Aires de Sur¨¢frica XAVIER ANTICH
Uno de los actos reflejos m¨¢s arraigados en la conducta humana es esa curiosa torsi¨®n por la cual, ante la presencia de cualquier elemento for¨¢neo que nos resulta extra?o, doblamos el cuello hacia abajo y dirigimos la mirada hacia nuestro propio ombligo con la intenci¨®n de reconfortarnos. Es algo as¨ª como un tic cultural, casi incorregible, que nos permite, concentr¨¢ndonos en nosotros mismos, despreciar todo lo dem¨¢s como insignificante e incluso, en el peor de los casos, como molesto. ?C¨®mo puede haber algo comparable a nuestro ombligo! En ¨¦l creemos descubrir el centro f¨ªsico del mundo, el colmo de la belleza. Esta actitud, s¨®lo comparable a la salivaci¨®n de los perros de Pavlov, ha impregnado buena parte de la cultura europea y aun la propia noci¨®n de cultura que, a pesar de los pesares, todav¨ªa mantenemos hoy. Incluso el ilustre Hegel, en los tiempos gloriosos del romanticismo alem¨¢n, mir¨¢ndose sin duda el propio ombligo por debajo del albornoz, se atrevi¨® a escribir que "despu¨¦s de las pir¨¢mides, el Esp¨ªritu abandon¨® ?frica para no regresar nunca". ?D¨®nde iba a habitar el Esp¨ªritu -sea lo que sea- sino en Europa? ?D¨®nde sino en la Europa que nace en Atenas y se despliega a trav¨¦s de Roma, d¨®nde sino en la Europa de Augusto y de Carlomagno, de Miguel ?ngel y de Goethe, de Mozart y de Kant? Esa Europa que, desde los griegos, no ha dejado de mirarse el ombligo y de sentirse como centro del mundo y como modelo que imitar: la misma, por qu¨¦ no decirlo, que cierra sus fronteras en la ¨¦poca del euroentusiasmo con unas leyes de extranjer¨ªa que piensan, m¨¢s que nunca, las fronteras como muros de contenci¨®n y no como lugares de tr¨¢nsito y de desplazamiento, de intercambio y de ventilaci¨®n. El s¨ªmbolo de la vieja Europa es hoy, mejor que cualquier otro, el campo de refugiados de Calamocarro, en Ceuta, a pocos kil¨®metros de un estrecho que nunca ha tenido tanta distancia ni ha sido tan infranqueable: un campo lleno de centroafricanos, muchos enfermos, y de ratas que se pasean con la impunidad del amo del territorio. En medio de esta Europa que se cierra en torno a su ombligo, el Macba ha abierto sus puertas a la obra de William Kentridge, un artista surafricano que nos acerca a las crueldades del apartheid y a la dificultad de construir una identidad multirracial sobre los escombros de la memoria y del olvido. Es curioso que tenga que ser un museo el que abra las ventanas para que entre el aire fresco: un museo, esa instituci¨®n nacida, como se sabe, de la rapi?a y del expolio y que, entre nosotros, todav¨ªa es para muchos el s¨ªmbolo de la alta cultura, la catedral laica. Es curioso y, a la vez, estimulante, porque reivindica para el museo (un museo de arte contempor¨¢neo, no lo olvidemos) la posibilidad de la subversi¨®n: un espacio cr¨ªtico frente al orden establecido y frente al pensamiento hegem¨®nico. Un espacio de interrogaci¨®n y cuestionamiento, m¨¢s que un reducto de afirmaci¨®n. La exposici¨®n de Kentridge, que nadie deber¨ªa perderse, permite felicitarse porque el Macba, despu¨¦s de unos a?os err¨¢ticos, parece haber renunciado definitivamente al museo concebido como t¨®mbola y como escaparate (un modelo, por cierto, que tan buenos resultados le est¨¢ dando al Guggenheim de Bilbao: la tentaci¨®n viv¨ªa arriba). Porque si hoy el museo tiene alg¨²n sentido, ciertamente, no es como mercado ni como catedral. Desde esta perspectiva, podemos considerarnos afortunados: si la exposici¨®n de Kentridge no es una an¨¦cdota (y todo apunta a que no lo es en absoluto), el Macba ya ha empezado a trazar su propio camino. Y precisamente por la v¨ªa m¨¢s dif¨ªcil: no la de complacer a nuestro ombligo, sino la