El Tour
Dicen que el Tour -el Tour por televisi¨®n- deja ahora sin siesta a muchos espa?oles (tampoco me olvido de los del transistor). Cuando uno era ni?o, no ten¨ªamos esa suerte y hab¨ªa que esperar a las seis o siete de la tarde para saber por la radio lo que hab¨ªa ocurrido en la etapa del d¨ªa. Alg¨²n enterado llegaba de cuando en cuando, sobre todo si la etapa era importante, y daba las novedades sustanciales que hab¨ªa captado por su radio misteriosa y poderosa. Eran los tiempos en que, como mucho, so?¨¢bamos con reinar en la monta?a, donde la raza era especialmente ducha, seg¨²n dec¨ªan, y nos conform¨¢bamos con ganar alguna etapa; es verdad que Bahamontes empez¨® a acostumbrarnos mal y a ilusionarnos con triunfos abusivos. Pero Bahamontes, hasta que cuaj¨® en gran corredor, ganaba un puerto, se paraba, se tomaba un helado, abandonaba cabreado o se hund¨ªa cuarenta minutos en la cola del pelot¨®n antes de alcanzar la monta?a. Ten¨ªa posiblemente menos calidad que Indur¨¢in, pero resultaba mucho m¨¢s divertido. El Tour era en todo caso la postsiesta, el encuentro con una Europa imposible que se hac¨ªa realidad en aquellos nombres m¨ªticos -el Tourmalet, el Gran San Bernardo, el Peyresourde...-, que nos devolv¨ªan la fruta alegre de la aventura, el sabor agreste de los hero¨ªsmos. Pueblos hab¨ªa en Espa?a donde el due?o del bar colocaba el gran aparato de radio en la puerta y la gente se agrupaba all¨ª para escuchar a aquellos magn¨ªficos locutores de la SER -uno recuerda a Antonio de Rojo, potente y cordial-, que visualizaban la carrera y la pon¨ªan tangible y pl¨¢stica ante nuestros ojos, y procuraban salvar casi siempre la actuaci¨®n espa?ola, que no sol¨ªa pasar de mediana, aunque casi siempre hab¨ªa un corredor que salvaba la carrera.
Escuchar el Tour las tardes del mes de julio o de junio era escapar de los territorios ¨¢ridos de aquellos veranos en que un hombrecillo se instalaba siempre en un palacio llamado de Ayete, se fotografiaba con los tripulantes de las traineras victoriosas en espectrales batallas o pescaba un pez inmenso a bordo de un yate con nombre de ave rapaz. Escuchar el Tour aquellas tardes calientes era caminar los caminos de un pa¨ªs que todos sab¨ªan o imaginaban dulce y verde, con muchas casitas junto a las carreteras y con monta?as imponentes que se ergu¨ªan all¨ª para que los semidioses supieran escalarlas, incluido aquel semidi¨®s de Toledo, magro y avellanado, que hab¨ªa aprendido a trepar, ¨¦l solo, por las calles pinas de su ciudad de pintores y catedrales. Escuchar el Tour por las tardes era tambi¨¦n o¨ªr nombres muy extra?os, entre los que destacaban los franceses, los belgas y los suizos: Bobet, Walcowiack, Darrigade, Ocker, Koblet... Los italianos (Coppi, Bartali, Nencini) eran, o sonaban, m¨¢s familiares.
Si se produc¨ªa alg¨²n ¨¦xito espa?ol, los aplausos sonaban ruidosos, hasta brav¨ªos, y oyente hab¨ªa incluso que repet¨ªa el caf¨¦, sin que el municipal de turno se atreviera a imponer silencio, aunque se daba una vuelta por all¨ª, por si acaso. Hoy, aquellas audiencias colectivas se han terminado, y lo que manda es el televisor, particular, aunque no faltan, ac¨¢ y all¨¢, las visiones en grupo. Pero aquel esp¨ªritu de epopeya -epopeya o¨ªda, epopeya imaginada- se ha perdido en las tardes del tiempo, como se perdieron aquellos veranos so?adores, mon¨®tonos y modestos, donde los ni?os miraban, como siempre, el horizonte y los hombres se olvidaban de las fatigas y escuchaban la radio aquella surcada por rutas que llevaban a una apoteosis de sonidos y victorias fugaces.
Babelia
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