Noche junto al r¨ªo
El calor sal¨ªa del cercano r¨ªo y trepaba la tierra como un animal anhelante. Para el doctor Pierre Leblanc, junio era el peor de los meses del a?o, all¨ª, en la peque?a ciudad, cercado por la selva virgen y la poderosa corriente del gran Congo. Sobre todo por ese calor que le abrazaba, al que no pod¨ªa escapar ni siquiera durante las noches. Ahora, con el rebrote de malaria, tendido en la cama del porche de la casa y bajo el ventilador de aspas decr¨¦pitas, que dorm¨ªa con su ruido el incesante clamor de los grillos y de las ranas, el calor se le hac¨ªa a¨²n m¨¢s insoportable. La fiebre hab¨ªa bajado un d¨ªa antes, pero volver¨ªa. Pensar en el d¨ªa siguiente, en el sol abrasador levantando un vaho blanco y ardiente desde la vigorosa corriente del r¨ªo, le quitaba la gana de vivir. ?Deseaba en realidad seguir con vida? ?Y si esta vez la malaria se lo llevaba con ella?Leblanc ten¨ªa 60 a?os, y durante los ¨²ltimos 20 hab¨ªa vivido en aquella peque?a ciudad ribere?a, a casi mil kil¨®metros de Kinshasa y a algo m¨¢s de 700 de Kisangani. En ese tiempo logr¨® levantar un peque?o hospital, donde combati¨®, primero la lepra; luego, ya erradicado el b¨ªblico mal de las regiones que rodeaban el r¨ªo, la enfermedad del sue?o, el tifus, la disenter¨ªa, el c¨®lera y, en lo posible, la malaria. No era un hombre religioso, pero cre¨ªa en la piedad y a ella hab¨ªa consagrado su vida.
Mireille llegaba con una botella de agua hervida y fresca. Era una buena chica, muy joven y muy bonita. Estaba con Leblanc desde hac¨ªa dos a?os. Y el m¨¦dico pensaba que le admiraba y le necesitaba y que por ello permanec¨ªa con ¨¦l. Tuvo antes otras mujeres congole?as, pero ninguna alcanzaba la belleza y la dulzura de Mireille. Ni su ardor en la cama. Casi todas las chicas negras con las que mantuvo relaciones eran pasivas y, en cierto modo, pudorosas. Se dejaban hacer, pero no parec¨ªan disfrutar. Mireille era distinta. Mireille tomaba a menudo la iniciativa, gozaba del amor, ronroneaba al alcanzar el orgasmo. No era virgen cuando Leblanc la conoci¨®, y pensaba que ella hab¨ªa tenido un primer amante blanco. Nunca se lo hab¨ªa preguntado. Pero estaba seguro de ello, porque Mireille hac¨ªa el amor como una blanca, no como una africana. Algo m¨¢s la diferenciaba de las otras: las dem¨¢s siempre parec¨ªan esperar algo a cambio de su sexo entregado, mientras que Mireille recib¨ªa tanto como daba, o puede que tomase m¨¢s de lo que entregaba. No era un sexo alquilado, cre¨ªa Leblanc. Y en todo caso, aunque lo fuera, ¨¦l la hab¨ªa ense?ado a trabajar a su lado, como enfermera, y Mireille hab¨ªa aprendido bien y r¨¢pido, podr¨ªa ganarse la vida cuando ¨¦l se fuera. ?Irse? Pensar en ello, ahora, mientras beb¨ªa el vaso de agua, le dejaba perplejo.
-?Est¨¢s bien, doctor?, ?necesitas alguna cosa? -pregunt¨® la muchacha.
-No tengo fiebre. Ve a dormir, estoy bien.
-Me quedo contigo, doctor -dijo ella sent¨¢ndose junto a la baranda.
-Hace mucho calor -a?adi¨® Leblanc.
-?Quieres que moje una toalla y te refresque los brazos y el pecho?
-Me basta con que est¨¦s aqu¨ª un rato. Espero que no se vaya la luz y el ventilador se detenga.
-Si se va, te abanicar¨¦, doctor.
Leblanc mir¨® hacia las tinieblas, m¨¢s all¨¢ del porche. Todo se hab¨ªa perdido en muy poco tiempo, como si cuanto hizo en su vida se hubiera fundido en el vac¨ªo de la noche. Unas semanas antes, las tropas rebeldes entraron en la ciudad. Ven¨ªan de Kisangani y avanzaban hacia Kinshasa. Las organizaciones humanitarias occidentales se fueron, tambi¨¦n las monjas de la misi¨®n. ?l decidi¨® quedarse. Era el ¨²nico blanco de la ciudad y nadie le molest¨®, quiz¨¢s porque los nuevos amos le necesitaban como m¨¦dico. Pero el hospital fue saqueado. Ahora era un edificio vac¨ªo, inservible. Incluso arrancaron las baldosas del suelo. ?Para qu¨¦ querr¨ªan las baldosas? Pens¨® entonces en marcharse, buscar un barco y seguir r¨ªo abajo, hasta Kinshasa. Y tomar all¨ª un avi¨®n y regresar a B¨¦lgica, olvid¨¢ndose de ?frica.
