La batalla perdida de 'Monsieur' Monet
La democratizaci¨®n de la cultura est¨¢ muy bien, pero no deja de tener inconvenientes. Para ver hoy una gran exposici¨®n hay que esperar semanas o meses, y, el d¨ªa reservado, lloverse y helarse a la intemperie en una largu¨ªsima cola, y ver luego los cuadros a salto de mata, dando y recibiendo codazos. Sin embargo, no vacilar¨ªa un segundo en pasar por todo ello para visitar de nuevo Monet en el siglo XX, la exposici¨®n que exhibe la Royal Academy.Una buena muestra nos instruye sobre una ¨¦poca, un pintor o un tema, nos enriquece la visi¨®n de una obra y, por una o dos horas, nos arranca de la vida cotidiana, sumergi¨¦ndonos en un mundo aparte, de belleza e invenci¨®n. Pero, algunas raras exposiciones, como ¨¦sta, nos cuentan adem¨¢s -con cuadros, en vez de palabras- una hermos¨ªsima historia.
Tres ingredientes son indispensables para que aparezca un gran creador: oficio, ideas y cultura. Estos tres componentes de la tarea creativa no tienen que equilibrarse, uno puede prevalecer sobre los otros, pero si alguno de ellos falla ese artista lo es s¨®lo a medias o no llega a serlo. El oficio se aprende, consiste en ese aspecto t¨¦cnico, artesanal, de que tambi¨¦n est¨¢ hecha toda obra de arte, pero que, por s¨ª solo, no basta para elevar una obra a la condici¨®n de art¨ªstica. Dominar el dibujo, la perspectiva, tener dominio del color, es necesario, imprescindible, pero apenas un punto de partida. Las "ideas", una manera m¨¢s realista de llamar a la inspiraci¨®n (palabra que tiene resonancias m¨ªsticas y oscurantistas), es el factor decisivo para hacer del oficio el veh¨ªculo de expresi¨®n de algo personal, una invenci¨®n que el artista a?ade con su obra a lo ya existente. En las "ideas" que aporta reside la originalidad de un creador. Pero lo que da espesor, consistencia, durabilidad, a la invenci¨®n son los aportes de un artista a la cultura. Es decir, la manera como su obra se define respecto a la tradici¨®n, la renueva, enriquece, critica y modifica.
La historia que Monet en el siglo veinte nos cuenta es la de un diestro artesano al que, ya en los umbrales de la vejez, un terco capricho convirti¨® en un extraordinario creador.
En 1890, el se?or Monet, que ten¨ªa cincuenta a?os y era uno de los m¨¢s exitosos pintores impresionistas -los conocedores se disputaban sus paisajes- se compr¨® una casa y un terreno a orillas del Sena, en un poblado sin historia, a unos setenta kil¨®metros al noroeste de Par¨ªs. En los a?os siguientes construy¨® un primoroso jard¨ªn, con enredaderas, azucenas y sauces llorones, un estanque que sembr¨® de nen¨²fares y sobrevol¨® con un puentecillo japon¨¦s. Nunca sospechar¨ªa el sosegado artista, que, instalado en aquel retiro campestre, se preparaba una burguesa vejez, las consecuencias que tendr¨ªa para su arte -para el arte- su traslado a Giverny. Hab¨ªa sido hasta entonces un excelente pintor, aunque previsible y sin mucha imaginaci¨®n. Sus paisajes encantaban porque estaban muy delicadamente concebidos, parec¨ªan reproducir la campi?a francesa con fidelidad, en telas por lo general peque?as, que no asustaban a nadie y decoraban muy bien los interiores. Pero, desde que construy¨® aquella linda laguna a la puerta de su casa de campo y empez¨® a pasar largo rato contemplando los cabrilleos de la luz en el agua y los sutiles cambios de color que los movimientos del sol en el cielo imprim¨ªan a los nen¨²faros, una duda lo asalt¨®: ?qu¨¦ era el realismo?
Hasta entonces hab¨ªa cre¨ªdo muy sencillamente que lo que ¨¦l hac¨ªa en sus cuadros: reflejar, con destreza art¨ªstica en la tela, lo que sus ojos ve¨ªan. Pero, aquellos brillos, reflejos, evanescencias, luminosidades, todo ese despliegue fe¨¦rico de formas cambiantes, esos veloces transtornos visuales que resultaban de la alianza de las flores, el agua y el resplandor solar ?no eran tambi¨¦n la realidad? Hasta ahora, ning¨²n artista la hab¨ªa pintado. Cuando decidi¨® que ¨¦l tratar¨ªa de atrapar con sus pinceles esa escurridiza y furtiva dimensi¨®n de lo existente, Monsieur Monet ten¨ªa casi sesenta a?os, edad a la que muchos de sus colegas estaban acabados. ?l, en cambio, empezar¨ªa s¨®lo entonces a convertirse en un obsesivo, revolucionario, notable creador.
