Ovejas negras
LUIS MANUEL RUIZ
Una o dos breves rese?as, alguna entrevista espor¨¢dica, una esquela ocasional en cierta esquina no demasiado visible de p¨¢ginas impares es todo lo que la prensa regional ha dedicado a la visita de Antonio Escohotado a Andaluc¨ªa. El famoso catedr¨¢tico de Sociolog¨ªa, convertido en criatura m¨ªtica y en monstruo por su conocida promiscuidad intelectual, sigue siendo un personaje inc¨®modo, cuya sapiencia, por muchos que sean las autoridades, bibliograf¨ªas y experimentos en que se parapete, amenaza todav¨ªa con tambalear los m¨¢s a?ejos pilares de nuestra integridad mental.
Escohotado se lamenta, y con raz¨®n, de que se intente restringir su copiosa obra al tratado sobre drogas que encabeza su nombre: pues ese libro, aunque constituya la punta de lanza del movimiento de reconversi¨®n social y moral que de unos a?os a esta parte el autor se ha echado sobre los hombros, no es, desde luego, su mayor exponente. Sepultar a Escohotado bajo la etiqueta de especialista en drogas es deso¨ªr todo el amplio campo de intereses en que su conocimiento se ha ejercitado, estudios en los que no se arredra ante las conclusiones m¨¢s inc¨®modas de la antropolog¨ªa y la ciencia social: es ese insecto impertinente que ronda nuestra mesa despu¨¦s del almuerzo, que molesta las sand¨ªas y los melocotones sin que puedan espantarlo las amenazas de ser aplastado; es la voz insidiosa del remordimiento que nos alerta de que el trabajo que llevamos en curso -la sociedad, el Estado, las normas- no nos da motivos para sentirnos tan ufanos como querr¨ªamos.
Los medios acogen con una especie de complaciente sordera a este tipo de personajes, a estos proxenetas del pensamiento que se enconan inexplicablemente con nuestros sistemas de coordenadas como si no fueran lo suficientemente satisfactorios como para hacernos felices. A Agust¨ªn Garc¨ªa Calvo, esa otra espina en el paladar de lo pol¨ªticamente correcto, se le oye con una sonrisa ir¨®nica en los labios y se le confina en una editorial marginal que no contamine demasiado las conciencias, permiti¨¦ndosele una libertad de expresi¨®n tan testimonial como aislada. Como en el caso de Ambrose Bierce o de Thomas de Quincey, quiz¨¢ el porvenir depare para ellos las estatuas y las menciones honor¨ªficas, pero de momento es mejor mantenerlos en cuarentena en foros de intelectuales, donde las proclamas extravagantes no tienen por qu¨¦ salpicar al gran p¨²blico ni erosionar conceptos largamente trabajados por las ense?anzas de las escuelas. Los nadadores a contracorriente corren el infausto destino de acabar congelados en el m¨¢rmol, sepultados bajo las aguas que intentaron vencer: a la oveja negra, nos cuenta una par¨¢bola memorable de Monterroso, se le erige un monumento despu¨¦s de degollarla y correrla a palos. Pero en vida su vell¨®n oscuro no nos sirve para exhibirlo por las calles.
La de Escohotado es una presencia lateral, perif¨¦rica, de barrio en las afueras. Esa fue la residencia de Michel Foucault, sobre cuya obra las tesis doctorales crecen como epidemias, de Gilles Deleuze, que habl¨® de habitar el extrarradio del pensamiento antes de arrojarse por un balc¨®n: como si ese fin tremendo pudiera excluirle de convertirse en polvo de biblioteca y sustentar los edificios que trataba de dinamitar.
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