El s¨ªntoma balc¨¢nico
Ahora que parecen apuntar en el horizonte las primeras v¨ªas de soluci¨®n es cuando mejor se percibe lo sucedido durante estas semanas de bombardeo aliado contra Yugoslavia: emprendimos esta guerra sin convicci¨®n y sin convicci¨®n nos disponemos a ponerle fin. Quiz¨¢ por ello, ni las razones aducidas para iniciarla han sido siempre las mismas, ni los objetivos pol¨ªticos se han formulado con precisi¨®n, ni la estrategia militar aplicada ha sido otra cosa que una diaria transacci¨®n entre los Gobiernos de la OTAN y sus opiniones p¨²blicas.En tiempos como los que corren, marcados por un obsesivo desprecio hacia la pol¨ªtica, los an¨¢lisis capaces de hacer fortuna, de convertirse en lugares comunes y, por consiguiente, en verdades dignas de perdurar son los que alcanzan a encontrar motivos veros¨ªmiles para establecer la responsabilidad de los dirigentes p¨²blicos ante cualquier drama internacional. Si deciden no intervenir, los nuevos profetas laicos y otros portavoces de la sociedad civil lo tienen claro: la abstenci¨®n es culpable. Si, por el contrario, deciden intervenir, no por eso su responsabilidad resulta menor: cometen errores y act¨²an con improvisaci¨®n.
Por desgracia, el drama de los Balcanes constituye un ejemplo fehaciente de que, en efecto, ha habido abstenciones culpables, adem¨¢s de equivocaciones y torpezas. El problema no reside, por tanto, en el hecho de que el desprecio de la pol¨ªtica est¨¦ achacando a los dirigentes p¨²blicos una responsabilidad en la que algunos, quiz¨¢, no han incurrido. El verdadero problema que genera esta actitud es diferente, y consiste en que podr¨ªa estar comprometiendo la comprensi¨®n de lo que sucede en la antigua Yugoslavia. A fuerza de descreer de la pol¨ªtica, a fuerza de predicar su ampulosidad e irrelevancia, a fuerza de considerarla farsa y ganap¨¢n de mediocres sin oficio definido, se ha terminado por asumir la visi¨®n de los verdugos; esto es, la visi¨®n de los que sostienen que tanta tragedia y tanta sangre derramada tienen su origen -tienen que tenerlo- en un ancestral e inevitable conflicto entre etnias, no en un enfrentamiento pol¨ªtico. Y m¨¢s a¨²n: por esta v¨ªa de desprestigio de la pol¨ªtica, no s¨®lo la Alianza y los responsables p¨²blicos, sino tambi¨¦n muchos de quienes se muestran cr¨ªticos con sus actuales acciones y omisiones en los Balcanes, parecen haber perdido de vista lo m¨¢s elemental, y es que se ha intervenido en una guerra civil. Es decir, una guerra en la que las instituciones del Estado yugoslavo han sido secuestradas por unos ciudadanos con el solo prop¨®sito de perseguir a otros, disfrazando esta flagrante manifestaci¨®n de autoritarismo con delirios hist¨®ricos que pretenden establecer qui¨¦nes son aut¨®ctonos y qui¨¦nes extranjeros en un territorio que pertenece, rigurosamente, a todos sus habitantes.
Si hab¨ªa razones para dudar de la oportunidad de los ataques contra Serbia y, en general, de la bondad intr¨ªnseca de las injerencias humanitarias en conflictos como el de los Balcanes, el desarrollo de los acontecimientos durante las ¨²ltimas semanas han proporcionado una adicional: la de que, al intervenir en favor de unos ciudadanos que los nacionalistas serbios quieren convertir en extranjeros, se ha dado pie a que se les trate como si, en efecto, lo fuesen. Esto es, se ha contribuido a confirmar la interpretaci¨®n de la realidad que hace Milosevic -y, como ¨¦l, todos los nacionalistas balc¨¢nicos-, cuyo ¨²nico prop¨®sito es convencer a sus partidarios de las desgracias que siempre les habr¨ªa acarreado la convivencia y, al tiempo, imbuirlos de su exclusivo e inalienable derecho sobre el solar de la antigua Yugoslavia.
