La conservaci¨®n de la memoria
Hay museos que nacen de la voluntad institucional, otros de la calidad de las colecciones de un aficionado, pero existen algunos que surgen del empe?o de conservar la memoria de un pueblo o de un oficio que desaparece, o de las dos cosas al mismo tiempo. Esto ¨²ltimo es lo que ocurre en la villa alavesa de Pipa¨®n, cuyo museo etnogr¨¢fico es m¨¢s la reivindicaci¨®n de siglos de historia an¨®nima -la de los hombres y mujeres que dieron vida a este peque?o pueblo de la Monta?a alavesa- que la exposici¨®n de piezas de extraordinario valor art¨ªstico o hist¨®rico. De ah¨ª que para visitar el Museo Etnogr¨¢fico de Pipa¨®n sea casi imprescindible el gu¨ªa local, bien en la figura de su directora y principal impulsora, Pilar Alonso, bien en la de uno de los vecinos del pueblo que recuerda muchas de las labores tradicionales que conserva el museo, Paulino Roa. Ubicado en una casa que perteneci¨® a Ruiz de Samaniego, seg¨²n consta en el escudo que blasona su fachada, en la misma plaza del pueblo, el Museo Etnogr¨¢fico de Pipa¨®n abri¨® sus puertas hace cinco a?os gracias al inter¨¦s de la sociedad cultural del pueblo, de nombre Usatxi, apelativo que tambi¨¦n lleva el museo. Est¨¢ dividido en tres plantas, las mismas con las que contaba el edificio, que no ha sufrido apenas modificaciones, por lo que es tan interesante el contenido como el continente. Se trata de una t¨ªpica casa de campo, con la cuadra en la planta baja, la vivienda en la primera y el desv¨¢n en la segunda; de acuerdo con esta distribuci¨®n el museo recoge el trabajo, la vida cotidiana y las costumbres, respectivamente. Una forma de vida Aunque el folleto que informa sobre las caracter¨ªsticas del museo de Pipa¨®n se refiere a que los enseres, objetos, fotograf¨ªas, etc¨¦tera que conforman las distintas exposiciones que tratan de rememorar la vida cotidiana de hace un siglo, bien es cierto que en realidad lo que muestran es una forma de existencia que ha sido caracter¨ªstica del hombre que viv¨ªa en el campo desde la invenci¨®n de la agricultura y la ganader¨ªa hasta la aparici¨®n de la m¨¢quina y la imposici¨®n del imperio de la t¨¦cnica. De ah¨ª probablemente que la visita al museo no s¨®lo interese a los vecinos y descendientes de Pipa¨®n y por extensi¨®n la Monta?a alavesa, sino a todos aquellos que, por ejemplo, no s¨®lo no han visto segar con una hoz sino que la ¨²nica referencia a este instrumento les viene del s¨ªmbolo del -por otra parte, tambi¨¦n pr¨¢cticamente desaparecido- partido comunista. En estos primeros pasos de la exposici¨®n, son los ¨²tiles dedicados a la ganader¨ªa y al cultivo del cereal, la patata y la remolacha los que predominan: aperos de labranza de tosca factura, aparejos que se empleaban para rentabilizar el trabajo de las caballer¨ªas, instrumentos que utilizaban los carboneros, una de las dedicaciones de m¨¢s tradici¨®n en Pipa¨®n. Sus montes daban de s¨ª para que los vecinos de la localidad surtieran de le?a y carb¨®n a buena parte de la Rioja alavesa y as¨ª lo destaca el ¨²nico diorama del museo, que recoge el procedicimiento de fabricaci¨®n de ese mineral vegetal. No pod¨ªan faltar las medidas habituales antes de que llegara el sistema m¨¦trico decimal. La predilecta, por antonomasia, era la fanega, medida de volumen para solidos, inimaginable en estos fines de milenio. Una fanega eran 22 kilos de trigo, 33 de cebada o 21 de avena, algo tan incomprensible para las generaciones actuales c¨®mo la perra chica, la gorda o los reales, subdivisiones de la peseta en los tiempos gloriosos de la fanega. El recorrido por la primera planta concluye con un repaso a tareas complementarias que se desarrollaban en la localidad, como el oficio de alpargatero o el de guarda forestal (se conserva el hacha con el que se marcaban los ¨¢rboles que correspond¨ªa cortar a los de Pipa¨®n). Sin olvidar la romana p¨²blica, que serv¨ªa de peso para todos los vecinos de la localidad. Ya en la segunda planta, se revive la vida cotidiana de hace un siglo. Ahora s¨ª que hay novedades con respecto a siglos anteriores. Las cocinas, aunque mantienen el fuego bajo, cuentan ya con chimeneas, la distribuci¨®n de las habitaciones incorpora la alcoba para dormir, pero tambi¨¦n hay algunas tareas de la vida diaria, hoy perdidas, que el Museo de Pipa¨®n conserva en esta primera planta. La fabricaci¨®n casera del pan o el costoso lavado con agua hirviendo y ceniza (que produc¨ªa lej¨ªa), cuyos ¨²tiles se muestran con claridad en este espacio dedicado a los quehaceres diarios. Y se ha incluido un apartado dedicado a la escuela. Fiel reflejo de las historias que se narran en El florido pensil, la sala dedicada a la ense?anza reproduce un aula con sabor a posguerra en la que no faltan los cartones de leche en polvo "obsequio de los Estados Unidos de Am¨¦rica" y que alimentaron a tantos ni?os de esta segunda mitad de siglo. El Museo Etnogr¨¢fico de Pipa¨®n concluye en el desv¨¢n de la casa que fuera de Ruiz de Samaniego. Ah¨ª se han ubicado los recuerdos referentes a los costumbres: los juegos y los ritos religiosos que conformaban el tiempo que no estaba dedicado al trabajo o al hogar. Sin olvidar las jornadas de fiesta animadas por bailes y m¨²sica -se han recuperado varias danzas en estos ¨²ltimos a?os- que supon¨ªan una ruptura con la existencia cotidiana. Museo viviente Pero el museo no termina en el edificio. Como forma de que todos estos instrumentos y costumbres no se empolven en las salas del museo, la sociedad cultural Usatxi, impulsora de este espacio de recuperaci¨®n de siglos de la historia de Pipa¨®n, suele organizar anualmente una jornada denominada "museo viviente". En ella, para asombro de los m¨¢s j¨®venes, se ponen en funcionamiento la artesa para la masa del pan, se utilizan los instrumentos tradicionales de la cosecha del cereal y vuelve a ahumar la carbonera. Es la aportaci¨®n de esta agrupaci¨®n para mantener viva la memoria de lo que caracteriz¨® la vida de una villa que se fund¨® en 1254 y que durante siete siglos tuvo una vida boyante que ahora languidece como en much¨ªsimos otros pueblos del Pa¨ªs Vasco. Sus poco m¨¢s de 30 habitantes (que se triplican en los meses de veraneo) se encargan ahora con denuedo de conservar el recuerdo de aquellas actividades que hicieron famoso a Pipa¨®n en la comarca, cuando era paso en la ruta de recuas y carruajes que un¨ªa Zaragoza y Bilbao.
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