El hombre de mis sue?os
Es uno de esos ascensores de acero desnudos y herm¨¦ticos. No hace fr¨ªo aqu¨ª dentro, pero las paredes despiden un aliento gris y glacial, como de congelador de un matadero de reses. Subimos y subimos, y lo ¨²nico que me hace percibir el desplazamiento es el parpadeo luminoso del contador de pisos electr¨®nico: vamos por el segundo, por el tercero, por el cuarto. El hombre que entr¨® justo antes de que se cerraran las puertas est¨¢ junto a m¨ª, pero s¨®lo le veo los zapatos; en un ascensor, y con extra?os, uno siempre mira al suelo o al cielo. Lleva unos mocasines marrones no demasiado limpios, pantalones de pana.Pasamos por el quinto sin parar. No recuerdo qu¨¦ bot¨®n ha apretado el desconocido. Pero no, un momento: ahora caigo en la cuenta de que no ha pulsado ning¨²n piso. Siento fr¨ªo, m¨¢s fr¨ªo, el aliento helado del metal. Levanto la cara: ¨¦l me est¨¢ mirando. Debe de tener m¨¢s o menos mi edad: el pelo canoso, el perfil seco y duro, los labios cruzados por una peque?a cicatriz. Pero ahora acaba de sonre¨ªr, y ese m¨ªnimo gesto le ilumina la cara, hasta el punto de que tambi¨¦n a m¨ª me entran ganas de re¨ªr, como si mi rostro fuera un espejo. El sexto piso, el s¨¦ptimo. Nos miramos y sonre¨ªmos como bobos, instalados en un tiempo interminable. Al fin ¨¦l levanta el brazo con lentitud submarina. Va a acariciarme la mejilla, pienso con delicioso estupor; va a acariciarme. Su boca sonr¨ªe a¨²n; sus dedos rozan mi cuello. Y en este justo instante comprendo que en realidad va a estrangularme. El contador electr¨®nico de pisos contempla la escena desde arriba, como el ojo enrojecido de un dios maligno. Siempre me despierto en ese momento; pero s¨¦, con total certidumbre, que estoy muerta. Que me han asesinado una vez m¨¢s mientras dorm¨ªa. Que el hombre del ascensor ha vuelto a hincar sus u?as en mi cuello. Llevo a?os sufriendo esta pesadilla.
Si hoy escribo sobre ello es porque en los ¨²ltimos d¨ªas han sucedido cosas. Lo he visto. Le conozco. Su boca de labios rotos me ha besado, y fue como besar un carb¨®n al rojo. Mi asesino del ascensor existe, o al menos existe un hombre con sus rasgos. Nos encontramos por primera vez en la puerta del despacho de abogados en donde me leyeron el testamento de mi padre. Sal¨ªamos los dos con prisas del lugar y casi chocamos; ¨¦l me sujet¨® un instante por los hombros, yo le mir¨¦ la cara y me qued¨¦ aterrada. Fue tal la impresi¨®n y el desconcierto que escap¨¦ corriendo escaleras abajo. Tropec¨¦, ca¨ª, ¨¦l intent¨® ayudarme; me defend¨ª de su solicitud manoteando al aire como una demente, hasta que consegu¨ª ponerme al fin en pie y salir huyendo. Siempre me han interesado las coincidencias. La vida, informe y ciega, parece a veces revelar, en un fogonazo, una organizaci¨®n incomprensible pero precisa, del mismo modo que un rayo de sol pone s¨²bitamente de manifiesto, frente a ti, la estructura liviana y cristalina de una tela de ara?a: ese esplendor geom¨¦trico ondeando en el aire all¨ª donde t¨² pensabas el instante anterior que no hab¨ªa nada. Pues bien, yo tengo mi tela de ara?a particular. N¨²meros que me persiguen, palabras que se repiten, situaciones ya vistas. Y el asesino de mis sue?os, irrumpiendo ahora en mi vida diurna.
El psiquiatra dec¨ªa que mis colecciones de coincidencias no probaban el orden del Universo, sino m¨¢s bien el desorden de mi mente. Pero todas esas raras concordancias, esos ecos, no pueden ser casuales. Tal vez nuestras existencias como humanos no sean m¨¢s que tontos juegos de ordenador jugados por ni?os descomunales. Eso explicar¨ªa que existan personas con tan inconcebible mala suerte; e individuos tocados por la fortuna. Todo depender¨ªa del ni?o que te juega: de su estupidez o su crueldad. Mi ni?o, si existe, es un perverso.
Por ejemplo, me parece una perversidad que el hotel en el que estoy alojada se llame Tulip¨¢n, igual que la calle en la que estaba la casa de mi infancia. Es una maligna coincidencia, porque de aquella casa sali¨® mi padre una ma?ana de verano, cuando yo ten¨ªa ocho a?os, para no regresar. No volv¨ª a saber nada m¨¢s de ¨¦l durante treinta a?os, hasta que me llamaron unos abogados de la costa, hace un par de semanas, para comunicarme el fallecimiento de mi padre y mi condici¨®n de ¨²nica heredera.