-Deber¨ªas irte de esta ciudad, Mireille.
-Me ir¨¦ cuando t¨² lo hagas, doctor.
-Yo no voy a abandonar. Alg¨²n d¨ªa reconstruir¨¦ el hospital. Hago falta aqu¨ª.
-Todos los blancos os cre¨¦is un poco Dios.
-Sabes que yo no creo en Dios, muchacha.
-Hay muchas formas de Dios. -?Eso piensas?
-Todos los blancos os cre¨¦is necesarios.
-?Y t¨², no tienes Dios?
-El Dios africano es diferente. ?l es necesario, nosotros no.
-Puede que tengas raz¨®n. La luz se apag¨® de s¨²bito y el ventilador comenz¨® a girar m¨¢s y m¨¢s despacio. Leblanc tom¨® la l¨¢mpara de pilas de la peque?a mesa y la encendi¨®. Mireille acerc¨® su silla al lado de la hamaca.
-Te abanicar¨¦, doctor.
El ventilador qued¨® quieto, enmudeciendo tras un ¨²ltimo quejido de metal moribundo. Al otro lado de la noche creci¨® el clamor de los grillos y el canto seco de las ranas. Con la luz escapada de la ciudad, el calor pareci¨® escurrirse hasta la terraza, cubriendo el cuerpo del m¨¦dico con ondas de humedad, como si fuera una lengua palpitante y ¨¢vida. Mireille guardaba silencio y le abanicaba. Leblanc tem¨ªa el momento en que le llegara de nuevo la fiebre.
-?T¨² crees que deber¨ªamos marcharnos? -pregunt¨® a la chica.
-T¨² sabes mejor que yo lo que hay que hacer, doctor.
-Imagina que eres t¨² quien debe decidirlo.
-Entonces nos ir¨ªamos. No eres Dios, doctor, aunque creas serlo.
-T¨² puedes marcharte, Mireille. Y tal vez tengas que hacerlo si la malaria me vence.
-Me ir¨¦ s¨®lo si t¨² te vas.
-?Por qu¨¦? No tienes nada que hacer aqu¨ª, no hay hospital. Ya no me necesitas.
-Pero te amo, doctor.
Guardaron silencio unos instantes. Leblanc pens¨® que quiz¨¢s era ¨¦sa la sencilla raz¨®n de que Mireille le pareciera diferente a las otras muchachas negras: porque le quer¨ªa de verdad. ?Y ¨¦l, la amaba? Cay¨® en la cuenta de que nunca se lo hab¨ªa preguntado. La deseaba, desde luego, y su cercan¨ªa le infund¨ªa una sensaci¨®n mezclada de ternura y calor. Pero quiz¨¢s eso no era bastante.
-?Qui¨¦n te ense?¨® a hacer el amor, Mireille?
-Nadie. Aprend¨ª con un chico al que quer¨ªa, aprendimos juntos. Yo ten¨ªa quince a?os y ¨¦l diecisiete, y ninguno lo hab¨ªamos hecho antes con nadie.
-Haces el amor como una blanca. ?No has estado con un blanco antes que conmigo?
-Nunca... Una vez lo intent¨® uno. Era un misionero, belga, como t¨². Pero yo no le dej¨¦. -No pareces africana.
-Los blancos ven¨ªs a curarnos, a salvarnos, a convertir nuestras almas. No ven¨ªs a conocernos. Soy africana.
-Dame un poco de agua, por favor. Bebi¨®. Mireille le abanicaba ahora cerca del cuello.
-Yo he estado con otras chicas negras antes que contigo. Todas quer¨ªan algo, cualquier cosa: dinero, comida... ?Qu¨¦ buscas t¨²?
-S¨®lo a ti, doctor.
-Soy un hombre viejo.
-Eres el mejor hombre que he conocido.
-?Aunque me crea Dios?
-No me importa lo que t¨² creas, yo s¨¦ qui¨¦n eres. El canto de las ranas se hizo m¨¢s sonoro, all¨ª, en la oscuridad. Leblanc percibi¨® en su cuerpo que la fiebre regresaba, la not¨® llegar a las sienes y la nuca.
-?Crees que las ranas tienen alma, Mireille? Si tienen alma, son parte de Dios.
-Todos los animales tienen alma, doctor. Pero nadie es Dios. Dios es otra cosa.
-?Qu¨¦ es? -Algo que no sabemos, algo m¨¢s fuerte que nosotros.
-?Y es bueno?
-No es malo ni es bueno. Es s¨®lo fuerte, muy fuerte.
Leblanc se sinti¨® ahora turbado. Pensaba de pronto que toda su vida pod¨ªa ser un error, y su biograf¨ªa, un recuento de hechos in¨²tiles. Quiz¨¢s Mireille ten¨ªa raz¨®n y deb¨ªa irse de la ciudad. Y de ?frica. Para siempre.
-?Qu¨¦ har¨ªas, muchacha, si la malaria me matase?
-Llorar y luego marcharme de aqu¨ª. Pero no pienso en ello, doctor. No quiero que eso ocurra. Son¨® un trueno en la lejan¨ªa.
-Ser¨¢ bueno que llueva -dijo la chica-; tendr¨¢s menos calor, doctor.
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