LA CR?NICA En el castillo del conde JACINTO ANT?N
Por razones estrictamente profesionales he visitado recientemente el castillo del conde Alm¨¢sy en el Burgenland austriaco. Ya puedo morir feliz. Mi inter¨¦s por L¨¢szlo Alm¨¢sy, el personaje real en el que se basaron la novela y la pel¨ªcula El paciente ingl¨¦s, me ha procurado singulares experiencias, pero ninguna tan intensa -de momento- como la noche que pas¨¦ hace un mes invitado en el viejo castillo de Bernstein, con todos los recuerdos del explorador a mano y un buen n¨²mero de fantasmas deambulando por los pasillos. Hace tiempo que quer¨ªa conocer el castillo de los Alm¨¢sy, hogar de infancia de L¨¢szlo y refugio al que el piloto y amante del desierto se retiraba durante los escasos periodos en que no estaba dedicado a viajar por las abrasadas dunas de Libia. Me hab¨ªan llegado noticias de que el Burg Bernstein no s¨®lo era visitable, sino que albergaba un peque?o museo dedicado a la memoria de Alm¨¢sy. Me enter¨¦ tambi¨¦n de que el castillo, en la frontera de Austria con Hungr¨ªa, funcionaba como hotel y se hab¨ªa convertido en un lugar de peregrinaje para los admiradores de la vida y los hechos del arist¨®crata aviador. As¨ª pues, aprovechando que este a?o no hay Doctor Music Festival, me fui para el Burgenland, tierra de castillos y leyendas. Tras aterrizar en Viena, alquil¨¦ un coche y part¨ª hacia mi encuentro con el conde en una tarde desapacible y lluviosa que pronto, a la altura de un lugar llamado Oberpullendorf, deriv¨® hacia una noche siniestra. Conduc¨ªa por una carretera rural entre frondosos bosques y sin m¨¢s indicio de presencia humana que se?ales en los desv¨ªos hacia lugares de nombre impronunciable y ominoso, algunos en h¨²ngaro. Me pareci¨® leer la indicaci¨®n para Borgo Pass, pero debi¨® de ser el miedo. No contribu¨ªan a tranquilizarme los numerosos sapos tendidos en la carretera mojada, a los que sorte¨¦ mientras pude. Para liar m¨¢s la cosa yo no me dirig¨ªa al castillo de Bernstein, sino a otro relativamente pr¨®ximo, el de Lockenhaus, por un l¨ªo al hacer la reserva. Cuando llegu¨¦ a mi destino era casi medianoche y el ambiente digno de una pel¨ªcula de terror en cinemascope. La gran puerta del castillo estaba entornada. Entr¨¦ a un gran patio interior. No hab¨ªa nadie. Primero de manera t¨ªmida y luego cada vez m¨¢s alto grit¨¦ lo que me pareci¨® pertinente: "?Ah, del castillo!", pero recordando que estaba en Austria a?ad¨ª: "?Gute nacht!". Maldije la hora en que se me ocurri¨® documentarme sobre Lockenhaus, tambi¨¦n conocido con el poco tranquilizador nombre de Rauchkuchl. En el siglo XVII fue uno de los castillos del belicoso arist¨®crata h¨²ngaro Ferencz Nad¨¢sdy y en ¨¦l residi¨® varias temporadas su esposa, Erzs¨¦bet B¨¢thory, die Blutgr?fin, la Condesa Sangrienta, c¨¦lebre por su costumbre de desangrar doncellas para darse ba?os cosm¨¦ticos... "?Herr Anton?". Pegu¨¦ un bote. Una joven que parec¨ªa salida de la nada me ilumin¨® con una linterna. Me condujo por escaleras y pasadizos hasta una habitaci¨®n en la que s¨®lo faltaba el retrato del conde Dr¨¢cula. Dorm¨ª mal. A la ma?ana siguiente, camino de Bernstein fui recuperando el tono vital, m¨¢s a¨²n porque el paisaje era bell¨ªsimo y porque pude observar a placer una cig¨¹e?a entretenida en devorar los cuerpecillos de los sapos atropellados por la noche. En poco m¨¢s de media hora, tras desviarme por un camino forestal para recoger fresas y hojas de roble y rastrear huellas de corzo, llegu¨¦ al castillo de los Alm¨¢sy. El pulso se me aceler¨® s¨®lo verlo. El lugar era maravilloso. Se me acerc¨® una