'Corredores de la muerte', perversa paradoja
En este nuevo mundo, tan avanzado para algunos, hay muchas gentes que nacen ya condenadas a malvivir en corredores de la muerte. Quienes vienen al mundo en Kosovo, nacen mujer en Argel o ni?os de la rua de Brasil, crecer¨¢n sabiendo que una mano asesina puede llegar en cualquier momento a cegar esas vidas nacidas en la incertidumbre de su propia continuidad.Pero Joaqu¨ªn Jos¨¦ Mart¨ªnez, ahora condendo a muerte en el Estado de Florida, no hab¨ªa nacido en uno de esos gen¨¦ricos corredores de la muerte. Pertenece a un pa¨ªs, Espa?a, que en este momento de su turbulenta historia, tantas veces cainita, ha suprimido, como tantos otros pa¨ªses, la pena de muerte. Claro que, tambi¨¦n entre nosotros, como en todas partes, surgen gentes que matan; pero ya no queda nadie que tenga derecho a matar. Tampoco el Estado, porque hemos renunciado expl¨ªcitamente a ello.
Joaqu¨ªn Jos¨¦ Mart¨ªnez se fue a un pa¨ªs de esperanza. Los rumbos de su destino no fueron buenos, e, implicado en un crimen, fue juzgado y condenado en primera instancia y ahora se encuentra en el corredor de la muerte de la prisi¨®n estatal de Florida, en Estados Unidos de Norteam¨¦rica, el pa¨ªs que lidera el mundo, el pa¨ªs que adoctrina a todas las naciones sobre la urgente exigencia de implantar los derechos humanos para todos. Ese pa¨ªs, ese l¨ªder, cree tener el derecho a matar a Joaqu¨ªn Jos¨¦ Mart¨ªnez.
Liderar el mundo, ser cabeza del imperio, comporta una evidente grandeza, y no pocas servidumbres. No es la m¨¢s peque?a la de ganarse d¨ªa a d¨ªa la autoridad moral necesaria para guiar a los dem¨¢s.
Cuando en 1783 se reconoci¨® en el Tratado de Par¨ªs la independencia de las colonias inglesas, partida de bautismo internacional de Estados Unidos, el conde de Aranda, plenipontenciario espa?ol, escribi¨® al Rey un memorial verdaderamente premonitorio. Aparte de reconocer que el dominio espa?ol en las Am¨¦ricas ya no iba a ser muy duradero, el conde de Aranda anunciaba el nacimiento de una gran potencia, que tomaba vida como un pigmeo y que "ma?ana ser¨¢ gigante conforme vaya consolidando su constituci¨®n, y despu¨¦s un coloso irresistible en aquellas regiones". Aranda anunciaba, adem¨¢s, que el engrandecimiento se iba a fundar en mensajes de libertad. No est¨¢ mal para 1783. Ni ser¨ªa malo que, una vez encumbrado, siguiera siendo la libertad el mensaje justificativo del liderazgo.
Pronto fue verdad aquella profec¨ªa, y Estados Unidos, desde su dimensi¨®n colosal, debe hacer honor a la exigencia moral que su liderazgo comporta. La actitud de Estados Unidos en cuanto a la pena de muerte degrada cualquiera de sus bien intencionadas exigencias en el resto del mundo en cuanto a la implantaci¨®n de los derechos humanos.
La realidad es que, despu¨¦s de la Rep¨²blica Democr¨¢tica China, EEUU es el Estado del mundo civilizado que m¨¢s condenas a muerte impone (3.500 en la actualidad) y que m¨¢s ejecuta (350 desde 1977). Fue en 1977 cuando se dio la triste marcha atr¨¢s en la justificada abolici¨®n judicial de la pena de muerte, que hab¨ªa sido acordada por la Corte Suprema en el caso Furman vs Georgia (1972).
Causa estupor el an¨¢lisis de la jurisprudencia americana posterior a 1977. En ella se ha sacrificado la justicia en el altar de la diosa de la eficacia expeditiva, y 37 Estados han reintroducido la pena de muerte como factor de prevenci¨®n e intimidaci¨®n. Supongo que sin ¨¦xito en esos objetivos, pues a estas alturas de la civilizaci¨®n me parece que est¨¢ claro que el imperio de la violencia no se desanima, ni mucho menos, por la aplicaci¨®n de la pena de muerte. La condena y ejecuci¨®n de los criminales significa, entre otras cosas, un triunfo de las consideraciones utilitarias de moral y del consensus pol¨ªtico de las mayor¨ªas en perjuicio de los derechos de las minor¨ªas. J. Mart¨ªnez est¨¢ en la minor¨ªa de los hispanohablantes, de los marginados, de los desheredados; y si cometi¨® un crimen, lo que est¨¢ por ver en la apelaci¨®n, deber¨¢ pagar por ello. Pero no ha perdido su derecho a vivir.
El ampl¨ªsimo margen de arbitrariedad que comporta un proceso requiere que en ¨¦l se decida sobre la vida y la muerte, pues las personas no pueden vivir o morir dependiendo del capricho de un hombre (el juez) o de 12 (el jurado). Mucho menos cuando en la imposici¨®n de la pena de muerte hay una componente selectiva alimentada de los prejucios y de las inercias de las mayor¨ªas frente a las minor¨ªas, de manera que quienes forman parte de ¨¦stas -marginados, impopulares, pobres, y despreciados- son f¨¢cilmente condenados a morir, cuando en las mismas circunstancias se salvan de ese castigo los que forman parte del grupo mayoritariamente privilegiado. As¨ª aparece en los datos e informes que todo el mundo maneja y que nadie lee ni aplica. Un miembro de la raza negra tiene ocho veces m¨¢s posibilidades de ser condenado a muerte y ejecutado que un blanco que asesine a una v¨ªctima negra o de otra minoria.
Mart¨ªnez es un ser humano y un ciudadano espa?ol, que est¨¢ en pleno proceso para decidir si merece o no castigo. Pero s¨ª estoy seguro de que hay algo que no merece: la muerte a manos del Estado. El derecho a la vida desencadena todos los dem¨¢s derechos, y ni aunque ¨¦l hubiera privado de la vida a otra persona le ser¨ªa aplicable la pena de muerte. Se dice que ¨¦sta est¨¢ respaldada por el voto popular. La justicia ya no se imparte en la plaza p¨²blica, ni el clamor de las masas puede ser un arma letal. La sociedad se ha dado resortes para impedir que el impulso de la opini¨®n p¨²blica sea bastante para quitar la vida a alguien. Los jueces, las instituciones y los hombres y mujeres del mundo del Derecho sabemos hace tiempo lo que las masas no siempre entienden: que la ley no puede matar.
Desde el Colegio de Abogados de Madrid, toda una trayectoria hist¨®rica al servicio del derecho de defensa, sabemos que hemos de perseverar en esa lucha por erradicar la pena de muerte, acto de poder que por s¨ª solo deslegitima al poder. El caso de Joaqu¨ªn Jos¨¦ Mart¨ªnez comporta la burla tr¨¢gica de haber situado en un corredor de la muerte a quien en su pa¨ªs, por los mismos hechos -si es que los ha cometido- nunca se le podr¨ªa quitar la vida.
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