Estrellas
LUIS GARC?A MONTERO M¨¢s all¨¢ de las certezas num¨¦ricas de los almanaques, el verano se inaugura de muchos modos. El fin de curso, las notas, una noche de hogueras, un viaje al mar o una verbena pueden servir para declarar ¨ªntimamente abierta la estaci¨®n en la que uno es otro, alguien distinto al de todos los d¨ªas, a la persona que est¨¢ segura de su nombre, de su trabajo y de su cama. Yo me deshago de m¨ª mismo la noche en la que miro por primera vez las estrellas de una forma serena y obsesiva, con esa tranquilidad ausente y enigm¨¢tica de los alunados; de los que guardan el vac¨ªo absoluto o un pensamiento demasiado serio en su cabeza. Las estrellas son una herencia de mi padre. Hay quien deja a sus descendientes un reparto angustioso de fincas, apartamentos, casas familiares y extractos bancarios. Mi padre, que nunca se sinti¨® inclinado a los derechos reales y a las notar¨ªas, es un maestro en el arte de las herencias simb¨®licas. Cualquier noche de finales de junio, cuando el calor empieza a comportarse como un hu¨¦sped pesado, mi padre extiende una manta vieja en la terraza de su casa y se tumba en el suelo para mirar las estrellas. El resplandor fijo de la luz en la oscuridad es un interrogatorio de silencios, una b¨®veda hipn¨®tica que se apodera de los ojos como el fuego de las chimeneas en el invierno o como el agua gris de los r¨ªos al pasar bajo los puentes del oto?o. El silencio aparece en el cielo con su vestido de lentejuelas y se mueve por el sal¨®n, muy lento y abandonado de s¨ª mismo, para bailar una m¨²sica lejana. Lleva la luna en la mano con una elegancia calculada y natural, del mismo modo que los cuerpos m¨¢s bellos saben llevar una copa o un cigarro mientras bailan, consiguiendo que el hielo y el humo formen parte de la orquesta. Despu¨¦s de muchos millones de a?os dedicado a su tarea de ser, el firmamento sabe regalarnos una m¨ªnima y consoladora sensaci¨®n de estar. Cuando yo me tumbaba junto a mi padre en la terraza de nuestra casa, todo estaba en su sitio. Estar significaba un orden inmutable, en el que los objetos respond¨ªan a sus definiciones y los sustantivos no ten¨ªan problemas a la hora de encontrar sus adjetivos. La infancia es eso, una redacci¨®n sobre la nieve blanca, el mar azul, los ¨¢rboles verdes y las estrellas luminosas. La V¨ªa L¨¢ctea era un argumento m¨¢s de la armon¨ªa de mi nombre. Ahora, cuando salgo a la terraza para inaugurar mi verano con una noche de estrellas, me resulta dif¨ªcil no estremecerme ante la hermos¨ªsima fragilidad de la luz, ante los huecos inmensos de la sombra que cuelgan alrededor de nuestras vidas como los n¨²meros in¨²tiles de una agenda de tel¨¦fonos. Todo lo que desaparece forma parte de nuestra mirada, convivimos con la gente a la que no podemos llamar. Las estrellas me lo recuerdan un momento, pero luego consigo convencerlas de que regresen conmigo a la infancia. Ya que vamos a dudar, a ser otro, a cambiar de piel, a deshacernos, a desconocernos, podemos recuperar una vez m¨¢s al ni?o que fuimos y que sobrevive gracias a los veranos. As¨ª lo escribi¨® Jos¨¦ Manuel Caballero Bonald en la primera frase de Tiempo de guerras perdidas: "Las fronteras de la infancia suelen coincidir con las del verano".
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