP, seg¨²n la histeria pinochetista y el autor de marras, me rebelo contra la basura que pretendi¨® ensuciar su nombre y su memoria.
Ten¨ªa otros defectos Allende y se los regalo a Lafourcade: le gustaban las mujeres, todas. Beb¨ªa Chivas de 12 a?os. Amaba el helado de coco del Copelia. Detestaba los poemas de Neruda y admiraba, por ejemplo, a Le¨®n Felipe. Sol¨ªa decir que el vino era tinto, y los dem¨¢s, imitaciones. Coleccionaba corbatas italianas. Era un goloso de la buena pasta, un estupendo jinete, y la
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