Por qu¨¦ me gusta Brasil
El blues pertenece a los negros. El flamenco, a los gitanos. El f¨²tbol, a los brasile?os. Aunque estos tres t¨®picos tienen miles de excepciones, tambi¨¦n arrastran mucha verdad. A finales del siglo XIX, cuando los marineros ingleses desembarcan en R¨ªo o Porto Alegre, llevan, para distraerse, un extra?o objeto esf¨¦rico bajo el brazo. Aprovechando la arena de las playas, practican su juego favorito ante la minada de los nativos. Agotados pon el esfuerzo, enseguida descubren que su estilo brumoso y expeditivo no se ajusta al clima local y, entre viajes, se van percatando de que su deporte est¨¢ siendo reinventado por la poblaci¨®n ind¨ªgena. La furia se reconvierte en calma, la prisa en pausa, la fuerza en t¨¦cnica, el patad¨®n en toque, la entrega en filigrana. Cien a?os m¨¢s tarde, Brasil cuenta con m¨¢s de 14 millones de futbolistas, de los cuales 15.000 son profesionales. La cantera es la calle. En R¨ªo de Janeiro, los campos de juego se suceden en las playas de Copacabana e Ipanema y, en el Aterro de Flamengo, la tierra ganada al mar sirve para que los que se atreven puedan saciar su vicio de gol. M¨¢s cenca del arte y de la religi¨®n que del deporte, el f¨²tbol invade, como la m¨²sica, la vida cotidiana. Si Paco de Luc¨ªa o Serrat visitan Brasil, saben que, a la ma?ana siguiente del concierto, sus amigos Toquinho o Chico Buarque les retar¨¢n a un partido de f¨²tbol. No se trata, por supuesto, de un f¨²tbol cualquiera. La plasticidad es una condici¨®n no negociable del juego. Se puede ganar o penden peno hay que hacerlo bonito. A menudo, parece que los profesionales que nutren tantos equipos de Europa, Am¨¦rica o Asia en calidad de mercenarios con saudade siguen recordando los tiempos en los que jugaban para impresionan a las chicas. La playa, entonces, les oblig¨® a jugar descalzos y a desarrollan una t¨¦cnica que mitigaba el dolor a base de acariciar el bal¨®n en lugar de tratarlo a patadas. Respecto la t¨¢ctica, viene condicionada por un clima que obliga a tom¨¢rselo con calma y dejar que sea la pelota la que corra. "Jugar andando" es una expresi¨®n que asociamos, casi siempre, a los brasile?os. Para un delantero, regatear es un deben, no una prueba de individualismo. En Europa, por juego viril entendemos ir a por todas. En Brasil, la virilidad se demuestra regateando y haciendo cuantas m¨¢s virguer¨ªas mejor o, entre centrocampistas y defensas, compitiendo en elegancia y finura (Mazinho, Carlos Alberto). El taconazo, la rabona, la chilena y la espuela son acentos de un idioma en el que prevalecen la belleza y el esp¨ªritu festivo. El arquitecto brasile?o Oscar Niemeyer dec¨ªa: "No nos gusta la l¨ªnea recta. Preferimos las curvas, los arabescos, como las l¨ªneas de las colinas de nuestro horizonte" Y basta miran el horizonte del f¨²tbol brasile?o para contemplar c¨®mo, desde Garrincha a Pel¨¦ pasando pon Rivaldo, manda la inspiraci¨®n. De la historia y sus leyendas, en cambio, cada uno recuerda batallas en las que, pendiendo o ganando, Brasil deja huella. Puede sen la Suecia del joven Pel¨¦ en 1958, la final de M¨¦xico de 1970 o el calor de Sarri¨¢ cuando, atracados pon los azzurri, Brasil cay¨® eliminada; pero, de una generaci¨®n a otra (y pese al dinero), la cadena del mito se mantiene. Se llamar¨¢n Garrincha, Romario, Gerson o Ronaldo, pero siempre habr¨¢ santos a los que venerar. Si eso le a?adimos el buen gusto de la torcida y una entra?able alergia a la disciplina (Nen¨¦ Prancha dijo: "Si las concentraciones de antes de los partidos bastaran para ganan los encuentros, el equipo de la c¨¢rcel ser¨ªa imbatible"), se comprende que, en todo el mundo, Brasil tenga tantos seguidores no por razones patri¨®ticas sino de simpat¨ªa estil¨ªstica. Por eso me gusta la selecci¨®n de Brasil: porque sus futbolistas siempre juegan para que su madre, sus hermanos, sus novias y sus amigos, que los est¨¢n viendo, se sientan orgullosos de ellos.
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