La erecci¨®n permanente
Desde que, muy ni?o, o¨ª describir al t¨ªo Lucho las magias y disfuerzos del Carnaval de R¨ªo, so?aba con verlo de cerca, y, en lo posible, de dentro, en carne y hueso. Lo he conseguido. Aunque 62 a?os de edad, frecuentes dispepsias y una hernia lumbar no sean las condiciones ¨®ptimas para disfrutar de ella, la experiencia es provechosa, y afirmo que si toda la humanidad la viviera, habr¨ªa menos guerras, prejuicios, racismo, fealdad y tristeza en el mundo, aunque, s¨ª, probablemente, m¨¢s hambre, disparidades, locura, y un incremento catacl¨ªsmico de la natalidad y el sida.?En qu¨¦ sentidos es provechosa la experiencia? En varios, empezando por el filol¨®gico. Nadie que no haya estado inmerso en la crepitaci¨®n del Samb¨®dromo durante los desfiles de las catorce Escolas de Samba (49.000 participantes, 65.000 espectadores), o en alguno de los 250 bailes populares organizados por la alcald¨ªa, y los centenares de bailes espont¨¢neos desparramados por las calles de la ciudad, puede sospechar siquiera el riqu¨ªsimo y multifac¨¦tico contenido de que all¨ª se cargan palabras sobre las que en otras partes se cierne una sospecha de vulgaridad, como tetas y culo, que, aqu¨ª, resultan las m¨¢s espl¨¦ndidas y generosas del idioma, cada una un vertiginoso universo de variantes en lo referente a curvas, sinuosidades, consistencias, proyecciones, tonalidades y granulaciones.
Cito estos dos ejemplos para no hablar en abstracto, pero podr¨ªa citar igualmente todos los dem¨¢s ¨®rganos y pedazos de la anatom¨ªa humana, que, en el Carnaval de R¨ªo, a condici¨®n de llevar encima una prenda pigmea (la famosa tanga bautizada hilo dental), se exhiben con un desenfado, alegr¨ªa y libertad que cre¨ªa desaparecidos desde que la moral cristiana reemplaz¨® a la pagana y pretendi¨® ocultar y prohibir el cuerpo humano, en nombre del pudor. Todos ellos, de los talones al cabello, del ombligo a las axilas, del codo a los hombros y a la nuca, se lucen en esta fiesta con una soberbia confianza y orgullo de s¨ª mismos, demostrando a los ignorantes -y recordando a los olvidadizos- que no hay rinc¨®n de la maravillosa arquitectura f¨ªsica del ser humano que no pueda ser bell¨ªsimo, fuente de excitaci¨®n y de placer, y que, por tanto, no merezca tanto cuidado, fervor y reverencia como los privilegiados por la tradici¨®n y la poes¨ªa rom¨¢ntica: ojos, cuellos, manos, cintura, etc¨¦tera. No es la menor de las maravillas del Carnaval de R¨ªo conseguir dotar, gracias al ritmo, el colorido y la efervescencia contagiosa de la fiesta en la que todos practican, en estado de trance, el exhibicionismo, de atractivo er¨®tico a comparsas tan aparentemente anodinas del juego amoroso como las u?as y la manzana de Ad¨¢n ("Esa menina tiene una linda calavera", o¨ª entusiasmarse a un viejo, en la playa de Flamengo). No es de extra?ar, por eso, que el enredo (el tema) de la Escola de Samba Caprichosos de Pilares fuera este a?o nada menos que el cirujano pl¨¢stico Ivo Pitanguy, cuyos bistur¨ªes y genio rejuvenecedor han derrotado a las escorias del tiempo en las caras y cuerpos de muchas bellezas (femeninas y masculinas) de este tiempo fr¨ªvolo. Cierra el desfile de la Escola, bailando en lo alto de una carroza como un adolescente, el propio Pitanguy, un setent¨®n inmortal cuya presencia y contorsiones enloquecen al p¨²blico.
El espect¨¢culo, en horas del amanecer, cuando la euforia, el baile, el gregarismo, las canciones, el calor, el frenes¨ª, alcanzan el punto omega de la combusti¨®n, revela lo que debieron ser, all¨¢ atr¨¢s en la historia, las grandes celebraciones paganas, las fiestas b¨¢quicas sobre todo, esos cultos dionis¨ªacos con sus libaciones desenfrenadas para sofocar el instinto de supervivencia y la raz¨®n, las copulaciones colectivas y sus sacrificios sangrientos. Aqu¨ª, la sangre no corre en el escenario mismo de la fiesta, pero la ronda, la acosa desde su periferia, y deja cad¨¢veres en sus orillas (setenta asesinados de bala en los cuatro d¨ªas de Carnavales, lo que prueba que R¨ªo es una ciudad pac¨ªfica: en S?o Paulo fueron 240).