mujer mayor, de rasgos magiares: Maria della Pace Kufstein-Alm¨¢sy, la sobrina de mi conde. Le sorprendi¨® un punto mi vehemencia, pero me observ¨® con simpat¨ªa: no todos los d¨ªas te encuentras a alguien apasionado por tu t¨ªo. Me condujo a un recorrido por el castillo que yo me tom¨¦ con fervor religioso. Una ancha escalera ascend¨ªa bajo una constelaci¨®n de escudos nobiliarios: distingu¨ª el de los Otakar y el de los Arpadhazi. Atravesamos salones y pasillos, flanqueados por una galer¨ªa de retratos familiares que inclu¨ªan h¨²sares, damas altivas y caballeros de seriedad habsb¨²rgica. Llegamos hasta una habitaci¨®n dedicada a la memoria del explorador y en la que se hab¨ªan agrupado sus pertenencias. La sobrina me permiti¨® cruzar el cord¨®n que imped¨ªa la entrada. En la estancia, el tiempo parec¨ªa detenido. Ropa, mapas, libros, fotos, la m¨¢scara de esgrima. En pleno ataque de fetichismo aprovech¨¦ un momento de despiste de la sobrina para probarme el viejo gorro de piloto. Sin quit¨¢rmelo, me asom¨¦ a la ventana y trat¨¦ de revivir los sentimientos de L¨¢szlo: constre?ido por los muros y el paisaje boscoso y fr¨ªo, so?ar¨ªa con recorrer espacios infinitos y volar sobre superficies c¨¢lidas entregadas a la luz y el viento. Maria me dijo que recordaba mucho a su t¨ªo y que una vez, privilegiada mortal, ¨¦l la hab¨ªa llevado a volar en su aeroplano. El castillo estaba lleno de sorpresas. La sobrina del conde me incit¨® a abrir una puerta y se ri¨® ante mi susto: detr¨¢s hab¨ªa un esqueleto humano emparedado. Me hizo notar que el h¨²mero, muy largo, era de pel¨ªcano, una broma del abuelo Gyorgy, gran naturalista. En el castillo, que dispone de nueve habitaciones, no hab¨ªa ning¨²n hu¨¦sped. La familia me invito a comer con ellos y pas¨¦ un rato apasionante hablando con Maria y con su yerno Alexander del viejo explorador. Alexander me llev¨® luego a dar un paseo por la vecina Estiria, patria de la condesa Karnstein, la bella vampira de Carmilla, de Le Fanu. Qu¨¦ gran pa¨ªs. Aprovechamos para hablar de la homosexualidad del conde, que ¨¦l no ve tan clara, y de su implicaci¨®n en los servicios secretos alemanes en la II Guerra Mundial. Para celebrar que yo era el primer catal¨¢n en visitarles, los Alm¨¢sy me invitaron a pernoctar en el castillo, as¨ª que, emulando a C¨¦line, regres¨¦ a Lockenhaus, recog¨ª mis cosas y volv¨ª a Bernstein. Cenamos, convertido yo en uno m¨¢s de la familia, en la gran Sala de los Caballeros, a la luz de las velas. Y luego me fui a dormir en una habitaci¨®n noble muy cerca de la de L¨¢szlo. Una noche de tinta y viento cay¨® sobre Bernstein. Arrebujado en mis s¨¢banas tom¨¦ el libro de Alm¨¢sy, Nadadores en la arena, que est¨¢ en todas las mesitas de noche del castillo, y trat¨¦ de concentrarme en la lectura para conjurar el miedo que empezaba a invadirme. Me pareci¨® o¨ªr pasos de pel¨ªcano en el pasillo y record¨¦ la leyenda del Caballero Rojo que me hab¨ªa explicado Maria: un espectro medieval al que una vez una criada descubri¨® asom¨¢ndose a la cuna del beb¨¦ L¨¢szlo. Tambi¨¦n paseaba por la casa Weisse Frau, la Dama Blanca... Me dorm¨ª temblando. Despert¨¦ y ah¨ª estaba ¨¦l: el conde, embutido en su largo gab¨¢n de cuero de piloto. Fumaba un cigarrillo y ten¨ªa el pelo revuelto y los ojos irritados por la arena. "No te tocar¨¢n, perteneces al desierto", dijo. Sonri¨® levemente y se march¨® atravesando la pared. Y yo volv¨ª a dormirme con la mano en la garganta y so?¨¦ con olas y olas de arena anaranjada que se disolv¨ªan en un crep¨²sculo te?ido de sangre.
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