Recuerdos de don Fernando de los R¨ªos
La figura egregia de don Fernando de los R¨ªos est¨¢ siendo estudiada en estos d¨ªas, y tambi¨¦n lo hab¨ªa sido en diferentes ocasiones antes de ahora, muy cumplidamente. Poco o nada ser¨ªa, pues, lo que yo pudiera aportar a los competentes an¨¢lisis que se han hecho de su obra. El privilegio que me confiere mi avanzada edad es el de haber conocido y tratado en vida a tan gran maestro y poder as¨ª referirme a su personalidad y circunstancias, evoc¨¢ndolas en los t¨¦rminos m¨¢s inmediatos, a la vez que m¨¢s subjetivos, que la memoria consiente. Hablar¨¦, pues, del hombre tal cual yo lo he visto y conocido, y de c¨®mo, a juicio m¨ªo, su entidad humana se situaba en el concreto panorama hist¨®rico de aquella ¨¢spera, dif¨ªcil y compleja Espa?a que la suerte o la desgracia nos impuso como escenario ineluctable para que cada uno de nosotros desarrollara en ¨¦l su propio existir seg¨²n su peculiar genio y car¨¢cter. Ese escenario, ese panorama hist¨®rico, visto desde la perspectiva actual, aparece centrado, sin duda alguna, en los acontecimientos que condujeron a la cat¨¢strofe de nuestra guerra civil, pr¨®logo de la mundial, que definitivamente cerrar¨ªa la ¨¦poca moderna. El torbellino de tales acontecimientos envolver¨ªa a la sociedad entera en la actividad pol¨ªtica, arrastrando, por supuesto, hacia esa actividad a los miembros de la que suele llamarse clase intelectual.Don Fernando de los R¨ªos hab¨ªa nacido para ser, y lo era, b¨¢sicamente un intelectual: un estudioso, un pensador, un profesor, un gu¨ªa e incitador de conciencias -un predicador laico (pudi¨¦ramos decir)- que en tal calidad se acercaba, ?c¨®mo no?, opinaba e interven¨ªa en los problemas pol¨ªtico-sociales de su tiempo, prestando su autoridad a las causas o tendencias que juzgaba m¨¢s acordes con sus convicciones profundas, o m¨¢s pr¨®ximas a ellas en el terreno de la pr¨¢ctica. Asi ¨¦l, como algunos varios intelectuales de primera fila (y pienso ahora tambi¨¦n en otro de mis maestros-amigos, Luis Jim¨¦nez de As¨²a), consider¨® adecuado y conveniente prestar su apoyo y sumar su nombre al entonces inmaculado Partido Socialista Espa?ol, cuya posici¨®n opuesta a la Espa?a oficial promet¨ªa llevar el pa¨ªs hacia condiciones pol¨ªticas que fueran afines a los propios ¨ªntimos postulados ¨¦ticos de aquellos hombres independientes.
En fin, con la dictadura de Primo de Rivera se inici¨® en Espa?a una honda crisis hist¨®rica, la sociedad entera se moviliz¨® pol¨ªticamente, los acontecimientos se precipitaron, y el Partido Socialista, no sin marcadas reticencias, se vio en el trance de asumir funciones de gobierno. Y dentro de ¨¦ste, nuestro don Fernando de los R¨ªos, como otros varios intelectuales, debi¨® cargar entonces con el desempe?o oficial de responsabilidades tales.
