Sobre la autoridad moral del Episcopado espa?ol
La noci¨®n de autoridad moral es dif¨ªcil de admitir. Que moralmente debamos o no debamos realizar una acci¨®n s¨®lo porque alguien lo diga resulta inaceptable. Parece una idea que nos ignora como seres morales adultos que deben decidir en conciencia. Y sin embargo en toda sociedad hay individuos u organizaciones que reclaman para s¨ª alguna autoridad moral. ?C¨®mo pueden concebirla? Normalmente pensamos que alguien tiene autoridad moral cuando demuestra con su comportamiento que se somete a los principios morales que reclama para s¨ª y para los dem¨¢s. Es lo que llamamos ser consecuente. Ser inconsecuente con las propias premisas ¨¦ticas descalifica cualquier pretensi¨®n de autoridad moral. Pero hay que advertir, sin embargo, que el mero hecho de ser consecuente con las propias convicciones no demuestra la bondad de esas convicciones. Por eso se ha pensado a veces que la autoridad moral tiene que ser parecida a la autoridad cient¨ªfica: s¨®lo puede tenerla quien conoce los entresijos y complejidades de una cierta moralidad. Tampoco esto es muy convincente, aunque es cierto que una ense?anza que incluyera contradicciones impedir¨ªa desde luego toda pretensi¨®n de autoridad moral. Nadie que ense?e o afirme cosas contradictorias puede aspirar a ser reconocido como autoridad, ni te¨®rica ni pr¨¢ctica. El resultado de todo ello no es muy s¨®lido, desde luego, pero tiene sentido: s¨®lo puede tener autoridad moral el que es un ejemplo vivo de lo que predica y el que no predica cosas contradictorias.Pues bien, hay algunas actividades del Episcopado espa?ol en las que puede observarse con cierta claridad que ni predica con el ejemplo ni emite juicios coherentes. Para mostrarlo s¨®lo har¨ªa falta recordar cosas que est¨¢n en la mente de todos, como su insistencia en que aquellos que no quieran educaci¨®n religiosa tengan que soportar otras obligaciones escolares o su incomprensible taca?er¨ªa a la hora de pedir perd¨®n por su alineamiento en la guerra civil espa?ola. Pero quiero detenerme en dos asuntos quiz¨¢ m¨¢s hondos y por lo mismo menos visibles como inconsistencias morales graves. El primero de ellos es el nacionalismo y el segundo su actividad en los medios de comunicaci¨®n.
Sobre la actitud de muchos obispos en relaci¨®n con el nacionalismo temo que haya que decir cosas un poco sorprendentes que sin embargo no han sido dichas en un pa¨ªs que durante los ¨²ltimos sesenta a?os ha visto c¨®mo no pocos de sus obispos se produc¨ªan expresa o t¨¢citamente como nacionalistas, espa?oles o catalanes o vascos. Y lo que hay que decir parece tan claro a primera vista que me produce dudas y perplejidades el que no haya sido dicho todav¨ªa. En pocas palabras es esto: si, como afirman los obispos, la religi¨®n tiene algo que ver con la moral, y como resulta ya evidente, la moral tiene algo que ver con la pol¨ªtica, entonces me parece que puede afirmarse que ser cristiano y ser nacionalista son dos cosas incompatibles. Este corolario parece admirable en un pa¨ªs en el que casi todos los partidos nacionalistas est¨¢n apuntados a la Internacional dem¨®crata-cristiana, pero es relativamente f¨¢cil de justificar.
El nacionalismo es una posici¨®n pol¨ªtica, pero tiene su fundamento en una moral que parte necesariamente de la premisa de adscribir a los connacionales una condici¨®n superior y diferenciada como agentes morales en lo que respecta a la construcci¨®n de la convivencia y de las instituciones pol¨ªticas. Los dem¨¢s no disfrutan de ese especial reconocimiento moral. Son los "otros". De ah¨ª el potencial latente de exclusi¨®n que tiene todo nacionalismo. El cristianismo, por el contrario, se edifica como una religi¨®n universalista cuya se?a b¨¢sica de identidad es que todos tienen la misma talla moral. Ingredientes b¨¢sicos de la visi¨®n cristiana del mundo, como la creaci¨®n de todos y cada uno a imagen y semejanza de Dios, la regla ¨¢urea o aquello de "lo que hac¨¦is a cualquiera de ellos a m¨ª me lo hac¨¦is..." son los pilares del cristianismo no s¨®lo como creencia religiosa sino como fen¨®meno civilizador. Y tales ingredientes configuran una ¨¦tica que es a la vez para cada uno de los seres humanos y para todos los seres humanos, y que ha determinado de un modo dif¨ªcilmente exagerable las coordenadas de nuestro mundo. De acuerdo con ella cada uno de los miembros de la especie humana, est¨¦ donde est¨¦ y sea quien sea, goza de plena dignidad moral y todos la tienen igualmente reconocida a todos los efectos. Aqu¨ª no hay grados ni matices.
