Esc¨¢ndalos alimentarios
Los pa¨ªses peque?os s¨®lo saltan a las primeras p¨¢ginas de los peri¨®dicos cuando se ven envueltos en esc¨¢ndalos. As¨ª le ocurri¨® a B¨¦lgica con el infame caso Dutroux, con la condena por soborno del que fuera su hijo pol¨ªtico favorito Willy Claes, y en las ¨²ltimas semanas con el caso de los alimentos contaminados, que desde los pollos con dioxina ha saltado a la Coca-Cola t¨®xica. Incluso la marca m¨¢s conocida del mundo, el icono por excelencia de la sociedad global, se ve en entredicho por causas todav¨ªa sin aclarar. No es sorprendente en este marco que la derrotada coalici¨®n cuatripartita encabezada por el socialcristiano Dehaene haya sido incapaz de quitar de la cabeza de los belgas que votaban el 13 de junio la idea de que su pa¨ªs est¨¢ decididamente mal gobernado y necesita reformar profundamente sus instituciones. Si en el caso del pederasta y asesino m¨²ltiple Dutroux se trataba de la incompetencia policial y judicial, en el de la dioxina cancer¨ªgena se trata de la falta de informaci¨®n proporcionada por Bruselas a sus socios de la Uni¨®n Europea y la lenta reacci¨®n de sus autoridades ante unos hechos graves. Con ser obvia la responsabilidad belga en la inquietud con que muchos europeos acuden hoy al supermercado -en Espa?a la sensibilidad de los consumidores est¨¢ agudizada por la memoria de la tragedia que entre nosotros supuso la venta de aceite de colza adulterado-, hay que trascender el epicentro de la alarma para apreciar la dimensi¨®n real del fen¨®meno. Antes que las dioxinas belgas fueron las vacas locas brit¨¢nicas. La libertad de mercado tiene enormes ventajas para el consumidor, pero una de las contrapartidas es la dificultad de rastrear la circulaci¨®n y distribuci¨®n de productos alimenticios una vez que ¨¦stos superan los controles de sus Gobiernos respectivos. Ahora sabemos que Coca-Cola belga importada por un almacenista zamorano se ha vendido, por ejemplo, en Asturias o Catalu?a.
Francia acaba de proponer la armonizaci¨®n en la UE de las reglas de seguridad alimentarias. El presidente Chirac ha sugerido, en su entrevista de ayer con Clinton, la creaci¨®n, en la pr¨®xima cumbre del G-8 (los siete pa¨ªses m¨¢s industrializados y Rusia), de un consejo cient¨ªfico mundial encargado de velar por la seguridad de los alimentos.
Las sociedades ricas e informadas valoran casi por encima de todo la salud y bienestar de sus miembros. A veces, en esa b¨²squeda de un seguro a todo riesgo contra algunas de las amenazas del mundo moderno, tienden a la desconfianza generalizada, cuando no a conclusiones desproporcionadamente alarmistas. Los esc¨¢ndalos alimentarios disparan en el consumidor la teor¨ªa de que la industria del ramo est¨¢ tentada de preferir su propio provecho a la salud p¨²blica.
Pero por algo hay que comenzar. Porque no se puede confundir este deseo imposible de estar a resguardo de todo riesgo con el hecho de que hay aspectos de la cadena alimentaria que dejan mucho que desear: por ejemplo, el reciclaje en harinas de alimentaci¨®n animal de los desechos de matadero. El caso de las vacas locas ha mostrado, m¨¢s all¨¢ de toda duda razonable, que hay una amenaza a la salud de los humanos, consumidores finales, en el uso de estas harinas que se utilizan para alimentar al ganado. Pese a ello, la Comisi¨®n Europea sigue tres a?os despu¨¦s sin ponerse de acuerdo a la hora de fijar normas comunes en sus procesos de fabricaci¨®n. La decisi¨®n, como siempre, implica desgastes pol¨ªticos y electorales, gastos extraordinarios y la voluntad de luchar contra poderosos intereses creados. Pero, incluso desde el m¨¢s miope punto de vista, en un mercado global no hay mayor bien a proteger que el de la salud de los millones de an¨®nimos consumidores que lo sustentan.
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