La sangre de los puentes
"Los serbios entraron en Skopje cuando yo estaba en segundo de bachillerato. Salimos corriendo, abandonando nuestra bella casa. Mi padre muri¨® de agotamiento en el camino", me contaba mi abuela con su terrible acento de Rumelia. Como muchos turcos de Macedonia, fue expulsada de su hogar durante las guerras balc¨¢nicas. Aquellos que han sido arrancados de su tierra sienten siempre nostalgia del pasado, hablan siempre de los magn¨ªficos d¨ªas de anta?o, de su riqueza y de su casa -s¨ª, siempre de su casa- abandonada. Mi abuela era de ¨¦sos. "Una repatriada de los Balcanes", como entonces se dec¨ªa. Su historia, que acun¨® mi infancia, era una historia de ¨¦xodo, de hambre, de toda suerte de horrores, como es hoy la de los albaneses de Kosovo. Recuerdo algunas viejas fotograf¨ªas en los manuales de historia y en revistas viejas guardadas en el granero de mi casa familiar, al borde del B¨®sforo. Fotos de ni?os encaramados a una carreta de grandes ruedas cargada de fardos y tirada por raqu¨ªticos b¨²falos. Viejos ca¨ªdos en carreteras enfangadas. Entre esa gente que hu¨ªa de las masacres y que se adentraba en las inmensas llanuras de Tracia se hallaban mis abuelos. Tambi¨¦n ellos estuvieron api?ados en los campos de ?orlu o Kirklareli, que hoy acogen a los kosovares.
Si evoco estos acontecimientos inscritos en la historia de mi familia es para decir que, desgraciadamente, "la limpieza ¨¦tnica" no data de hoy. Y que los turcos no eran las ¨²nicas v¨ªctimas de esta pr¨¢ctica cuyo nombre debemos a la guerra de Bosnia, que, desgraciadamente, ha enriquecido nuestro vocabulario del horror con sus nuevas palabras, como "memoricidio" y "urbicidios". La misma tragedia iba a producirse con los armenios y los griegos de Anatolia unos a?os despu¨¦s. Tambi¨¦n iban a desparramarse por las carreteras y, sin llegar a ning¨²n lugar, morir en el camino. ?Sab¨ªan los que, tras la desintegraci¨®n de Yugoslavia en 1991, lanzaron la idea de la Gran Serbia que en 1922 el Ej¨¦rcito griego, que hab¨ªa avanzado hasta la Anatolia central para hacer realidad la Gran Idea, provoc¨® la Gran Cat¨¢strofe al desplazar a poblaciones enteras? Supongo que s¨ª, pues la historia est¨¢ demasiado presente en la conciencia colectiva de los pueblos balc¨¢nicos y en la mente de sus intelectuales. Pienso en Slovada Selenic, por ejemplo, que escrib¨ªa que una comunidad extranjera es fuente de la peor de las desgracias posibles, o en Dobrica Cosic, primer ministro de la Rep¨²blica Federal de Yugoslavia, que so?aba, en plena guerra de Bosnia, con unos Balcanes compuestos por naciones "¨¦tnicamente puras". Y jam¨¢s olvidar¨¦ a ese escritor serbio, adem¨¢s acad¨¦mico, que con motivo del "Encuentro de oto?o de escritores", me present¨® en Belgrado a la prensa como el representante "del bando de los vencedores de la batalla de Kosovo". Es cierto que ello ocurr¨ªa en 1989, que todav¨ªa exist¨ªa la Yugoslavia de Tito con sus seis rep¨²blicas y sus dos regiones aut¨®nomas, y que nosotros, escritores de todo el mundo, est¨¢bamos en Belgrado con ocasi¨®n de la celebraci¨®n del 600? aniversario de la batalla de Kosovo. Pero esa derrota, que se convertir¨ªa en el "mito fundador de la naci¨®n serbia", hac¨ªa seis siglos que hab¨ªa tenido lugar y en ese entonces la Turqu¨ªa de la que yo era ciudadano no exist¨ªa. Aunque Milosevic hab¨ªa reunido en "el Campo de los mirlos" a m¨¢s de un mill¨®n de serbios para exaltar su nacionalismo y justificar as¨ª su pol¨ªtica agresiva, ninguno de nosotros sab¨ªa entonces que los planes de limpieza ¨¦tnica estaban ya en marcha incluso en el seno mismo de la Academia de Belgrado.
Me permito recordar aqu¨ª esta an¨¦cdota sobre los serbios, pero podr¨ªa decir lo mismo de los turcos, que cada a?o celebran con un poco m¨¢s de entusiasmo la conquista de Estambul. Hace poco fui atacado por la prensa islamista por haber escrito en mi ¨²ltima novela, La novela del conquistador, que la celebraci¨®n de una conquista sangrienta cinco siglos despu¨¦s de que tuviera lugar no era m¨¢s que una muestra de "patolog¨ªa colectiva" y que no ten¨ªa nada que ver con el pretendido "sentimiento de pertenencia a una naci¨®n". Adem¨¢s, ?qu¨¦ puede significar la "turquicidad" en un pa¨ªs heredero de un imperio multinacional y pluri¨¦tnico sino la afirmaci¨®n de una "identidad asesina", por usar la expresi¨®n de Amin Maalouf?