El ataque de la Alianza ha venido a confirmar esta l¨®gica de la exclusi¨®n, y de ah¨ª que cada uno de sus ¨¦xitos militares, lo mismo que cada uno de sus errores, se haya convertido desde el principio en bazas a favor de la pol¨ªtica interior de Milosevic, del reforzamiento de su poder. Desde esta perspectiva, ?c¨®mo extra?arse de la parsimonia que ha mostrado a la hora de encontrar cualquier salida negociada? Rotos los puentes con los Gobiernos que le obligaban a aplicar con cautela y cierto disimulo sus pol¨ªticas autoritarias, ?c¨®mo sorprenderse de que haya aprovechado el amplio margen que se le ha proporcionado para llevar a cabo en Kosovo lo que siempre se hab¨ªa propuesto hacer? ?Y c¨®mo admirarse de que lo haya hecho si, adem¨¢s, la propia Alianza le garantizaba que no enviar¨ªa tropas de tierra y que no intentar¨ªa derrocar su r¨¦gimen?
Si hab¨ªa razones para dudar de la oportunidad de iniciar los ataques contra Serbia, m¨¢s razones existen ahora para dudar de una soluci¨®n como la que parece perfilarse en estos d¨ªas, y que no consiste en otra cosa que en promover un imposible retorno a la casilla de salida. Imposible, en primer lugar, porque la muerte, el sufrimiento y la destrucci¨®n de estas semanas no se pueden borrar con el simple gesto de tender la mano a quien es el mayor responsable de cuanto ha sucedido. Imposible, adem¨¢s, porque una parte sustancial de los centenares de miles de deportados no volver¨¢ nunca a sus casas, sea porque ya no queda rastro de ellas, sea porque, puestos a recomenzar de cero, prefieran rehacer sus vidas lejos del terror, del odio y de los dram¨¢ticos recuerdos que les han marcado para siempre. Pero imposible, en fin, porque no se ha avanzado un ¨¢pice en lo que de verdad deber¨ªa haber importado: la democratizaci¨®n del r¨¦gimen serbio y el desplazamiento de Milosevic, el causante ¨²ltimo de esta tragedia.
En el fondo, la falta de convicci¨®n con que emprendimos esta guerra puede resultar comprensible. Operaba sobre nosotros la repugnancia hacia el uso de la fuerza, la certeza de que el derecho internacional saldr¨ªa malparado o incluso la convicci¨®n de que las bombas aliadas agravar¨ªan los problemas en lugar de resolverlos. En el punto en que hoy nos encontramos, la falta de convicci¨®n con que nos disponemos a ponerle fin es, quiz¨¢, mucho m¨¢s grave, porque demuestra nuestra ignorancia acerca de uno de los principales problemas que amenazan el porvenir. No ya el de la antigua Yugoslavia, sino el de Europa en su conjunto.
Digan lo que digan los defensores de la identidad, la convivencia s¨®lo se puede consolidar por el procedimiento que se?al¨® Locke: construyendo el espacio p¨²blico, pol¨ªtico, con los elementos que son comunes a los individuos, y trasladando las diferencias al ¨¢mbito de lo privado. Por eso, en democracia, el sexo, la raza o la religi¨®n se han mantenido hasta ahora en la esfera de la intimidad personal, y s¨®lo cuando se ha iniciado el desprestigio de la pol¨ªtica, la convicci¨®n de que no sirve o, peor a¨²n, de que no debe servir para promover la igualdad han reaparecido en el espacio p¨²blico bajo diversas m¨¢scaras. Algunas pac¨ªficas, como cuando, hastiadas de su postraci¨®n, ciertas minor¨ªas se deslizan por la pendiente de solicitar medidas de discriminaci¨®n positiva en su favor. Otras violentas, como cuando se exige la consideraci¨®n de pol¨ªtico para cr¨ªmenes cometidos por ciudadanos cuyo ¨²nico m¨®vil es haber dado cr¨¦dito, libre y voluntariamente, a ciertos relatos del pasado, a ciertas elucubraciones y fantas¨ªas, que los traviste en depositarios de un Tali¨®n ancestral. Quiz¨¢ la dificultad mayor a la que nos hemos enfrentado en esta guerra, el problema esencial a¨²n no resuelto y del que los Balcanes ser¨ªan s¨®lo un s¨ªntoma, resida precisamente ah¨ª: en que, por alguna raz¨®n dif¨ªcil de comprender, los europeos somos incapaces de reconocer el autoritarismo cuando se envuelve con los oropeles del relato hist¨®rico, y creemos as¨ª tratar con etnias cuando con quienes estamos tratando es, en realidad, con las v¨ªctimas de la intolerancia y con sus verdugos.
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