Antes hab¨ªa publicado el ilustre profesor un precioso libro sobre Estado e Iglesia en la Espa?a de siglo XVI, estudio cuyo m¨¦rito acad¨¦mico no hace falta ponderar. Luego, ya en su faceta de observador pol¨ªtico a medio entrar en la acci¨®n pr¨¢ctica escribi¨® otro libro, Mi viaje a la Rusia sovi¨¦tica, obra a la que le procurar¨ªa efectos muy notables cierto punto del di¨¢logo que el socialista espa?ol mantuviera en Mosc¨² con el todopoderoso Lenin, quien, a la pregunta de su visitante por el tema de la libertad, contesto preguntando a su vez: "Libertad, ?para qu¨¦?". Esta respuesta impl¨ªcita del jefe comunista a aquella simple demanda de un hombre limpio hubo de resonar en el mundo entero, iluminando como un fogonazo el aspecto negativo de la revoluci¨®n sovi¨¦tica con sus intrincadas contorsiones marxistas destinadas a omitir y negar la esencial aspiraci¨®n del ser humano hacia la dignidad del individuo. As¨ª, pues, una cuesti¨®n de car¨¢cter te¨®rico, planteada en el lugar y momento oportunos, vino a ser, en definitiva, la principal aportaci¨®n de nuestro catedr¨¢tico al debate pol¨ªtico-pr¨¢ctico de la ¨¦poca.
En opini¨®n m¨ªa, la noble figura de don Fernando ofrece la mejor ilustraci¨®n posible de los entonces muy corrientes t¨®picos, m¨¢s o menos fundados o necios, acerca del valor de la intervenci¨®n del intelectual en la pol¨ªtica activa. De la Segunda Rep¨²blica espa?ola se dijo, por ejemplo, entonces y despu¨¦s, y m¨¢s bien con intenci¨®n derogatoria o despectiva, o al menos como una explicaci¨®n ben¨¦vola de su fracaso, que fue una "rep¨²blica de intelectuales". De hecho, lo fue. Basta con examinar la n¨®mina de los diputados a las Cortes constituyentes para constatar el predominio en ellas de la profesi¨®n docente. Formaron parte de esa asamblea, con actuaci¨®n muy destacada, no s¨®lo numerosos catedr¨¢ticos, profesores, maestros, literatos y periodistas, sino, a la cabeza, el escritor don Manuel Aza?a, con figuras m¨¢ximas del pensamiento y de las letras de aquel tiempo, empezando por don Miguel de Unamuno y don Jos¨¦ Ortega y Gasset. Entre ellas se contaba tambi¨¦n nuestro don Fernando, a quien, dentro de los gabinetes de Aza?a, le toc¨® desempe?ar funciones ejecutivas. Pero claro est¨¢ que es temerario y fr¨ªvolo achacar el fracaso ¨²ltimo de aquella plat¨®nica rep¨²blica a los fil¨®sofos que la inspiraron y manejaron. En el pasado, la historia universal muestra no pocos ejemplos de grandes gobernantes y pol¨ªticos que fueron a la vez intelectuales de muy considerable altura.
De cualquier modo, ser¨ªa ¨¦ste uno de tantos problemas a discutir sin t¨¦rmino, y faltar¨ªa saber en ¨²ltimo extremo si acaso las condiciones de car¨¢cter y de orientaci¨®n vital propias del hombre abocado al pensamiento, al estudio, a la meditaci¨®n, a la reflexi¨®n, a la duda, suponen una r¨¦mora para actuar con la decisi¨®n r¨¢pida que con tanta frecuencia exigen los problemas planteados en la pr¨¢ctica pol¨ªtica. Es cuesti¨®n compleja que s¨®lo tocamos de pasada para encararnos con la personalidad singular de este hombre excelente que fue don Fernando de los R¨ªos.
Y no creo inoportuno haberla suscitado a prop¨®sito suyo, aunque sea de manera tan sumaria y superficial, porque, seg¨²n yo entiendo, y me parece que lo entendi¨® as¨ª mucha gente en nuestro tiempo, don Fernando era el tipo cabal de intelectual arrastrado por las circunstancias nacionales de aquella Espa?a a entrar en el terreno fragoso de la pol¨ªtica pr¨¢ctica, esa pol¨ªtica que, en cuanto ciencia, hab¨ªa venido siendo objeto de su profesoral estudio y conocimiento desde un sereno punto de vista hist¨®rico y te¨®rico. Su admira-
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ble libro sobre Estado e Iglesia en la Espa?a del siglo XVI rinde perenne testimonio de esta dedicaci¨®n suya.