?Qu¨¦ importa un muerto m¨¢s o un muerto menos en este demencial estallido de alegr¨ªa multitudinaria, en esta representaci¨®n en la que, toda una ciudad, por cuatro d¨ªas y cuatro noches, como para confirmar todas las tesis de Johan Huizinga sobre la evoluci¨®n de la cultura y la historia a partir de los juegos humanos y los espacios reservados o escenarios en que ellos se encarnan, se disfraza y metamorfosea, renunciando a sus preocupaciones y angustias, prejuicios y expectativas, moral, creencias, simpat¨ªas y fobias, y, revisti¨¦ndose de otra personalidad -la del disfraz que se ha echado encima-, se abandona a los disfuerzos, excesos y extravagancias que jam¨¢s se hubiera permitido la v¨ªspera, ni se permitir¨¢ ma?ana, cuando recobre su singularidad y sea, otra vez, la desesperaci¨®n del parado, la angustia de la secretaria y el funcionario al que la creciente inflaci¨®n merma el sueldo cada d¨ªa, el empresario abrumado por la subida de los impuestos, el profesor al que la ca¨ªda del real dej¨® sin viajar al extranjero o el sindicalista que echa la culpa de la crisis al Fondo Monetario Internacional y a sus imposiciones ultraliberales?
Porque, no olvidemos que estos Carnavales ocurren en medio de una crisis econ¨®mica que tiene al mundo financiero internacional comi¨¦ndose las u?as por lo que pueda ocurrir en el Brasil. Si el dur¨ªsimo Plan de Ajuste que ha permitido al gobierno brasile?o que preside Fernando Henrique Cardoso recibir pr¨¦stamos por la astron¨®mica suma de 40.000 millones de d¨®lares fracasa, el colapso brasile?o arruinar¨¢ no s¨®lo al Brasil, tambi¨¦n a los dem¨¢s pa¨ªses del Mercosur, y los coletazos de la cat¨¢strofe remover¨¢n las bolsas y las econom¨ªas de todo el planeta, tanto o m¨¢s que las bater¨ªas de las Escolas de Samba remecen las caderas de las comparsas baianas. ?Alguien se acuerda de esas mezquindades l¨²gubres en estos d¨ªas de alboroto feliz? S¨ª, unos tristes soci¨®logos que, en los peri¨®dicos, se desga?itan criticando "la alienaci¨®n" de la que ser¨ªa v¨ªctima el pueblo brasile?o. ?ste, desde luego, no se preocupa en absoluto; se r¨ªe a carcajadas de la crisis y se mofa de ella, exorciz¨¢ndola en grotescos mu?econes de los carros aleg¨®ricos que las tribunas aplauden a rabiar. Y, para que no quepa la menor duda al respecto, este a?o, las Escolas de Samba han gastado un veinte por ciento m¨¢s que el a?o pasado en la fabricaci¨®n de los disfraces y las carrozas para el desfile, y las autoridades aumentado en varios millones de reales el presupuesto de la fiesta destinado a orquestas, fuegos artificiales, espect¨¢culos y premios. ?Va este derroche en contra de la sensatez, de la raz¨®n? S¨ª, naturalmente. Porque ¨¦sta es todav¨ªa una fiesta aut¨¦ntica, una fiesta en el sentido m¨¢s antiguo y primitivo de la palabra: cuando la sensatez y la raz¨®n eran a¨²n frutas ex¨®ticas, y hombres y mujeres practicaban el potlach y eran todav¨ªa, esencialmente, emoci¨®n, sentidos a flor de piel, intuici¨®n, instinto.
