Maragall
Pocas veces depara la pol¨ªtica una ocasi¨®n tan apasionante como los actuales comicios catalanes, que si gana Pasqual Maragall podr¨ªan significar una revoluci¨®n cultural, destinada a regenerar nuestra conciencia c¨ªvica. Algunos le acusan de gaseoso por combinar en su programa la tercera v¨ªa de Blair con dosis de nacionalismo difuso y aromas de olivo a la catalana. Pero eso demuestra su visi¨®n pol¨ªtica, que le ha hecho sintetizar las tres grandes ideolog¨ªas que seguir¨¢n vigentes el siglo que viene: el liberalismo democr¨¢tico, la protecci¨®n socialdem¨®crata y la identidad comunitaria. ?Se puede pedir m¨¢s?Sin embargo, mi esperanza no se funda en el programa de Maragall, sino en la nueva cultura pol¨ªtica que su figura parece anunciar. Creo que nos hallamos ante una divisoria hist¨®rica que separa dos formas de hacer pol¨ªtica: la vieja manera de los grandes l¨ªderes del pasado, como Felipe Gonz¨¢lez y Jordi Pujol, frente al nuevo modo que Maragall prefigura. Con esto no me refiero a matices estil¨ªsticos, sino a diferencias que afectan al contenido sustancial de la pol¨ªtica. Y para precisar los t¨¦rminos, identificar¨¦ la vieja partidocracia con sus dos peores vicios cong¨¦nitos: la mercantilizaci¨®n y el paternalismo.
La mercantilizaci¨®n de la pol¨ªtica supone centrar su objeto no en los derechos de los ciudadanos, sino en sus intereses materiales. Por supuesto, estos ¨²ltimos tambi¨¦n forman parte del debate pol¨ªtico, pero no deben convertirse en su ¨²nica raz¨®n de ser, pues cuando as¨ª sucede la democracia se envilece, como revela el caso Gil. Reducir la pol¨ªtica al tr¨¢fico de intereses en nombre de la buena gesti¨®n significa caer en su privatizaci¨®n, imitando el ejemplo liberal norteamericano, que ya est¨¢ privatizando las c¨¢rceles. Es la conversi¨®n de la democracia en mercado de votos, seg¨²n el modelo propuesto por Anthony Downs (en su Teor¨ªa econ¨®mica de la democracia, de 1957).
Nuestra partidocracia comenz¨® a mercantilizarse bajo la ¨¦gida socialista, que redujo a los ciudadanos a meros clientes ¨¢vidos de subsidios, contratos o comisiones: fue el complejo Filesa. El r¨¦gimen de Aznar ha proseguido intensificando la privatizaci¨®n, camuflada tras empresas intervenidas que act¨²an como macro-Filesas clientelares. Y el s¨ªndrome GIL est¨¢ reduciendo el proceso al absurdo, al privatizar del todo la pol¨ªtica convirti¨¦ndola en una obscena Filesa desnuda. Pero no hay por qu¨¦ escandalizarse, pues el gilismo s¨®lo lleva a sus ¨²ltimas consecuencias la pr¨¢ctica habitual de los partidos, duchos en el corrupto tr¨¢fico de influencias. La ¨²nica diferencia es que el gilismo saca el dinero de la pol¨ªtica para llev¨¢rselo a casa, mientras que los partidos lo reinvierten en su propia autoperpetuaci¨®n organizativa.
y para encubrir su mercantilizaci¨®n, la partidocracia se disfraza de paternalismo prestado en presunto beneficio de sus electores. Por eso presentan su despotismo como ilustrado, ya que lo ejercen en nombre de las bases sociales a las que se dice representar, pero ante las que no se rinde cuentas, impidi¨¦ndoles participar. Aqu¨ª sobrevive el clientelismo latino heredado de los romanos, revivido despu¨¦s por el caciquismo y el nacionalismo del liberalismo decimon¨®nico, y hoy encarnado por el liderazgo carism¨¢tico de grandes padres de la patria como Gonz¨¢lez o Pujol: los padrinos y patronos que regentan las redes olig¨¢rquicas de sus partidos. De ah¨ª la paternal condescendencia con que el patriarca administra el destino de los s¨²bditos que se someten al cuidado de su patrocinio. El resultado no es s¨®lo sectario, pues fuera de su iglesia no hay salvaci¨®n, sino adem¨¢s antidemocr¨¢tico. ?stos son los males de la vieja pol¨ªtica que, una vez llegado al poder, debiera erradicar Maragall, en tanto que ajeno a la m¨¢quina de su partido. Y si lo logra, esperemos que su ejemplo se extienda al resto de Espa?a, regenerando as¨ª el civismo de nuestra democracia. Pues de creer a Ronald Inglehart, con su tesis sobre el cambio cultural hacia valores posmateriales, ciudadanos dispuestos a seguirle no le van a faltar: s¨®lo hace falta que antes acudan a votar a Maragall.
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