de obligarnos a mirar en otra direcci¨®n, lo cual no es poco. Cuando, hace 30 a?os, Adorno correg¨ªa las p¨¢ginas de su Teor¨ªa est¨¦tica, poco antes de morir, habl¨®, enigm¨¢ticamente, del ideal de lo negro: "Para poder subsistir en medio de una realidad extremadamente tenebrosa, las obras de arte que no quieran venderse a s¨ª mismas como f¨¢ciles consuelos, tienen que igualarse a esa realidad. Arte radical es hoy lo mismo que arte tenebroso, arte cuyo color fundamental es el negro". La exposici¨®n de Robert Motherwell que pudo verse en la Fundaci¨®n T¨¤pies hace un par de a?os ya nos permiti¨® acercarnos a la intensidad del negro que reclamaba Adorno en unas p¨¢ginas ciertamente premonitorias. Hoy, desde las ruinas de un pa¨ªs maltratado por el odio y la violencia que no se resiste a desaparecer aplastado por el peso de la memoria y por unas diferencias de clase que hacen m¨¢s dolorosa la diferencia racial, Kentridge nos ofrece los resultados de una mirada l¨²cida y sin concesiones, una aventura art¨ªstica a la vez demoledora y tierna: el ideal de un arte que no edulcora la realidad por la v¨ªa del decorativismo ni de la sublimaci¨®n. Un arte que lanza sus obras contra las paredes blancas del templo de Richard Meier como si fueran los esputos de Thomas Bernhard en El aliento: tambi¨¦n, igual que all¨ª, nos salpican en toda la cara. Las obras que ofrece el Macba son unos cortometrajes filmados a partir de los dibujos del propio Kentridge. En la ¨¦poca del imperio de la tecnolog¨ªa digital, el artista recupera ese elemento artesanal propio de la mano que ensucia con el carb¨®n las l¨¢minas en las que vac¨ªa sus obsesiones y de la mano que, despu¨¦s, va borrando lo que ha dibujado para que de las sombras surjan nuevos motivos, nuevas im¨¢genes que suplantan, en una enigm¨¢tica metamorfosis, las que las han precedido. Por sus im¨¢genes se pasea, inflado y glot¨®n, obsesionado por la m¨¢quina calculadora y los tel¨¦fonos, Soho Eckestein, el especulador inmobiliario de Johannesburgo, s¨ªmbolo de la codicia y la corrupci¨®n capitalista (?hace falta el eufemismo de neoliberal?); tambi¨¦n aparecen los mineros que trabajan como esclavos y que viven como deportados en un campo de concentraci¨®n; las manifestaciones c¨ªvicas; las palizas en el borde de la carretera, al amparo de la oscuridad; el lamento sordo y las caricias mudas; la nostalgia y el entusiasmo; los sue?os, las pesadillas. Y con una contundencia arrebatadora, una obra desoladora hasta el estremecimiento: Felix in exile, realizada justo antes de las primeras elecciones de Sur¨¢frica: una bell¨ªsima met¨¢fora sobre las dudas acerca de c¨®mo el futuro recordar¨ªa a todos aquellos que hab¨ªan ca¨ªdo en el camino; una lecci¨®n de sensibilidad y de memoria, enigm¨¢tica y sutil. Imprescindible. Y finalmente, en los dibujos clavados en las paredes blancas del Macba, Kentridge acaba por dibujar, con la tiza blanca del gamberro de la clase, unos grafitti que acaban por invadir la superficie que los acoge generosamente, en un ¨²ltimo acto de iron¨ªa con el que el artista, por si lo que nos ha dicho todav¨ªa fuera poco, se permite desacralizar su propia obra y devolverle, quiz¨¢, el impulso expresivo y subversivo que la origin¨®. Con este acto, aparentemente inofensivo, nos hace a nosotros, que las contemplamos, part¨ªcipes de una aventura que no se deja enmarcar como un f¨®sil en el invern¨¢culo de esa alta cultura que denuncia, esa cultura que se reconoce, en el ombligo, como mero instrumento del poder. Pocas veces un museo de arte contempor¨¢neo ha sido tan contempor¨¢neo y tan poco museo (mausoleo).
Xavier Antich es fil¨®sofo y profesor de la Universidad de Girona.
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