Carreras de caballos
Dif¨ªcil es atribuir a Madrid alg¨²n rasgo espec¨ªfico que la distinguiera de cualquier otra ciudad o territorio. Quiz¨¢ resida ah¨ª su encanto, en no tener cualidades excesivas, caricaturescas. Quien viene y lo que llega es r¨¢pidamente asumido, como algo entre conquista, herencia, bot¨ªn o regalo. El baile m¨¢s castizo es el chotis, escoc¨¦s, y ni siquiera el juego de la rana podr¨ªa aqu¨ª reivindicar su origen. Cualquier moda, t¨¦cnica, ceremonia, escuela, estilo, prenden con fuerza, casi nunca arraigan. La ¨²ltima hegemon¨ªa madrile?a puede que fueran sus teatros, que hoy albergan compa?¨ªas catalanas. El adulto de 30 a?os para abajo no recuerda que hubo tres frontones en la capital; lleg¨® a haber cuatro, uno de se?oritas, en la calle del Doctor Cortezo. Eran el refugio de la reprimida inclinaci¨®n al juego, que posiblemente se resinti¨® cuando a los gesticulantes apostadores les quitaron la boina roja, ascendida a otros cr¨¢neos. El juego de pelota no cuaj¨®. Como tampoco -es de recurrente y lamentable actualidad- las carreras de caballos. Guardo de la ni?ez y adolescencia escolar el eco que llegaba a las aulas de los triunfos de aquella m¨ªtica yegua Atl¨¢ntida, del conde de la Cimera, que corr¨ªa siempre victoriosa por el Hip¨®dromo, cuando estaba entre los Nuevos Ministerios y El Corte Ingl¨¦s de la Castellana. All¨ª conclu¨ªa el Madrid urbano y por all¨ª se esparc¨ªan las amables colonias de chal¨¦s unifamiliares: El Viso, La Prensa, Cruz del Rayo, Los C¨¢rmenes, Ciudad Jard¨ªn, el fallido experimento de Arturo Soria, en la Ciudad Lineal, casitas modestas, con un pa?uelo de jard¨ªn separando y uniendo cordialmente a los mun¨ªcipes.
Madrid estuvo en un tris de convertirse en metr¨®polis humana, comprensiva, due?os sus habitantes del suelo que pisaban, excitado el sentido de buena vecindad. No fue posible. Sin l¨ªmites geogr¨¢ficos, con terreno en todos los sentidos, hacia la sierra, entre las llanuras, ausentes los obst¨¢culos -nunca lo fueron el Manzanares, el Jarama, Lozoya, Guadalix, Guadarrama, ni los arroyos y acequias que empapan la provincia, hasta rozar el Tajo. Es un t¨®pico interesado y est¨²pido mantener que Madrid es una tierra casi des¨¦rtica. Ocho, diez embalses, lagunas, canales, apagar¨ªan la sed de Nueva York, aunque quiz¨¢ no basten para surtir los despilfarradores grifos de las residencias secundarias.
Hablamos del Hip¨®dromo y sus fugaces glorias. Las carreras de caballos, en los ¨²ltimos a?os de la anterior Monarqu¨ªa, fueron un espect¨¢culo elitista. Y tambi¨¦n a lo largo del pasado r¨¦gimen. Restablecidas en los cincuenta, junto a la Cuesta de las Perdices, durante algunos a?os me hice asiduo -sin el entusiasmo y los conocimientos de Fernando Savater, por supuesto- hasta que la invencible adicci¨®n a la siesta me apart¨® de las pistas. Sigui¨® siendo un deporte o espect¨¢culo de minor¨ªas. Aunque el terreno sea municipal -creo- y estuviera explotado por la Sociedad de Fomento de la Cr¨ªa Caballar de Espa?a, formada por los propietarios de los ejemplares, a ¨¦stos no les agradaba las muchedumbres. Nunca lleg¨® a disfrutar de la importancia que a¨²n tienen los grandes recintos ingleses, franceses, norteamericanos, mexicanos o argentinos, pero estuvieron rasp¨¢ndolo. Los viejos colores aristocr¨¢ticos se ve¨ªan sustituidos por otra emergente clase adinerada. Las cuadras de Alburquerque, Villapadierna, Florida -un canario infatigable que bautizaba a sus campeones con nombres isle?os: Roque Nublo, Maspalomas, Icod, Carachica- compartieron los palcos con las nuevas cuadras: Rosales, del entusiasta Antonio Blasco, Beamontes, Fierro, hasta que en c¨ªrculo tan cerrado irrumpieron audaces aventureros, como el famoso Jorge Antonio -fue el practicante que le pon¨ªa las inyecciones a Per¨®n-, que matricul¨® en La Zarzuela su escuder¨ªa Dos Estrellas y, al parecer, h¨¢bitos y martingalas nuevos en el turf espa?ol.
Intentaron, incluso, la quiniela h¨ªpica, que tampoco cuaj¨®. Lo que sobrenadaba era la repulsa hacia el populacho -base de cualquier afici¨®n multitudinaria- y eso es parte del saldo final. Parece haber ca¨ªdo el hip¨®dromo en manos poco cuidadosas y, desde hace a?os, no se escucha por la recta de El Pardo el redoble de los nerviosos remos de los mejores potros, yeguas y caballos. Un Ricky transmutado se limitar¨ªa a suspirar: "Siempre nos queda T¨®mbola", lo que es magro consuelo.
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