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La batalla de la libertad en Europa del Este

Timothy Garton Ash

Hace casi veinte a?os, alguien clav¨® un pedazo de papel en una cruz de madera delante de los Astilleros Lenin de Gdansk. En toda Polonia, los obreros estaban en huelga para exigir libertad sindical, una idea ins¨®lita en la historia del comunismo. Todos los que est¨¢bamos all¨ª ten¨ªamos la sensaci¨®n de que los tanques sovi¨¦ticos pod¨ªan invadir el pa¨ªs en cualquier momento. En el papel hab¨ªan escrito unos versos de Byron:"Porque la batalla por la libertad, una vez empezada,/transmitida como legado de padre ensangrentado a hijo,/aunque a menudo confusa, siempre se gana".

Pero el huelguista desconocido que hab¨ªa hecho esta dedicatoria omiti¨® la palabra "ensangrentado". Porque la revoluci¨®n de los obreros polacos que sacudi¨® el imperio sovi¨¦tico en sus cimientos y dio a luz un nuevo movimiento llamado Solidaridad deb¨ªa ser una revoluci¨®n pac¨ªfica.

Desde luego, hab¨ªan existido anteriormente levantamientos a favor de la libertad en el imperio sovi¨¦tico, pero ¨¦ste era el primero que yo presenciaba, y Solidaridad se convirti¨® en el rompehielos del final de la guerra fr¨ªa. El regreso triunfante de la organizaci¨®n, negociado en la primera de muchas conversaciones celebradas en 1989, inici¨® la incre¨ªble cadena de revoluciones pac¨ªficas que crearon el mundo en el que ahora vivimos. Cada mes parec¨ªa aportar alguna sorpresa nueva, m¨¢gica e imposible. Los comunistas reformistas de Hungr¨ªa negociaron su propia salida del poder, y acabaron con el tel¨®n de acero que les separaba de Austria. Los polacos eligieron a un primer ministro no comunista. Los alemanes del Este salieron a las calles en Leipzig al grito de "Somos el pueblo". El 9 de noviembre se abri¨® el muro de Berl¨ªn. Y despu¨¦s estuve con el dramaturgo V¨¢clav Havel en el teatro de la Linterna M¨¢gica de Praga, mientras dirig¨ªa su mejor obra: la revoluci¨®n de terciopelo.

Todo el a?o fue una sacudida emocional constante. Por ejemplo, el hijo de mis amigos m¨¢s ¨ªntimos en Alemania Oriental, un joven airado de 21 a?os llamado Joachim, huy¨® en el verano de Hungr¨ªa a Austria. Mis amigos, que viven en Berl¨ªn Este, creyeron que tardar¨ªan muchos a?os en volver a verle, pese a que hab¨ªa regresado para vivir a unos cuantos kil¨®metros, al otro lado del muro, en Berl¨ªn Oeste. Entonces cay¨® el muro, y tuvieron una raz¨®n muy especial para unirse a la triunfal interpretaci¨®n que hizo Leonard Bernstein del Himno a la alegr¨ªa.

Diez a?os despu¨¦s, ?d¨®nde est¨¢n aquellas personas, aquellos lugares, aquellas emociones? A simple vista, podr¨ªa pensarse que se ha ganado, por fin, la batalla de la libertad. Muchos pa¨ªses postcomunistas est¨¢n en medio de un caos endiablado, por supuesto. Pero casi ninguno de ellos empez¨® su camino con una revoluci¨®n de terciopelo. Las naciones centroeuropeas que s¨ª tuvieron revoluciones pac¨ªficas en 1989 son pa¨ªses libres, con democracias relativamente estables y econom¨ªas de mercado. Por incre¨ªble que parezca, son miembros de la OTAN. Por primera vez en siglos, su libertad parece asegurada en un futuro pr¨®ximo. Como dice el clich¨¦, se han convertido en pa¨ªses "normales" (aunque, en realidad, ¨¦sa es la normalidad de menos de un sexto de la poblaci¨®n mundial).