Cuando hizo los tres viajes a Londres, entre 1899 y 1902, para pintar el T¨¢mesis -la exposici¨®n se inicia en este momento de su vida- ya era un hombre obsesionado por la idea fija de inmovilizar en sus telas las metamorfosis del mundo, en funci¨®n de los cambios de luz. Desde su balc¨®n del Hotel Savoy pint¨® el r¨ªo y los puentes y el Parlamento cuando sal¨ªan de las sombras o desaparec¨ªan en ellas, al abrirse las nubes y lucir el sol, o velados y deformados por la niebla, el denso fog cuyo "maravilloso aliento" (son sus palabras) quiso retratar. Los treinta y siete cuadros de su paso por Londres, pese a sus desesperados esfuerzos por documentar las delicuescencias visuales que experimenta la ciudad en el transcurso del d¨ªa, ya tienen poco que ver con esa realidad exterior. En verdad, lo muestran a ¨¦l, embarcado en una aventura delirante, y creando, sin saberlo, poco a poco, un nuevo mundo, autosuficiente, visionario, de puro color, cuando cre¨ªa estar reproduciendo en sus telas los cambiantes disfraces con que la luz reviste al mundo tangible.
Entre los sesenta y los ochenta y seis a?os, en que muri¨® (en 1926), Monet fue, como C¨¦zanne, uno de los artistas que, sin romper con la tradici¨®n, a la que se sent¨ªa afectivamente ligado, inici¨® la gran transformaci¨®n de los valores est¨¦ticos que revolucionar¨ªa la pl¨¢stica, m¨¢s, acaso, que ninguna de las artes, abriendo las puertas a todos los experimentos y a la proliferaci¨®n de escuelas, ismos y tendencias, proceso que, aunque dando ya boqueadas, se ha extendido hasta nuestros d¨ªas. Lo admirable de la exposici¨®n de la Royal Academy es que muestra, a la vez, la contribuci¨®n de Monet a este gran cambio y lo poco consciente que fue ¨¦l de estar, gracias a su terca b¨²squeda de un realismo radical, inaugurando una nueva ¨¦poca en la historia del arte.
En verdad, se crey¨® siempre un pintor realista, decidido a llevar a sus telas un aspecto hasta ahora descuidado de lo real, y que trabajaba sobre modelos objetivos, como antes de Giverny.
Aunque sin duda m¨¢s exigente y sutil que anta?o, se consideraba siempre un paisajista. Por eso se levantaba al alba y estudiaba la h¨²meda superficie de los nen¨²fares, o las cabelleras de los sauces, o la blancura de los lirios, a lo largo de las horas, para que no se le escapara un solo matiz de aquel continuo tr¨¢nsito, de esa perpetua danza del color. Ese milagro, aquel subyugante espect¨¢culo que sus pobres ojos ve¨ªan (las cataratas lo tuvieron casi impedido de pintar entre 1922 y 1923) es lo que quiso inmortalizar, en los centenares de cuadros que le inspir¨® el jard¨ªn de Giverny. Pas¨® dos meses en Venecia, en 1908, y luego otra temporada en 1912, para eso: capturar los secretos de la ciudad en los m¨¢gicos colores del oto?o. Incluso en la ¨²ltima etapa de su vida, cuando pinta la serie que llamar¨ªa Las Grandes Decoraciones, enormes telas donde la org¨ªa de colores y formas abigarradas se han emancipado ya casi totalmente de la figuraci¨®n, Monet cree estar, por fin, alcanzando su prop¨®sito de apresar lo inapresable, de congelar en im¨¢genes esa desalada danza de transparencias, reflejos y brillos que eran la fuente y el objetivo de su inspiraci¨®n.
Era una batalla perdida, por supuesto. Aunque Monet nunca se resign¨® a admitirlo, el mejor indicio de que jam¨¢s sinti¨® que verdaderamente hab¨ªa logrado materializar su designio realista, es la mani¨¢tica manera como retoc¨® y rehizo cada cuadro, repiti¨¦ndolo una y otra vez con variantes tan m¨ªnimas que a menudo resultan invisibles para el espectador. Una y otra vez, aquella realidad de puras formas se le escapaba de los pinceles, como se escurre el agua entre los dedos. Pero, esas derrotas no lo abat¨ªan hasta el extremo de renunciar. Por el contrario, sigui¨® combatiendo hasta el final por su ut¨®pico af¨¢n de pintar lo inefable, de encerrar en una jaula de colores la cara del aire, el esp¨ªritu de la luz, el vaho del sol. Lo que consigui¨® -demostrar que el "realismo" no existe, que es una mera ilusi¨®n, una f¨®rmula convencional para decir, simplemente, que el arte tiene ra¨ªces en lo vivido, pero que s¨®lo se plasma cuando crea un mundo distinto, que niega, no que reproduce el que ya existe- fue todav¨ªa m¨¢s importante que lo que buscaba, la piedra miliar conceptual sobre la que se levantar¨ªa toda la arquitectura del arte moderno. Todo indica que el magn¨ªfico Monsieur Monet se muri¨® sin saber lo que hab¨ªa logrado, y, acaso, con la pesadumbre de no haber realizado su modesto sue?o.
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