La personal aproximaci¨®n a la actividad pol¨ªtica de don Fernando de los R¨ªos fue de un estilo muy singular: entraba dentro de una cierta tradici¨®n europea y espa?ola (o mejor dicho, europeizante, aunque espa?ol¨ªsima: la de la Instituci¨®n Libre de Ense?anza), que se manifestaba por lo pronto en cierto empaque se?orial, lleno de solemne dignidad, revestimiento externo de una actitud humana delicada, liberal y tambi¨¦n algo distanciada. En mis a?os de estudiante no tuve yo la oportunidad de asistir a la c¨¢tedra de don Fernando, quien impart¨ªa sus ense?anzas en la Universidad de Granada, pero en la Universidad Central tuve, en cambio, la buena fortuna de escuchar y seguir como alumno las ense?anzas de otro extraordinario personaje de la misma escuela, don Juli¨¢n Besteiro, tambi¨¦n miembro del Partido Socialista y, ¨¦l s¨ª, implicado a fondo desde tiempo atr¨¢s en su acci¨®n pol¨ªtica, por cuya actuaci¨®n hab¨ªa debido sufrir las durezas de procesamiento, condena y prisi¨®n. Mucho pudiera decir acerca de mi relaci¨®n con este gran maestro, y de mi admiraci¨®n compasiva por el ejemplo moral que nos dej¨® su postrer martirio, un martirio que le hubiera hecho m¨¢s digno de los altares que esa turba de infelices a quienes ahora se afana por beatificar la Santa Iglesia; pero no es hoy mi intenci¨®n hablar de ¨¦l, sino evocar la figura del otro eminente maestro, don Fernando de los R¨ªos, con el recuerdo de algunos rasgos de quien tuvo cierta positiva influencia en mi vida, y a quien, en mi calidad de joven profesor universitario, deb¨ª una lecci¨®n inapreciable de sencillez; pues gracias en parte a su modelo abandon¨¦ pronto en mis primeras publicaciones la formalista pedanter¨ªa acad¨¦mica de f¨®rmulas r¨ªgidas y de notas exactas en la lengua original a pie de p¨¢gina, a la que por aquel entonces nos obligaba a los de mi generaci¨®n el inexcusable modelo germ¨¢nico. No sin autoiron¨ªa, recuerdo una escena de mis oposiciones a c¨¢tedra, ante el tribunal presidido por mi venerado don Adolfo Posada, y del que, entre no s¨¦ cu¨¢ntos otros profesores, formaba parte tambi¨¦n don Fernando. S¨®lo dos j¨®venes doctores nos hab¨ªamos presentado a competir por la vacante anunciada, y el otro aspirante qued¨® excluido tras del primer ejercicio. Para los siguientes continu¨¦ adelante yo, solitario, con ese envaramiento bastante aburrido que cre¨ªa de rigor; y cuando en un momento dado mi natural condici¨®n literaria me hizo adoptar de pronto en un punto del discurso un aire m¨¢s suelto y ¨¢gil, not¨¦ con sorpresa en las caras de quienes deb¨ªan juzgar mis capacidades una sensaci¨®n de s¨²bito alivio... M¨¢s tarde, en privado, don Fernando me incitar¨ªa a no oscurecer mi posible lucimiento at¨¢ndome al prejuicio de actitudes muy escol¨¢sticas...