Volar a Praga, Varsovia o Budapest, hoy en d¨ªa, es una experiencia muy parecida a volar a Lisboa, N¨¢poles o Madrid. Y cuando llego all¨ª, suelo enterarme de que unos amigos que, hasta 1989, ten¨ªan prohibido ir a ning¨²n sitio, se encuentran de viaje, en Francia, Am¨¦rica o Jap¨®n. Y me entero cuando les llamo a sus tel¨¦fonos m¨®viles.

?Final feliz, pues? No del todo. He pasado gran parte de este a?o viajando por Europa Central con un equipo de televisi¨®n de la BBC, intentando averiguar hasta d¨®nde se han cumplido las emocionantes esperanzas de libertad. Ha sido una experiencia aleccionadora. A la serie que hemos realizado le hemos dado el t¨ªtulo de La batalla de la libertad, no s¨®lo por aquel pedazo de papel sobre la cruz de madera, sino porque la vida en la nueva libertad sigue siendo una lucha. De hecho, tengo la tentaci¨®n de corregir a Byron y decir que la batalla de la libertad no se gana jam¨¢s.

El viaje m¨¢s deprimente es el que he hecho precisamente al lugar donde el huelguista desconocido fij¨® esos versos heroicos y esperanzados: el Astillero Lenin de Gdansk. El nombre y la estatua de Lenin desaparecieron inmediatamente despu¨¦s de la revoluci¨®n. Pero el astillero ha ido muy mal desde entonces, y se declar¨® en bancarrota hace tres a?os. Ahora parece m¨¢s un museo de arqueolog¨ªa industrial que un astillero en funcionamiento, lleno de m¨¢quinas viejas y oxidadas y maleza que llega hasta el pecho. Es verdad que algunos antiguos empleados del astillero han encontrado buenos puestos en el sector privado. Varios incluso se han hecho empresarios en peque?as compa?¨ªas. Pero la mayor¨ªa de ellos est¨¢n desilusionados y llenos de amargura.

Los obreros iniciaron la gran transformaci¨®n, dicen, y ahora son los que han salido perdiendo. Algunos est¨¢n en el paro. Los que trabajan ganan m¨¢s, en t¨¦rminos reales, de lo que sol¨ªan. Pero tambi¨¦n tienen que trabajar mucho m¨¢s. (En los viejos tiempos -los malos tiempos-, corr¨ªa esta broma: "Hacemos como que trabajamos, y ellos hacen como que nos pagan"). Se pueden comprar much¨ªsimas m¨¢s cosas en las tiendas, y mayor proporci¨®n de art¨ªculos importados de Europa occidental. Pero los precios son prohibitivos para unas personas que siguen ganando entre 30 y 50 d¨®lares semanales . "Salarios del Este, precios de Occidente", es la nueva queja.

Un veterano de Solidaridad que a¨²n trabaja en el astillero, un viejo electricista encantador y de rostro huesudo llamado Stanislaw Przybysz, me cuenta que la gente le dice: "?Es esto por lo que luchamos?" Su hijo Roland, que en la actualidad trabaja en una imprenta privada, a?ade: "Ahora tengo pasaporte y, en teor¨ªa, puedo viajar adonde quiera. Pero ?para qu¨¦ me sirve si no puedo pag¨¢rmelo?" Ahora pueden decir lo que piensan, pero todos tienen la sensaci¨®n de poner en peligro su empleo si se pronuncian con demasiada energ¨ªa en el lugar de trabajo. Roland lo dice dr¨¢sticamente: "En aquella ¨¦poca tem¨ªamos a la polic¨ªa secreta, ahora tememos a nuestro jefe".

Lo ir¨®nico es que ese jefe tambi¨¦n es, a su vez, un antiguo obrero del astillero. Ahora hablo con ¨¦l, elegantemente vestido con un chaleco marr¨®n, chaqueta y corbata, y con una pulcra esposa a su lado, en su despacho, limpio y moderno, mientras Roland trabaja como un animal en el taller, en una atm¨®sfera cargada de emisiones producidas por las tintas de impresi¨®n. El jefe me dice con franqueza que no est¨¢ dispuesto a permitir sindicatos en su empresa. ?Nada de Solidaridad aqu¨ª! Descubro que no se trata de un caso excepcional. No hay sindicatos en casi ninguna empresa privada de Polonia.