Por eso estoy aqu¨ª, de nuevo en un lugar llamado Tulip¨¢n, un nombre rid¨ªculo. El hotel se encuentra en el extremo de la playa y es una destartalada torre moderna, una de esas construcciones tur¨ªsticas baratas que parecen viejas y ruinosas desde el mismo d¨ªa en que se inauguran. Estoy alojada en el piso quince, que es el ¨²ltimo, lo cual resulta verdaderamente un poco raro, puesto que soy la ¨²nica hu¨¦sped del establecimiento. Esto tambi¨¦n debe de ser perversidad, pero por parte del conserje. Estamos a final de temporada; las nubes se arremolinan, la Costa est¨¢ desierta, el hotel cerrar¨¢ la semana que viene. Creo que s¨®lo quedan dos empleados: el conserje mal¨¦volo y una camarera-cocinera. Nunca les veo. Hoy he tenido que meterme en la cocina para conseguir el caf¨¦ del desayuno. Vivir en este hotel es como habitar una ciudad vertical de la que todo el mundo ha desertado. Todos han huido menos yo, que no supe. Estoy en la v¨ªspera de mi Apocalipsis.
Le volv¨ª a encontrar pocas horas despu¨¦s. Me estaba tomando una copa en la ¨²nica terraza del Paseo Mar¨ªtimo que todav¨ªa no ha cerrado, y ¨¦l pas¨® delante de m¨ª. Me reconoci¨® y sonri¨®, tal vez curioso, tal vez aburrido. Yo estaba envalentonada por la ginebra, y adem¨¢s tem¨ªa que mi comportamiento de esa ma?ana le hubiera parecido propio de una loca furiosa. Por no mencionar que su simple sonrisa hac¨ªa que me bailara una risa en la cara, como si mi rostro fuera un espejo.
Fue ¨¦l quien habl¨® primero: se interes¨® por mi tobillo, mi ca¨ªda, mis prisas. Se sent¨® junto a m¨ª con toda naturalidad, como si el lugar le perteneciera. Yo empec¨¦ pidi¨¦ndole vagamente disculpas por mi actitud anterior; y luego, todav¨ªa no s¨¦ por qu¨¦, le cont¨¦ todo. No lo del sue?o, por supuesto, sino lo de mi padre. Me ha dejado en herencia un apartamento horrendo con vistas al mar gris y un sobre grande de papel de estraza. Pero dentro no hab¨ªa una carta, ni una nota, ni una simple frase de explicaci¨®n. S¨®lo un peri¨®dico mustio y arrugado, un ejemplar del d¨ªa en que nac¨ª. Lo he mirado entero: no oculta secretos. Lo he roto en cachitos y luego lo he quemado, antes de pedirme la tercera ginebra. Eso es lo que le cont¨¦ al hombre en la terraza. Eso y otras cosas.
?l, por el contrario, no habla mucho. Me dijo que era abogado, y que trabajaba en el despacho a la puerta del cual hab¨ªamos chocado; pero, aparte de proporcionarme esa nimia informaci¨®n, lo ¨²nico y lo mejor que ha hecho es escuchar. Lleva tres d¨ªas escuch¨¢ndome, sonriendo de cuando en cuando con su boca herida, arrop¨¢ndome con su chaqueta de lana contra el afilado y h¨²medo viento del oto?o. Tiene unas manos fuertes, tibias, suaves. Unos dedos largos con los que recoloca mi pa?uelo de gasa y me roza el cuello.
Deber¨ªa haberme ido ya a la ciudad: nada me queda por hacer en la costa. Pero tampoco tengo nada que hacer en ninguna otra parte. Mi vida es un paisaje tan vac¨ªo y brumoso como la playa en la que estoy ahora sentada: la niebla ha descendido sobre el mar de mercurio y ya no se distingue el horizonte. En mitad de este desierto en blanco y negro que es el mundo para m¨ª, s¨®lo ¨¦l tiene color. Le veo silueteado en rojo, la tonalidad de la pasi¨®n. O de la sangre. Hace unas pocas horas, despu¨¦s de almorzar juntos, me ha besado; yo gast¨¦ mis ¨²ltimas fuerzas en salir corriendo. Luego le he telefoneado desde el hotel y le he dicho que venga. Ahora le estoy esperando y a¨²n me abrasan los labios. No se puede evitar lo inevitable.
Tambi¨¦n telefone¨¦ al despacho de abogados. Como me supon¨ªa, ni trabaja all¨ª ni le conoce nadie. Por eso estoy escribiendo estas p¨¢ginas: las dejar¨¦ sobre el vac¨ªo mostrador de recepci¨®n antes de subir con ¨¦l en el ascensor revestido de acero. Un ascensor herm¨¦tico, como la c¨¢mara frigor¨ªfica de un matadero. Aquella casa de la calle Tulip¨¢n fue tambi¨¦n el lugar en que nac¨ª: a mi perverso jugador le gustan las simetr¨ªas. Ya le veo, ya llega el hombre de mis sue?os, saliendo de la niebla y de mi destino. He escrito muchas cartas de amor a lo largo de mi vida; pero creo que esta que acabo de terminar es la m¨¢s hermosa.
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