Como ya dej¨¦ dicho, no fue en Granada donde conoc¨ª yo a don Fernando. Cuando, todav¨ªa un chico de 15 o 16 a?os, me traslad¨¦ a Madrid con mi familia, sab¨ªa muy bien, eso s¨ª, acerca del personaje notable, que era amigo de uno de mis t¨ªos maternos, catedr¨¢tico tambi¨¦n y tambi¨¦n ¨¦l personaje notable en aquel ambiente provinciano, tan conservador y anodino, donde, por paradoja, las ideas avanzadas en hombres de posici¨®n social elevada les confer¨ªa una cierta marca de dudosa distinci¨®n. En fin, para este muchachito el nombre de don Fernando era un nombre muy mentado, y su figura, bastante familiar. Enseguida, desde Madrid, donde pronto trab¨¦ amistad con Melchor F. Almagro y con Federico G. Lorca, seguir¨ªa oyendo hablar mucho de ¨¦1, sobre todo en los comentarios de amigos sobre las tribulaciones de Federico, cuya familia le atosigaba con la presi¨®n para que concluyera los estudios de abogac¨ªa, contando con la ayuda de ese catedr¨¢tico amigo, quien, sin embargo, no fue bastante a conseguirlo. En Madrid, y alrededor de los movimientos que trajeron la rep¨²blica, fue, pues, donde yo, estudiante todav¨ªa pero ya escritor precoz, entr¨¦ en un contacto personal, que pronto fue afectuoso, con el famoso don Fernando. De nuestra relaci¨®n de aquellos a?os retengo dos an¨¦cdotas de signo muy diferente, pero unidas por un detalle com¨²n: en ambas, inadvertidamente y con la mejor intenci¨®n de parte m¨ªa, le hice pasar un buen susto a mi respetado amigo. Son ¨¦stas trivialidades nada memorables, pero a veces se percibe en ellas la vibraci¨®n de la vida vivida, y por eso me atrevo a relatarlas aqu¨ª ahora, tant¨ªsimo tiempo despu¨¦s. Vaya ah¨ª la primera. Cierto d¨ªa de primavera avanzada, en que me pavoneaba yo con mi primer autom¨®vil reci¨¦n adquirido, se me ocurri¨® invitar a don Fernando para hacer una excursi¨®n a la sierra. El Guadarrama -bien lo sabemos-, ignorado por los espa?oles desde tiempos del Arcipreste de Hita, hab¨ªa sido descubierto por los prohombres de la escuela de pensamiento, asc¨¦tica y amante de la naturaleza, de donde proven¨ªa la formaci¨®n de este v¨¢stago De los R¨ªos. Le propuse, pues, el paseo, y acept¨® con gusto mi invitaci¨®n y, m¨¢s a¨²n, me inform¨® de que en uno de los pueblos serranos conoc¨ªa una se?ora especializada en preparar unas soberbias lonchas de jam¨®n con tomate. All¨¢ fuimos, pues. Esta informaci¨®n de don Fernando se confirm¨®, ?c¨®mo no!, fidedigna. Y despu¨¦s de haber comido, y de descansar apaciblemente en aquel paraje ameno y de recorrerlo luego a pie durante un rato, volvimos al autom¨®vil para regresar a Madrid... Debo confesar que mi dominio de la m¨¢quina era todav¨ªa muy deficiente, y al emprender el descenso desde las cumbres me di cuenta con terror de que no atinaba a encajar una marcha, y de que ahora la m¨¢quina corr¨ªa suelta en punto muerto cuesta abajo con velocidad creciente. No me atrev¨ªa a apretar a fondo el freno, no fuera que se quemase; y as¨ª, a cada vuelta del camino, procuraba aplicarlo con moderaci¨®n, permitiendo que en las rectas se disparase el descenso -mejor, ca¨ªda-, libre y aterradoramente. En esto, oigo a mi lado que don Fernando me dice, discreto: "Ayala, ?no le parece que vamos demasiado deprisa?". Yo creo que nunca lleg¨® ¨¦l a darse cuenta cabal del peligro en que est¨¢bamos. Y cuando, por fin ya en terreno llano, pude hacerme con la m¨¢quina, prefer¨ª dejarle que me felicitara por mis dotes de conductor, "eso s¨ª, un tanto arriesgado", sin confesarle la verdad del caso.
