Hay que lograr la suspensi¨®n mundial de las ejecuciones
EMMA BONINO
He hecho muchas visitas a c¨¢rceles, voluntarias e involuntarias. Alguna en Estados Unidos. Pero jam¨¢s hab¨ªa visto nada comparable a esta Cook County Jail, la mayor prisi¨®n del pa¨ªs, una angustiosa "ciudad penitenciaria" en la que habitan 10.000 presos y sus guardianes. Es un gigantesco laberinto iluminado con luces de ne¨®n, animado por los t¨ªpicos ruidos met¨¢licos y los rostros mortecinos habituales en todos los hombres con condici¨®n de reclusos.Cuando llego a la biblioteca de la secci¨®n especial que alberga al condenado a muerte Edgar Hope, tengo la impresi¨®n de estar bajo tierra, pero no estoy segura. Nunca me he entrevistado con ning¨²n ser humano condenado a la pena capital, y no me ser¨¢ f¨¢cil olvidar las cadenas en las mu?ecas y los tobillos de Hope, un negro de unos 40 a?os que me aguarda en compa?¨ªa de su abogada, Kathy Moriarty, y de los textos jur¨ªdicos que la administraci¨®n pone a disposici¨®n de los prisioneros.
En febrero har¨¢ 18 a?os que Edgar Hope vive en el corredor de la muerte. Mi visita es una de las escasas ocasiones que tiene de dejar una celda en la que el reglamento le obliga a permanecer 22 horas y media al d¨ªa. Puede ver a familiares y amigos s¨®lo los fines de semana y durante 30 minutos. Pero la ¨²nica persona que viene peri¨®dicamente a verle desde Nueva York, donde trabaja, es su mujer: una joven con la que se cas¨® hace dos a?os, despu¨¦s de una larga correspondencia enviada a trav¨¦s de un primo.
Edgar habla de s¨ª mismo cont¨¢ndome la historia de dos compa?eros de prisi¨®n que salieron vivos del corredor porque se reconoci¨® su inocencia: Carl Lawson en el 96 y Anthony Porter el pasado mes de febrero. Y no son m¨¢s que dos de los 12 casos registrados en los ¨²ltimos a?os, s¨®lo en Illinois, de presos arrebatados al suplicio porque eran inocentes. Una clamorosa sucesi¨®n de errores judiciales, conocida gracias a las nueve instancias de juicio previstas por las leyes del Estado, y que ha acabado en las p¨¢ginas de todos los peri¨®dicos norteamericanos.
"Cuando llega uno nuevo aqu¨ª, al corredor", explica Edgar mientras mira los vol¨²menes que nos rodean, "lo primero que hacemos es intentar ayudarle a organizar su defensa. Porque muchas veces somos nosotros mismos nuestros mejores abogados. Porter obtuvo una suspensi¨®n, pocas horas antes de que lo ejecutaran, por ser retrasado mental. Despu¨¦s se salv¨® porque el aut¨¦ntico autor del homicidio que le atribu¨ªan a ¨¦l confes¨® en televisi¨®n. Pero no todos son tan afortunados". Las v¨ªctimas comprobadas de errores judiciales en todo Estados Unidos desde 1976 (a?o en el que el Tribunal Supremo reintrodujo la pena capital, que hab¨ªa sido declarada "inconstitucional" en 1972) hasta hoy son 82. As¨ª figura en un informe sobre la pena capital elaborado por estudiantes de periodismo de la Northwestern University de Chicago, que asimismo ofrece otras cifras: 4.565 prisioneros en corredores de la muerte en todo Estados Unidos (entre ellos, 50 mujeres, 74 menores y 82 extranjeros) y 576 ejecuciones llevadas a cabo desde 1976 hasta hoy. El a?o1999 bate ya todas las marcas, con 76 condenas consumadas. La lista por Estados la encabeza, desde hace a?os, Tejas. Dieciocho presos tienen una cita con la muerte antes de que acabe el presente a?o.
"En estos 18 a?os de c¨¢rcel he tenido tiempo de reflexionar e incluso cambiar", contin¨²a Hope, "pero he comprendido que, en el exterior, muy pocos entienden lo que experimentamos los condenados a muerte. El joven de 22 a?os que era cuando me detuvieron era muy distinto del que soy ahora. Era un tipo violento, que hab¨ªa emprendido un mal camino, peligroso. Y fui castigado por haber matado a un polic¨ªa. No me libr¨¦ de ninguna de las penalidades y humillaciones que se reservan para los individuos como yo, ni inmediatamente despu¨¦s de la detenci¨®n ni durante los a?os de c¨¢rcel. ?C¨®mo puedo explicar que pensamos muy a menudo en nuestras v¨ªctimas, que nos arrepentimos, que deseamos tener ocasi¨®n de redimirnos? ?Que yo, personalmente, querr¨ªa seguir viviendo para acercarme a los chicos descarriados como era yo, mirarles a los ojos y contarles mi historia?". Edgar atisba una sonrisa: "Mi apellido es Hope, esperanza. ?C¨®mo no voy a esperar?".
