Paella
Aunque nuestro destino era Bregenz, al llegar a la altura de Sankt-Gallen nos desviamos para visitar la biblioteca cartujana, ¨²nica del mundo que se visita en zapatillas. A la entrada te calzas unas enormes babuchas y luego puedes deslizarte por el espl¨¦ndido recinto donde alguna vez algunos se tomaron en serio la vida. Cyrus, el novio de Mar¨ªa, patin¨® sobre el parqu¨¦ dibujando finas curvas en homenaje al sector familiar de religi¨®n bahai.
A la salida, camino del centro urbano, nos topamos con una fiesta solidaria, el D¨ªa de los Refugiados (Tag des Fluchtlings). Era solidaridad por v¨ªa digestiva. Toda la calle ven¨ªa punteada de chiringuitos donde se cocinaban las viandas nacionales de los refugiados, as¨ª que, tras comprar el men¨² elegido, los refugiados se instalaban en unos largos bancos para practicar la solidaridad. Pod¨ªas solidarizarte con indonesios, tibetanos, nigerianos, paquistan¨ªes, kurdos... zamp¨¢ndote un kebab, una carne picada con coco, un pollo con yuca y pl¨¢tano, y as¨ª sucesivamente. Habr¨ªa all¨ª sobre los mil solidarios solidariz¨¢ndose. Yo eleg¨ª a los refugiados nigerianos porque hab¨ªa divisado al jefe de la mafia local, un negro enorme, impecablemente vestido de Armani, con gafas de sol tipo Guardia Civil y kilos de collares y anillos de oro. Desde su rinc¨®n vigilaba a los empleados en solidaridad de refugiado.
Pero luego, ?qu¨¦ hermosura!, camino del banco solidario me encontr¨¦ con la caseta de los espa?oles, ¨²nicos europeos (no se sabe si refugiados o solidarios) con derecho a chiringuito y vendiendo paella por un tubo. La cola indicaba hasta qu¨¦ punto los europeos prefieren a sus propios refugiados. Y sobre todo, a unos refugiados tan correctos, tan profesionales como los espa?oles, maestros en el arte de refugiarse, solidarizarse, y vender paella.
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