Los libros muertos
LUIS MANUEL RUIZ
El oto?o es tiempo de hojas: hojas que caen de los ¨¢rboles y hojas cubiertas de letras, tildes y se?ales diacr¨ªticas. Espero cada a?o a que el cielo de color aluminio y las primeras lluvias traigan el anuncio de la Feria del Libro Antiguo y de Ocasi¨®n, que en Sevilla se celebra en la Plaza Nueva o en la de San Francisco, siempre con lluvia, porque parece que hasta la sequ¨ªa respeta ese protocolo y nos deja mirar los libros entre charcos, manos en los bolsillos del anorak, farolas duplic¨¢ndose inversamente en el asfalto mojado. Y as¨ª, cada oto?o me crece en el coraz¨®n una lujuria ambulante de libros, el m¨¢s merecido de los fetiches, m¨¢s que los zapatos de tac¨®n, las banderas, las cartas escondidas en los cajones. Desde peque?o me pareci¨® que esta feria, la del libro antiguo, era m¨¢s aut¨¦ntica o valiosa que la otra, que tiene lugar en primavera, con camisas arremangadas y sol tras los ¨¢lamos: porque la lluvia y los impermeables comparten una huidiza sustancia con los libros, porque la lectura es una ceremonia que, para celebrarse correctamente, debe hacerse a media luz, sobre la mesa camilla, con el ritmo de ametralladora de la lluvia en los cristales.
Acudo todos los a?os a la feria, aun cuando s¨¦ que es ciertamente improbable el reencuentro con el libro que so?amos, por lo general una edici¨®n caducada, una traducci¨®n gloriosa que ninguna otra editorial se atrevi¨® a rescatar, a veces s¨®lo una portada, el reclamo irresistible de cierto t¨ªtulo sobre el encabezamiento. Los libros envejecen como el vino sobre la madera, como barricas a?ejamente alineadas en las bodegas de los estantes, y parece que el tiempo les presta el sabor y la esencia. Unos, arist¨®cratas de lomos y nervaduras dorados, camadas de colecciones de cl¨¢sicos hisp¨¢nicos, logran espacios honor¨ªficos en lo m¨¢s oreado de las tiendas; otros, bastardos de colecciones de bolsillo, seres extraviados y llenos de achaques, se pierden sobre el tabl¨®n del muestrario oxid¨¢ndose con paciencia, coloreando de amarillo el papel que soport¨® rasgaduras, anotaciones de bol¨ªgrafos irrespetuosos, n¨²meros de tel¨¦fono. Y a veces vuelvo a casa con una confesi¨®n oculta entre el marasmo de p¨¢ginas, con una felicitaci¨®n de cumplea?os o la receta de una forma de cocinar las espinacas que el libro me otorga agradecido, que me concede como regalo por resucitarlo del alba?al, ¨¦l que cre¨ªa que no conocer¨ªa ojos nuevos.
Esta ma?ana unos alumnos m¨ªos ten¨ªan que exponer un trabajo en clase. Les proporcion¨¦ bibliograf¨ªas, direcciones de bibliotecas, nombres de enciclopedias que ellos anotaron en sus cuadernos con gesto de anotar la lista del supermercado. Hoy uno de ellos aparec¨ªa con cuatro hojas arrancadas de un volumen, exhibi¨¦ndolas procazmente ante mis narices como para demostrar que en efecto las hab¨ªa le¨ªdo. Excus¨® su mutilaci¨®n arguyendo que era un libro viejo, que no iba a sufrir por la profanaci¨®n: dorm¨ªa in¨²tilmente en el trastero desde hac¨ªa mucho, demasiado tiempo. Y yo me pregunt¨¦ d¨®nde iban los libros muertos, esos cad¨¢veres de papel que no encontramos en el geri¨¢trico de las ferias y han emprendido el viaje postrero, desnudos de los signos y las historias que les vieron nacer.
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