Valencia CF, ?algo m¨¢s que un club?
A¨²n no se han apagado los ecos de la catarsis colectiva del pasado fin de semana en Valencia. Miles de aficionados tomaron la ciudad, jalearon a sus h¨¦roes y llenaron Mestalla a rebosar. Toda la parafernalia ¨¦pica que suele acompa?ar a este tipo de acontecimientos compareci¨® ante las c¨¢maras con su habitual impudicia: la ofrenda de la Copa a la Virgen, las l¨¢grimas de los aficionados, los pol¨ªticos botando en el balc¨®n. Como una fiesta de exaltaci¨®n fallera, poco m¨¢s o menos. La tentaci¨®n de escribir un art¨ªculo distanciado y sarc¨¢stico es muy fuerte. Creo, sin embargo, que ser¨ªa un error. A menudo me he encontrado con la pasi¨®n futbol¨ªstica en los ¨¢mbitos m¨¢s insospechados. Por ejemplo, cenando un d¨ªa con el anterior director de la Real Academia, me coment¨® que todos los domingos, estuviese donde estuviese, acud¨ªa a Internet, al Teletexto o a la llamada telef¨®nica, para enterarse de lo que hab¨ªa hecho su equipo. Tampoco es la primera vez que se suspende una oposici¨®n porque los miembros del tribunal, m¨¢ximas autoridades cient¨ªficas en su materia, tienen que irse corriendo al hotel para ver un Bar?a-Madrid. En este mundo cada vez m¨¢s descre¨ªdo en el que vivimos, los equipos de f¨²tbol han venido a sustituir a muchas cosas: a las creencias religiosas, a los mitos nacionalistas, al sentimiento tribal que antes se circunscrib¨ªa al ¨¢mbito de la familia o del grupo de amigos. Ya hab¨ªa ocurrido otras veces: los ciudadanos del bajo Imperio romano s¨®lo estaban dispuestos a morir por sus conductores de cuadriga favoritos, los del Imperio bizantino discut¨ªan apasionadamente en el estadio mientras los proyectiles de las catapultas ca¨ªan sobre Constantinopla. Parece que la reducci¨®n del sentimiento comunitario a pasi¨®n deportiva es propia de todos los finales de ¨¦poca. Lo cual no deja de ser curioso, porque aquellas pulsiones, religiosas o pol¨ªticas, aunque intercambiables para el antrop¨®logo, les parec¨ªan mutuamente excluyentes a los ciudadanos y, en cambio, la pasi¨®n por un equipo de f¨²tbol es gratuita y todos lo saben. El devoto de tal Virgen est¨¢ convencido de que la suya es incomparablemente mejor que las otras. El apasionado de un territorio es incapaz de advertir sus defectos y, en cambio, fustiga implacablemete los de los dem¨¢s. Con el f¨²tbol no pasa eso. Ni al m¨¢s obnubilado de los hinchas se le escapa que el ¨¦xito es una cuesti¨®n de talonario y que sus adorados jugadores, a menudo extranjeros, habr¨ªan alcanzado id¨¦nticos triunfos con la camiseta del contrario siempre que este hubiese dispuesto del capital suficiente. No hay m¨¢s que pensar en el curioso espect¨¢culo de la final del otro d¨ªa: todos los aficionados valencianistas sab¨ªan que el general que les estaba conduciendo a la victoria era el entrenador in pectore del equipo al que estaban ganando precisamente. Y nadie lo tom¨® como una traici¨®n: ?qu¨¦ habr¨ªan pensado los soldados de Napole¨®n en Austerlitz si su general les hubiese dicho que para la campa?a del a?o siguiente hab¨ªa fichado por los austriacos o por los rusos? Pero las cosas son as¨ª y de nada sirve lamentarse. El r¨¦gimen de Hitler estuvo m¨¢s cerca que nunca de convencer al mundo de las bondades del nacionalsocialismo en 1936, como consecuencia del ¨¦xito alem¨¢n en la Olimpiada de Berl¨ªn. El gol de Marcelino ante la URSS fue un inesperado golpe de efecto del r¨¦gimen franquista empe?ado en convencer a los espa?oles de aquello de "Rusia es culpable"; y tanto: los culpables son siempre los que pierden. Claro que este aprovechamiento del deporte no es privativo de las dictaduras: la democracia espa?ola ha salido legitimada en su imagen mundial con la Olimpiada de Barcelona. Y, volviendo al f¨²tbol, todos los pol¨ªticos catalanes saben que el Bar?a es mucho m¨¢s que un club, es la encarnaci¨®n medi¨¢tica de Catalu?a. Tambi¨¦n el Real Madrid es m¨¢s que un equipo, aunque aqu¨ª, en vez de convertirlo en el s¨ªmbolo de Castilla, hay una vieja y perniciosa propensi¨®n a identificarlo con Espa?a sin m¨¢s. Simb¨®licamente, pocas cosas hay tan perturbadoras para la convivencia espa?ola como esos partidos de la m¨¢xima en los que los aficionados blancos ventean la bandera de Espa?a en las narices de los hinchas de otros clubs armados de sus ense?as espec¨ªficas. Pues bien, aunque esta moderna conversi¨®n de los equipos de f¨²tbol en emblemas de una comunidad pol¨ªtica resulte bastante irracional, lo cierto es que casi todos los equipos de primera divisi¨®n cumplen dicho cometido. No s¨®lo el Bar?a o el Madrid. Cuando el Real Zaragoza conquist¨® el t¨ªtulo de la Recopa en Par¨ªs, todo Arag¨®n se alz¨® en un clamor. Y hace bien poco, no fue el Deportivo Mallorca quien se qued¨® con la miel en los labios, sino las Baleares en general. ?Y en el caso del Valencia? Esta es la cuesti¨®n. ?Cu¨¢ntos aficionados al sur de Gandia y al norte de Nules la armaron la noche del 26 de junio? ?Cu¨¢ntos ni?os de Elche juegan al f¨²tbol en el patio de su escuela haciendo como que son del Valencia? ?Cu¨¢ntos aficionados al futbol¨ªn corean sus combinaciones con nombres de jugadores valencianistas en los recreativos de Benicarl¨®? El asunto parece f¨²til, pero tiene su miga. Tal vez por eso nuestros pol¨ªticos, de todos los colores, se alborozaron -o hicieron como que- con la Copa del Rey reci¨¦n conquistada. Y es que, aunque personalmente no soy aficionado al f¨²tbol, pienso que, por el bien de todos los valencianos, el Valencia ahora mismo, y otros grandes equipos como el Villarreal, el H¨¦rcules, el Castell¨®n, el Levante o el Elche, cuando les vaya mejor en eso del pelot¨®n, deber¨ªan ser algo m¨¢s que un club.angel.lopez@uv.es
?ngel L¨®pez Garc¨ªa-Molins es catedr¨¢tico de Teor¨ªa de los Lenguajes de la Universidad de Valencia.
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