Lo que me conmocion¨® en Belgrado, ese oto?o de 1989, "el a?o en que se abri¨® la caja de Pandora", como dir¨ªa Chev¨¨nement, no fue ¨²nicamente la escalada del nacionalismo serbio con motivo de la celebraci¨®n de la batalla de Kosovo, sino tambi¨¦n la muerte prematura de mi amigo Danilo Kis, el gran escritor de los Balcanes, traductor al serbocroata de Baudelaire, de Verlaine, de Pr¨¦vert, de Pet?fi y de Mandelstam. La Uni¨®n de Escritores de Serbia le enterr¨® con gran pompa seg¨²n el rito ortodoxo, a ¨¦l, cuyo padre era jud¨ªo y que se sent¨ªa ante todo un ciudadano del mundo. Para llegar a entender bien la ceremonia a la que asist¨ª junto al resto de escritores participantes en "el encuentro de oto?o", las oraciones interminables de los popes ortodoxos con su larga barba blanca, el sentido de los iconos que acompa?aban el cortejo f¨²nebre ha sido necesaria una guerra sangrienta en Croacia, y despu¨¦s, otra peor en Bosnia. Y ser testigo de la destrucci¨®n de una ciudad que me era muy querida, Sarajevo, de la que he hablado largamente en mi libro Regreso a los Balcanes.
A mi regreso de un viaje a Mostar, durante esa interminable guerra, una noche me despert¨® el tel¨¦fono. Era mi amigo Predrag Matvejevic, escritor croata nacido en Mostar. "?Vosotros lo construisteis y nosotros acabamos de destruirlo!", me dijo. Enseguida comprend¨ª. Hablaba del "viejo", como nosotros le llam¨¢bamos, es decir, de ese maravilloso puente que el arquitecto otomano Hayredin, disc¨ªpulo del gran Sinan, hab¨ªa erigido como un collar de plata sobre el Neretva. En la ¨¦poca en la que todav¨ªa exist¨ªa Yugoslavia, procuraba una inmensa felicidad a los ni?os de Bosnia, musulmanes, cat¨®licos u ortodoxos, pero, ante todo, amigos, que, resplandecientes de alegr¨ªa, se zambull¨ªan en el agua azul y profunda.
En su novela El puente sobre el Drina, Ivo Andric describe magn¨ªficamente el lugar irremplazable que los monumentos ocupan en el destino de los hombres, e incluso en el de toda una geograf¨ªa. A pesar del transcurrir del tiempo y de la sucesi¨®n de civilizaciones, el puente permanece, desafiando a la corrien-
te. El gran visir Mehmed Sokolovic, que orden¨® su construcci¨®n acord¨¢ndose de los dif¨ªciles d¨ªas de su infancia en las orillas del Drina, para que el pueblo de Bosnia no sufriera lo que ¨¦l hab¨ªa sufrido, no pudo recibir el agradecimiento de la gente por su iniciativa. Seg¨²n la leyenda, hubo que esperar al sangriento sacrificio de una madre y de sus mellizos, a¨²n en su seno, para que se pusieran los cimientos del puente finalmente acabado al precio de tanto esfuerzo y p¨¦rdida de vidas humanas. En Skopje, la ciudad de mis antepasados, o¨ª la misma leyenda sobre el Puente-de-piedra que une el r¨ªo Vadar. Pues en los Balcanes, los puentes no unen ¨²nicamente dos orillas, sino tambi¨¦n a los hombres. Desaf¨ªan a la naturaleza y a la historia. Cuando hoy veo por televisi¨®n los escudos humanos sobre los puentes del Danubio en Belgrado, a toda esa gente dispuesta a morir para proteger no s¨®lo piedras o vigas met¨¢licas, sino los s¨ªmbolos de toda la memoria de los Balcanes, no puedo decir, como Bernard-Henry L¨¦vy, "?peor para ellos, porque no hicieron nada cuando los obuses ca¨ªan sobre la poblaci¨®n inocente de Sarajevo!". Hoy, los albaneses de kosovo son v¨ªctimas de la agresi¨®n serbia como hace unos a?os lo fueron los musulmanes de Bosnia. Pero esos se?ores de la OTAN, grandes estrategas y especialistas de la guerra quir¨²rgica en la que tambi¨¦n participan aviones de mi pa¨ªs, bombardean a las poblaciones civiles y destruyen los puentes. Quiz¨¢ no saben que al hacerlo suprimen toda esperanza de di¨¢logo entre los pueblos balc¨¢nicos.
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