Por consiguiente, la gran liberaci¨®n que comenz¨® con la batalla para lograr un sindicato libre ha terminado con un antiguo obrero del astillero -ahora empresario capitalista- que niega a otro antiguo obrero del astillero el derecho a afiliarse a un sindicato. Y los empleados tienen miedo a reunirse, temen perder sus puestos de trabajo. Roland me dice que siempre negocian individualmente con el empresario, y ni siquiera se dicen entre s¨ª cu¨¢nto gana cada uno. Como se ve, tampoco hay mucha solidaridad, con s min¨²scula. ?Un mundo feliz!

Se pueden y deben decir muchas cosas para matizar esta impresi¨®n tan l¨²gubre. El astillero de Gdansk ha tenido una trayectoria especialmente mala porque fue v¨ªctima de la mala gesti¨®n y la complacencia del sindicato. ("Nunca podr¨ªan cerrar la cuna de Solidaridad.") Ahora lo ha comprado otro astillero polaco, Gdynia, que ha salido mucho mejor parado en el turbulento mercado libre thatcheriano de Polonia. La mitad del vasto terreno se va a vender para construir en ¨¦l oficinas, tiendas y pisos destinados a los yuppies polacos. Como el Docklands londinense, en Gdansk. La otra mitad seguir¨¢ sirviendo para construir barcos.

En general, la econom¨ªa polaca est¨¢ en expansi¨®n y tiene uno de los mayores ¨ªndices de crecimiento en Europa. As¨ª, pues, podr¨ªa decirse que es cuesti¨®n de paciencia. Se tarda tiempo en conseguir que la prosperidad llegue a todos. Alemania occidental segu¨ªa siendo un pa¨ªs gris y sombr¨ªo a finales de los cincuenta, cuando ya llevaban diez a?os de "milagro econ¨®mico". No obstante, incluso en nuestras sociedades acomodadas de Europa occidental, hay much¨ªsima gente a la que no llegan jam¨¢s los beneficios de la prosperidad. Es un consuelo pensar que lo que est¨¢n sufriendo los trabajadores polacos es todav¨ªa una "transici¨®n". Pero existe la sospecha, horrible y persistente, de que tal vez ¨¦sta sea la "normalidad" con la que so?aban.

Si los obreros no est¨¢n contentos, ?qu¨¦ ocurre con los intelectuales? Voy a Praga para averiguar qu¨¦ ha sucedido con los escritores, artistas y fil¨®sofos que encabezaron la revoluci¨®n de terciopelo. Si en alg¨²n lugar debe de haber gente satisfecha, es aqu¨ª. Al fin y al cabo, vivieron la mayor parte de los veinte a?os previos a 1989 bajo la prohibici¨®n de publicar, exponer o viajar, a menudo obligados a realizar tareas de ¨ªnfima categor¨ªa y, en ocasiones, con encarcelaciones repetidas. Un amigo historiador, Pavel Seifter, trabaj¨® de limpiaventanas. (Ahora es embajador en Londres.) Otros trabajaron como fogoneros.

Su ¨¢nimo es mucho mejor. La libertad de expresi¨®n es una victoria impagable. Pueden publicar y llegar a sus lectores con normalidad, no s¨®lo a trav¨¦s de ediciones clandestinas o emisoras de radio occidentales. Sus obras pueden representarse en escenarios p¨²blicos, sus pel¨ªculas se exhiben y sus obras de arte se exponen. Pueden decir a sus alumnos la verdad tal como la ven ellos. Pueden viajar, y ya no tienen problemas con la polic¨ªa secreta.