Un cuarto de hora de recorrido por el laberinto -escaleras, pasillos, controles- y estoy en la biblioteca de otra galer¨ªa, frente a otro condenado a morir lleno de cadenas. Tambi¨¦n negro. Tiene 29 a?os y su nombre es Victor Stafford, pero todos le llaman Cortez Brown, porque ¨¦se es el nombre que dio a los polic¨ªas que le capturaron hace 10 a?os, y as¨ª aparece identificado en las actas del proceso en el que se le juzg¨® por el asesinato de dos coet¨¢neos durante un enfrentamiento entre bandas. Cuenta Cortez: "La calle fue mi casa y mi escuela. No me salvaron ni mi abuela, a la que fui confiado a los 12 a?os, ni unos pocos a?os de colegio. A los 17 me reclut¨® una banda que vend¨ªa droga y aquel mundo se convirti¨® en el m¨ªo. ?El proceso? Ten¨ªa un abogado de oficio, que se ocupaba de cincuenta casos a la vez y que nunca encontr¨® el tiempo suficiente para seguir una sesi¨®n entera ni consultar a un testigo".
Cortez vive aferrado a dos amores, su hija Victoria, de nueve a?os ("la veo dos veces al mes, por ella he comenzado a rezar y me he convertido al islam"), y la joven asistenta social e investigadora que asiste a nuestra entrevista, Lillie Muhammad, que ha conseguido, con grandes dificultades, tramitar una solicitud de revisi¨®n del juicio.
Cortez ha visto morir ya a muchos amigos, como James Free y Hernando Williams, ejecutados en 1995. "Eran vecinos m¨ªos de celda, y sus ¨²ltimas noches habl¨¢bamos mucho. Cuando se los llevaron, hicimos todos ayuno y escribimos al gobernador. Cuando a uno le notifican la fecha de su ejecuci¨®n, cuenta con el apoyo y el consuelo de sus compa?eros, pero ?qu¨¦ consuelo existe? En esos momentos uno s¨®lo querr¨ªa estar con su familia. Pero nuestra familia somos nosotros mismos. Hernando fue hacia la muerte sin dejar de pedirme que luchara para vivir, por lo menos yo".
Culpables o inocentes, la condena les hace a todos iguales, siega la vida a todos. La pena de muerte es un agujero negro en la conciencia de los estadounidenses, pero algo est¨¢ empezando a moverse. Ante las alarmantes estad¨ªsticas sobre los errores judiciales, la discriminaci¨®n racial que, de hecho, practica la m¨¢quina judicial y la carencia de defensa legal, la American Bar Association -la principal asociaci¨®n de abogados- ha pedido una moratoria generalizada de las ejecuciones. Illinois, Nebraska y Carolina del Norte est¨¢n ya debatiendo la posibilidad de adherirse a la propuesta. Es una situaci¨®n surrealista. La pena capital s¨®lo existe en 38 Estados (de 51) y s¨®lo se aplica en 28 de esos 38. Por consiguiente, la justicia puede aparecer ante los ciudadanos como una macabra ruleta rusa, que escoge a sus v¨ªctimas al azar. Para arriesgarse al pat¨ªbulo basta con "equivocarse" de Estado, haber nacido o vivir en Tejas en vez de Kansas, o en Illinois en vez de Connecticut.
Al desconcierto interno se une el bochorno internacional, el creciente malestar de los representantes diplom¨¢ticos de Washington por la p¨¦sima compa?¨ªa en la que se encuentran, en Naciones Unidas, cada vez que defienden la necesidad de la pena capital junto a China, Irak, Ir¨¢n, Sud¨¢n y otras tiran¨ªas sistem¨¢ticamente condenadas por sus violaciones de los derechos humanos.
La asamblea general que est¨¢ celebr¨¢ndose en Nueva York podr¨ªa pedir a sus Estados miembros, de aqu¨ª a diciembre -si una resoluci¨®n de la UE que reclama una moratoria mundial obtuviese la mayor¨ªa de los votos-, la suspensi¨®n de las ejecuciones. Mi recorrido a trav¨¦s de las prisiones que acogen condenados a muerte, un viaje cuyo objetivo es despertar el mayor n¨²mero posible de conciencias, acaba de empezar. Y no tenemos m¨¢s que dos meses de tiempo.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.