Ese susto no fue demasiado grande para ¨¦l, y s¨ª, en cambio, lo fue para m¨ª, con la agravante de hacerme sentir rid¨ªculo ante mis propios ojos. Pero m¨¢s adelante hube de infligirle, aunque tambi¨¦n involuntariamente y en circunstancias muy diferentes, otro sobresalto a mi querido don Fernando. Eran los d¨ªas de la revoluci¨®n de 1934, que de modo ominoso anticipaban los acontecimientos atroces de la guerra civil. La atm¨®sfera de un Madrid excitado, suspicaz y temeroso manten¨ªa recluidas en sus casas a las personas que, por su relieve anterior en el Gobierno de la rep¨²blica, pudieran temerse posibles v¨ªctimas de la represi¨®n en marcha. Eran momentos de una expectaci¨®n angustiada. Pues bien, una de esas tardes, al anochecer, estaba yo conjeturando con uno de mis hermanos acerca del probable estado de ¨¢nimo de quienes hab¨ªan ocupado puestos relevantes en el Gobierno anterior (tampoco nuestro temple era muy animoso), y se nos ocurri¨® ir a pasar un rato en compa?¨ªa de don Fernando. Nos acercamos, en efecto, a su casa, llamamos al timbre, alguien nos observ¨® por la mirilla de la puerta, y s¨®lo un rato despu¨¦s una voz femenina pregunt¨® qui¨¦nes ¨¦ramos. No hab¨ªamos calculado que la inesperada visita de dos hombres j¨®venes pod¨ªa causar en aquellos d¨ªas razonable alarma a un pol¨ªtico socialista tan destacado. Despu¨¦s de unos momentos y disipada la tensi¨®n, fuimos recibidos muy cari?osamente y pasamos unas horas de agradable compa?¨ªa con aquella familia, aunque lamentando en nuestro fuero interno la imprudencia cometida al no habernos anunciado antes. Sin apenas comentar la situaci¨®n por la que el pa¨ªs estaba pasando, don Fernando nos habl¨® de sus proyectos, de sus trabajos, y nos mostr¨® en los anaqueles de su gabinete una imponente cantidad de legajos con material manuscrito en preparaci¨®n de futuras publicaciones, que qui¨¦n sabe a d¨®nde habr¨¢n ido a parar.
Pasaron, en fin, aquellos malos d¨ªas, y las elecciones generales que hab¨ªan de llevar el Frente Popular al Gobierno fueron muy agitadas, sobre todo en el campo andaluz. La campa?a socialista resultaba muy ardua ante un proletariado decepcionado, exasperado y sometido a los llamamientos m¨¢s radicales. Jim¨¦nez de As¨²a, que era individuo muy remilgado, refer¨ªa con indignaci¨®n que en alguno de los pueblos donde el partido les hab¨ªa enviado a discursear fueron recibidos al comienzo por el auditorio con gritos de: "?Enga?aores!"; y el propio don Fernando me comentar¨ªa con aire compungido, aunque, en el fondo -me pareci¨®- comprensivo y hasta divertido: "Cr¨¦ame, Ayala, es que todav¨ªa esta gente no est¨¢ preparada. Es todo un problema de educaci¨®n. ?Podr¨¢ usted imaginarse que en una de esas grandes fincas, cuando me he hartado de explicarles a los trabajadores nuestras perspectivas de progreso social, se me acerca un mocito y me dice: "Se?or diputao, ent¨¦rese: yo no quiero ni la casa del amo, ni los bueyes del amo, ni los dineros del amo. Lo ¨²nico que quiero yo es la hija del amo...". Ya me dir¨¢ usted, Ayala, qu¨¦ puede uno hacer con gente as¨ª".
Creo que esto tuvo lugar durante una de mis ¨²ltimas conversaciones con don Fernando. Triunf¨® el Frente Popular, y ya no tardar¨ªa en estallar la guerra civil. No nos encontrar¨ªamos ya nunca m¨¢s ¨¦l y yo. ?l fue enviado como embajador a Estados Unidos. Terminado el atroz conflicto, se le depar¨® a don Fernando un exilio apacible y, pronto, una muerte piadosa. Fue hombre recto, honrado; fue un hombre bueno.
Francisco Ayala es escritor.
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