Por supuesto, su posici¨®n social ha cambiado, como la de los obreros. Durante gran parte de la historia contempor¨¢nea, los intelectuales han desempe?ado un papel muy especial en Centroeuropa. El hecho de que sus pa¨ªses no fueran libres y a sus Gobiernos se les tildara de ileg¨ªtimos hac¨ªa que a los intelectuales se les considerase los aut¨¦nticos representantes del pueblo y se les viese como autoridades morales, casi profetas. Sus conferencias, cuando pod¨ªan pronunciarlas, estaban abarrotadas, y sus escritos, cuando el p¨²blico pod¨ªa comprarlos, se pasaban de mano en mano y se le¨ªan con apasionada intensidad. Era una acogida que daba envidia a numerosos autores occidentales. Es sabido c¨®mo Jean-Paul Sartre lleg¨® a Praga a principios de los sesenta y dijo a los escritores checos que eran muy afortunados de tener asuntos serios y reales sobre los que escribir. Despu¨¦s de visitar la ciudad dorada en los a?os setenta, Philip Roth declar¨® que en Occidente todo pasa y nada importa, mientras que en el Este nada pasa y todo importa.

Ahora, con la libertad, todo eso se ha terminado. Con la velocidad de un cambio de decorado teatral, tambi¨¦n en este aspecto se han vuelto occidentales. Nadie les considera ya autoridades morales ni pol¨ªticas. (Lo mismo ha ocurrido en Rusia, donde alguien ha hecho el agradable comentario de que Solzhenitsyn se ha quedado "moralmente en el paro".) De pronto, los escritores y artistas deben competir en un mercado de espect¨¢culos abarrotado y con presencia de todos los medios. Si antes no hab¨ªa que competir m¨¢s que con una televisi¨®n estatal digna de Orwell -que garantizaba la falta de atractivo-, ahora existen numerosos y enloquecidos canales privados de televisi¨®n con chicas desnudas que dicen el tiempo, hay sat¨¦lite y cable, v¨ªdeos a mansalva, juegos de ordenador, locales de videojuegos, buenos restaurantes y muchas m¨¢s cosas.

Un joven y original escultor llamado David Cerny resume esta situaci¨®n en una obra que titula El intelectual en el fin de milenio. Se trata de una figura que se parece vagamente a Sigmund Freud, precariamente colgada, por una mano, de un largo poste que se extiende sobre el paisaje de Praga colocado en el balc¨®n de una casa que, en otro tiempo, perteneci¨® a la polic¨ªa secreta. El intelectual tiene la otra mano en el bolsillo, como quien no quiere la cosa, como si dijera: "Muy bien, estoy colgado, pero estoy colgado relativamente". (Hace poco instalamos la escultura en la orilla sur del T¨¢mesis, dominando la catedral de San Pablo; como es natural, Inglaterra recibi¨® a este intelectual con viento y llovizna.)

Ivan Klima, uno de los mejores novelistas checos de la vieja generaci¨®n, cuyos libros estuvieron prohibidos durante muchos a?os antes de 1989, se niega a lamentarse. Los logros son mucho mayores que las p¨¦rdidas, asegura. Era an¨®malo que los escritores se encontraran en un pedestal moral. Sin embargo, tambi¨¦n ¨¦l comenta con iron¨ªa, cuando le pregunto sobre el canal de televisi¨®n en el que unas chicas desnudas dan la informaci¨®n del tiempo, que "el espect¨¢culo es el nuevo Dios". Y tambi¨¦n destaca otras p¨¦rdidas m¨¢s sutiles. La amistad, por ejemplo. En los viejos tiempos -dice-, las amistades eran m¨¢s ¨ªntimas, m¨¢s intensas. En parte era porque ten¨ªan mucho tiempo para cultivarlas, mientras que ahora todo el mundo corre de una cita a otra: entrevistas, conferencias, viajes al extranjero. Pero era tambi¨¦n porque se sent¨ªan oprimidos por un enemigo com¨²n. Exist¨ªa algo semejante a la intensa fraternidad de los soldados en una guerra. De forma que con la libertad no s¨®lo se ha desvanecido la solidaridad de los trabajadores, sino tambi¨¦n la camarader¨ªa de los intelectuales.

No son meras historias de pa¨ªses lejanos sobre los que sabemos poca cosa, ni el lado oscuro de lo que sigue siendo una de las liberaciones m¨¢s pac¨ªficas, alentadoras y triunfantes de nuestra ¨¦poca. La nueva Europa central es un espejo en el que podemos vernos todos con m¨¢s claridad. Pero no es un reflejo amable, sino como ese que vemos a primera hora de la ma?ana en el cuarto de ba?o, bajo una bombilla desnuda, cuando tenemos resaca.