Quien mejor me ha explicado lo que ocurre estos d¨ªas en R¨ªo de Janeiro no es Nietzsche, con su visi¨®n del hombre dionis¨ªaco, ni siquiera mi amigo el antrop¨®logo Roberto da Matta, en su magn¨ªfico ensayo sobre el Carnaval, sino un cr¨ªtico literario ruso, que jam¨¢s pis¨® el Brasil, y al que la intolerancia estalinista tuvo malviviendo y ense?ando en perdidas comarcas de las estepas sovi¨¦ticas: Mijail Baktin. Todo lo que he visto y o¨ªdo en esta fulgurante semana carioca parece una ilustraci¨®n animada de sus tesis sobre la cultura popular, que desarroll¨® en su deslumbrante libro sobre Rabelais. S¨ª, aqu¨ª est¨¢, salida de las entra?as de los estratos m¨¢s humildes de la escala social, esa respuesta desvergonzada, irreverente, ferozmente sarc¨¢stica, a los patrones establecidos de la moral y la belleza, esa negaci¨®n vociferante de las categor¨ªas sociales y de las fronteras que tienden a separar y jerarquizar a las razas, a las clases, a los individuos, en una fiesta que todo lo iguala y lo confunde, al rico y al pobre, al blanco y al negro, al empleado y al patr¨®n, a la se?ora y su sirvienta, que fulmina temporalmente los prejuicios y las distancias, y establece, en un par¨¦ntesis de ilusi¨®n, en un espejismo con sexo y m¨²sica a granel, aquel mundo al rev¨¦s del poema de Jos¨¦ Agust¨ªn Goytisolo, donde las princesas son morenas y los barrenderos rubios, los mendigos felices y los millonarios desdichados, las feas bellas y las bellas bell¨ªsimas, el d¨ªa noche y la noche d¨ªa, y donde el "abajo" triunfa sobre el "arriba" humano e impone su rijosa libertad, su materialismo sudoroso, sus apetitos desatados y su exuberante vulgaridad como una apoteosis de vida, donde los "frescos racimos" de la carne cantados por Rub¨¦n Dar¨ªo son universalmente exaltados como la m¨¢s valiosa de las aspiraciones humanas.
Al encerrar el desfile de las Escolas de Samba en el Samb¨®dromo -una iniciativa de un soci¨®logo progresista, el fallecido Darcy Ribeyro-, el establishment recuper¨® relativamente el Carnaval, y lo sujet¨® dentro de ciertas convenciones, pero, en la calle, ¨¦ste no ha perdido un ¨¢pice su raigambre contestadora y revoltosa, su aura an¨¢rquica, y no s¨®lo en los barrios populares, incluso en los de m¨¢s austero cariz. En la principal avenida de la muy burguesa Ipanema, por ejemplo, me doy de bruces una noche con una comparsa de un millar o millar y medio de trasvestidos, muchachos y hombres maduros que, vestidos de mujer o semidesnudos, "samban" fren¨¦ticamente detr¨¢s de un cami¨®n con una orquesta, y se besan, acarician y poco menos que hacen el amor ante las miradas divertidas, indiferentes o entusiastas de los vecinos, que, desde las ventanas, cambian bromas con ellos, los aplauden y les lanzan mistura y serpentinas.
El protagonista de la fiesta es el cuerpo humano, ya lo he dicho, y la atm¨®sfera en que reina y truena, la m¨²sica, envolvente, imperiosa, regocijada, ciega. Pero, al amanecer, lo que prevalece y exacerba la lechosa madrugada es, por encima de los perfumes de marca, las refinadas lociones, los sudores, los vahos cocineros o alcoh¨®licos, un espeso aroma seminal, de miles, cientos de miles, acaso millones de orgasmos, masculinos, femeninos, precoces o crepusculares, lentos o raudos, vaginales o rectales, orales o manuales o mentales, denso vapor de embrutecimiento feliz que contamina el aire y penetra en las narices de los aturdidos carnavaleros semidesahuciados, que, en los estertores de la fiesta, retornan a sus guardias o se derrumban en parques y veredas, a tomar un descanso, para, algunas horas despu¨¦s, resucitar y continuar sambando.
Los conservadores pueden dormir tranquilos: mientras exista el Carnaval, no habr¨¢ ninguna revoluci¨®n social en el Brasil. Y ser¨¢n f¨²tiles todos los planes para controlar la libido de esa sociedad de demograf¨ªa galopante que raspa ya los 170 millones de ciudadanos. Y sudar¨¢ sangre, sudor y l¨¢grimas ese presidente de lujo que es Fernando Henrique Cardoso para imponer la austeridad y la disciplina econ¨®mica al pueblo que lo eligi¨®. Y si el infierno de los creyentes existe, la representaci¨®n en ¨¦l de brasile?as ser¨¢ seguramente mayor que el de todas las otras sociedades juntas (lo que no deja de ser un alivio para los pecadores irredentos como este escriba). Pero, mientras el Carnaval carioca exista, para quienes lo vivan o recuerden, o incluso imaginen, la vida ser¨¢ mejor de la basura que es normalmente, una vida que, por unos d¨ªas -como juraba el t¨ªo Lucho- toca los fastos del sue?o y se mezcla con las magias de la ficci¨®n.
? Mario Vargas Llosa, 1999. ? Derechos mundiales de prensa en todas las lenguas reservados a Diario El Pa¨ªs, SA, 1999.
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