LA CR?NICA Serpientes JACINTO ANT?N
He vuelto a recordar a mi primera serpiente, con cari?o. Ni siquiera era una serpiente, sino un luci¨®n, un lagarto sin patas, pero yo entonces era joven e inocente, y todas las escamas me parec¨ªan iguales. Ya entonces la vida me daba gato por liebre. Luego, con el tiempo, he aprendido a reconocer tactos y g¨¦neros y me defiendo a la hora de distinguir una culebra bucerrig de una Masticophis flagellum, aunque no sin un detallado examen. A la letal v¨ªbora del Gab¨®n la identifico a muchos metros. He recordado, dec¨ªa, a Nessie y a todas las criaturas fr¨ªas y serpenteantes que la siguieron y que acompa?aron algunas de mis horas m¨¢s solitarias y surreales. Me las ha hecho evocar el medievalista Miquel Barcel¨®, al que le ha sorprendido enterarse de mi intimidad con los ofidios, unos seres que le espantan y repugnan. Le dije que no se preocupara, que no me lo tomaba como nada personal y que yo tambi¨¦n hab¨ªa pasado una fase de distanciamiento serpentil como la suya. Si me sumerg¨ª en ese universo deslizante y sinuoso de anillos y escamas fue precisamente, le expliqu¨¦, porque sufr¨ªa una fobia a las serpientes de aqu¨ª te espero. Tem¨ªa verlas aparecer en cualquier parte, bajo cualquier hoja o tronco, incluso en el ba?o. Y hab¨ªan empezado a invadir mis sue?os. Mi familia ha sostenido desde hace varias generaciones una relaci¨®n estrecha con las serpientes. Mi abuelo dispar¨® contra una anaconda que ten¨ªa a medio devorar a un criado, aferrado a¨²n, el pobre, al bancal de hortensias de mi abuela. A?os despu¨¦s, en el exilio, nos explicaba en Lezo, entre batidos de vainilla, que un indio que le guiaba en una expedici¨®n de caza fue mordido en un pie por una enorme guayac¨¢n desbordante de veneno, y que el hombre, con una serenidad terrible, apoy¨® la pierna sobre un toc¨®n de ¨¢rbol y de un machetazo, chas, se amput¨® el miembro. "Se salv¨®", redondeaba la historia vaciando pausadamente su pipa mientras mis hermanos y yo nos relam¨ªamos la espuma y la canela de los labios. A mi madre siempre le han gustado las serpientes. De peque?a, y esto se lo o¨ª contar muchas veces a mis t¨ªas, adopt¨® una mascota a la que llamaba "mi dulce mariposa" y que nadie m¨¢s sino ella ve¨ªa nunca. Lo achacaban a su imaginaci¨®n de ni?a de seis a?os. Pero cuando empez¨® a distraer de la cocina grandes cantidades de comida, mis abuelos comenzaron a preocuparse. Un d¨ªa el jardinero la sigui¨® hasta el s¨®tano y observ¨® que entreabr¨ªa las puertas de una vieja alacena y hablaba con cari?o hacia el oscuro interior. Cuando mi madre se march¨®, el jardinero se asom¨® para descubrir con horror que su mascota era una mapanare rabo frito, una de las serpientes m¨¢s peligrosas de Venezuela. Cuando se le recuerda el episodio, mam¨¢ sonr¨ªe. A m¨ª, como he dicho, me produc¨ªa escalofr¨ªos la sola idea de ver una serpiente. Pero ellas insist¨ªan en poblar mi imaginaci¨®n. Cuando me dio por tener un sue?o recurrente en el que yo paseaba por las habitaciones de casa convertidas en un pantano y, de repente, me deten¨ªa asaltado por un pavoroso presentimiento mientras el agua se volv¨ªa transparente para revelar mir¨ªadas de serpientes enroscadas a mis pies, pens¨¦ que ten¨ªa que estudiar a fondo el asunto. Como dijo Caspar Friedrich, "deja