La esperanza de hace diez a?os era que pol¨ªticos intelectuales como V¨¢clav Havel, o pol¨ªticos obreros como Lech Walesa, o sencillamente la masa popular que tan milagrosamente surg¨ªa despu¨¦s de a?os de opresi¨®n, pudiera mostrar algo nuevo a Occidente. Tal vez una nueva forma de hacer pol¨ªtica: "La sociedad civil en el poder", como dijo una vez Jiri Dienstbier, el fogonero disidente que acab¨® siendo ministro de Asuntos Exteriores checo. Esa esperanza ha quedado defraudada. Por el contrario, la realidad actual de Centroeuropa es, en muchos aspectos -televisi¨®n, pol¨ªtica, ropa, modos de vida-, una simple copia de lo que tenemos en Occidente. (No quiero ponerme demasiado como Roland Barthes, pero los anuncios de cigarrillos Go West que se ven en todas las ciudades resultan m¨¢s apropiados de lo que parece.) Adem¨¢s, muchas veces es una copia barata, burda, incluso hortera de nuestra sociedad occidental y contempor¨¢nea de consumo; como si una colegiala imitase el maquillaje de una modelo en una revista.

Sin embargo, todo esto, unido a los recuerdos de la gente sobre la ¨¦poca anterior, es precisamente lo que hace que el espejo sea tan interesante. Cuando viajo por estos pa¨ªses y hablo con viejos amigos no puedo dejar de tener presente el valor de la libertad, al ver su alegr¨ªa constante por disponer de ella. Pero tambi¨¦n me ense?an el precio que se paga, al menos en lo que se entiende por libertad en la Europa de 1999. Esa p¨¦rdida de solidaridad, por ejemplo, o el debilitamiento de la amistad. (Y conozco, por lo menos, un matrimonio que sobrevivi¨® a un intento deliberado de romperlo por parte de la polic¨ªa secreta pero no ha sobrevivido a la nueva situaci¨®n.)

Ahora el tiempo se raciona, se divide estrictamente en periodos de media hora, organizado en funci¨®n de las citas, los libros, los plazos, los contestadores autom¨¢ticos; siempre escaso. Todos -todos- dicen que tienen mucha m¨¢s tensi¨®n en la vida cotidiana. Otro elemento que mencionan es la forma en la que, cada vez m¨¢s, se define la categor¨ªa y la identidad de las personas con arreglo a un solo factor, su profesi¨®n y su puesto dentro de ella. Y tambi¨¦n aseguran, una y otra vez, que ahora el dinero es el que manda; el dinero decide; el dinero determina todo. No s¨¦ cu¨¢ntas veces me han dicho mis amigos, en estos diez a?os: "En los viejos tiempos, nunca habl¨¢bamos de dinero. Ahora hablamos de ¨¦l sin cesar".

En muchos lugares de Centroeuropa, sobre todo entre los m¨¢s desfavorecidos, todo esto ha despertado una curiosa nostalgia por los viejos -malos- d¨ªas en los que hab¨ªa un m¨ªnimo de seguridad, cuando el Estado era una guarder¨ªa gigante. La libertad es dura, exigente, llena de riesgos, y mucha gente le tiene miedo. Pero, si se les insiste en la conversaci¨®n -no en meros sondeos de opini¨®n superficiales- son muy pocos los que, de verdad, quieren volver al antiguo r¨¦gimen.

El capitalismo democr¨¢tico y liberal contempor¨¢neo es el peor de los sistemas posibles, con la excepci¨®n de todos los dem¨¢s sistemas que se han intentado en diversas ¨¦pocas. Sin embargo, no s¨¦ si la libertad tiene que traer consigo, verdaderamente, todos los peores aspectos de una sociedad de consumo atomizada, dominada por la competencia, el espect¨¢culo y las modas. Al mirarnos en el espejo de Centroeuropa debemos preguntarnos, con cierta tristeza, hasta qu¨¦ punto han hecho buen uso de su libertad. M¨¢s importante a¨²n, deber¨ªamos preguntarnos qu¨¦ uso hacemos de la nuestra.

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