En la visi¨®n nacionalista del mundo, en cambio, esto no es as¨ª. Aqu¨ª entre unos y otros individuos se interpone una entidad moral superior que es la naci¨®n, la patria, el pueblo, y la condici¨®n moral plena la suministra la pertenencia a esa entidad superior. Aquellos que no pertenecen a ella tienen una diferente estatura moral. Pueden, pues, ser tratados de otra manera. Incluso ignorados, y, si es el caso, suprimidos. ?sta es seguramente la raz¨®n de la pintoresca econom¨ªa del perd¨®n de que han hecho gala los obispos nacionalistas vascos. Despu¨¦s de la llamada "tregua" a ninguno de ellos se le ha o¨ªdo decir que los etarras tuvieran que pedir perd¨®n a nadie. Algunos han dicho, eso s¨ª, que ellos (los obispos) han de pedir perd¨®n a las v¨ªctimas. Ellos sabr¨¢n por qu¨¦. Han dicho tambi¨¦n no hace mucho que nosotros deber¨ªamos pedir perd¨®n a los presos por tenerlos en la c¨¢rcel. No estoy muy seguro que esto se entienda muy bien. Pero lo que parece directamente incomprensible es que no se les haya exigido todav¨ªa ninguna actitud parecida a los etarras que se han jactado incluso de haber dispuesto de las vidas de los dem¨¢s. ?C¨®mo se entiende esto? Pues es bastante claro. En realidad para la mentalidad nacionalista la peripecia moral individual de los etarras es irrelevante, porque lo que ellos han hecho les ha sido exigido aparentemente por el pueblo o la patria como entidad moral superior. Por tanto, como individuos son por definici¨®n inocentes.
Lo que sucede es que esto, sencillamente, no es la moral cristiana. Es otra cosa. Y otra cosa que no se puede tratar de compatibilizar con esa moral diciendo que se trata de opciones meramente pol¨ªticas, porque las opciones nunca son meramente pol¨ªticas, tienen siempre una relaci¨®n ineludible con la ¨¦tica. Y la opci¨®n pol¨ªtica nacionalista s¨®lo puede sustentarse en una ¨¦tica particularista y local. Pero lo cierto es que el cristianismo s¨®lo puede entenderse como ¨¦tica universalista. Y si esto es as¨ª deber¨ªa haberse dejado muy claro hace ya mucho tiempo algo que resulta obvio: que o se es cristiano o se es nacionalista, pero que las dos cosas no se pueden ser al mismo tiempo. Y esto reza tanto para el general Franco y sus nacional-cat¨®licos (una contradicci¨®n in adjecto donde las haya) como para los actuales gobernantes nacionalistas.
Y pasemos al tema de los medios de comunicaci¨®n. No hace mucho tiempo un prelado espa?ol fue acusado de ciertas pr¨¢cticas financieras ilegales por algunos medios de comunicaci¨®n italianos. Los obispos espa?oles reaccionaron criticando, con raz¨®n, la pr¨¢ctica de una comunicaci¨®n distorsionada e intoxicadora y asegurando que lo que all¨ª se dec¨ªa no s¨®lo se alejaba de la verdad sino que era inadmisible en la medida en que pon¨ªa en tela de juicio la dignidad de un miembro de la Iglesia. En no pocas ocasiones, y con motivo de la alarmante degeneraci¨®n de los mensajes de los medios p¨²blicos y privados, los obispos han llamado la atenci¨®n sobre ello. No ser¨ªa dif¨ªcil traer a colaci¨®n una bien nutrida lista de comunicados al respecto. Pues bien, mientras estas cosas suced¨ªan as¨ª, la misma Comisi¨®n Episcopal manten¨ªa en antena en su cadena de radio unos cuantos programas de informaci¨®n presididos por algunas tertulias en que participaban una abigarrada mezcla de copr¨®fagos de la informaci¨®n.
Me refiero con ello al hecho perceptible de que los tertulianos se fueran poniendo m¨¢s y m¨¢s tensos y excitados a medida que los excrementos noticiables eran servidos por ellos mismos a la mesa. Daba lo mismo que fueran verdaderos o falsos. La constante en ellos no era la informaci¨®n imparcial, el juicio cr¨ªtico por duro que fuera o la investigaci¨®n objetiva. Si hab¨ªa algo de eso estaba siempre tan entreverado con la insidia, la sugerencia sin pruebas, la tendenciosidad y el partidismo que eran imposibles de distinguir. La herida que esto ha producido en la credibilidad del periodismo espa?ol se sabr¨¢ antes o despu¨¦s. Pero no era eso lo que a tantos repugnaba. Ni siquiera lo era la indigna pedagog¨ªa que ello supon¨ªa. Lo que en realidad repel¨ªa era algo m¨¢s hondo que ten¨ªan en com¨²n todos ellos, desde los viejos falangistas hasta los sedicentes liberales, desde los que alardeaban de izquierdistas hasta los mon¨¢rquicos m¨¢s devotos. Y era que todos ellos atropellaban sistem¨¢ticamente la dignidad personal de todo aquel a quien se enfrentaban. La dignidad personal, es decir, la se?a m¨¢s profunda de identidad de la cultura cristiana. Y eran, lamento decirlo, programas muy caracterizados de la cadena episcopal. En los meses anteriores a las elecciones generales de 1996 la intensidad de la infamia lleg¨® a ser tal que, pose¨ªdos por esa convicci¨®n subliminal de que hab¨ªa gentes que no ten¨ªan dignidad personal, muchos espa?oles volvieron a alimentar hacia ellos aquel odio que ya cre¨ªamos desaparecido. Y ello con la aquiescencia de la Comisi¨®n Episcopal, porque pese a las advertencias y alarmas de muchas personas de todas las convicciones, los obispos mantuvieron siempre a los protagonistas del repulsivo fest¨ªn.
En realidad, cuando uno analiza con cierta frialdad estas pr¨¢cticas de los obispos espa?oles siente la tentaci¨®n de pensar que prefieren aumentar a cualquier precio el n¨²mero de sus fieles que verlo amenazado por una actitud exigente y seria respecto de los supuestos b¨¢sicos de sus propias creencias. Yo no s¨¦ si esto lograr¨¢ reproducir su grey, pero desde luego defrauda las premisas mismas de su c¨®digo ¨¦tico y les hace incurrir en graves contradicciones. O, lo que es lo mismo, les priva de toda autoridad moral.
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