salir a la luz lo que has visto en tu noche", aunque muerda. Lo afront¨¦ con esp¨ªritu cient¨ªfico: le¨ª mucho sobre los ofidios, fisiolog¨ªa y costumbres, pero tambi¨¦n usos culturales. Me enter¨¦ de que los akikujas casan jovencitas con grandes serpientes. De que era costumbre entre los matabele tenderse en una corriente de agua todo un d¨ªa para hacerse perdonar la muerte de una boa. Y de que cuando una mujer huichole va a bordar, su marido captura una serpiente grande y la sujeta contra la frente de su esposa para ponerla en condiciones de hacer tan bellos bordados como los dibujos del lomo del reptil. Mi miedo no se hizo menor, pero mi conversaci¨®n gan¨® muchos enteros. De entre todas las historias que recog¨ª, ninguna tan sugerente como la que Saint John Perse explicaba sobre el buque fantasma que vio arribar al puerto de Tuituila, en Samoa: era un mercante con un cargamento de serpientes venenosas destinadas a un zoo europeo. Los reptiles hab¨ªan escapado e invadido el nav¨ªo, y los marineros fueron muriendo uno a uno. El barco surc¨® durante meses el oc¨¦ano a la deriva hasta que las corrientes lo condujeron, como un ponzo?oso regalo, dulcemente, hasta los muelles. Como resultado l¨®gico de mi estudio deriv¨¦ hacia el gnosticismo y las teor¨ªas de los ofitas y naasenos, y, dada la implicaci¨®n on¨ªrica de mis intereses, hacia el psicoan¨¢lisis jungiano. Me estaba complicando. As¨ª que, tras leer en Jung: "La serpiente no quiere, pero debe sernos ¨²til", decid¨ª ir directo al grano. Prepar¨¦ un surtido de terrarios y aguard¨¦ a que el destino materializara mis reptiles. No tuve que esperar mucho. Encontr¨¦ a Nessie deambulando por un camino del Montseny. Enseguida lleg¨® Thuu, la culebra de agua, que bufaba y que tanto respeto inspiraba a la se?ora de la limpieza, y luego vino Lawrence, la peque?a culebra coronela, que sol¨ªa hacerse la muerta. Apolo ilumin¨® la colecci¨®n con sus galas verdiamarillas de culebra de Esculapio.Y Krait, la v¨ªbora, puso una nota salvaje con su naricita respingona y sus ojos de gato. Una vez que empec¨¦ a dejarlas salir de mi interior, las serpientes aparec¨ªan por todas partes. Taip¨¢n, Naja, Mambo, Castorcito... Yo las instalaba en sus nuevos hogares de vidrio y me pasaba horas contempl¨¢ndolas mientras el miedo se disolv¨ªa como un terr¨®n de az¨²car en la c¨¢lida bebida de la cotidianidad. Aprend¨ª a acariciarlas y a dejarlas enroscarse en mis dedos y mis brazos. Supe de su crueldad cuando estrangulaban a tal o cual lagartija que yo mismo les ofrec¨ªa, de sus enfermedades e inquietudes. Compartimos la alegr¨ªa de alguna pre?ez, la espera de una puesta y el dolor de la muda. Curiosamente, mis serpientes me hicieron muy popular. Sobre todo entre las chicas: ped¨ªan verlas y se quedaban en un rinc¨®n, haciendo moh¨ªnes. Despu¨¦s me miraban de otra manera. Con el tiempo, las serpientes empezaron a morir en mi interior. Y un d¨ªa so?¨¦ con una piscina vac¨ªa en cuyo fondo hab¨ªa una piel de pit¨®n, una exuvia enorme y blanca. Supe que era una despedida. Entonces devolv¨ª todas mis serpientes a la monta?a, al mundo al que pertenec¨ªan, y las observ¨¦ deslizarse, silenciosas, entre la hierba fresca y limpia. Nunca m¨¢s he vuelto a so?ar con ellas.
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