Santiago
LUIS GARC?A MONTERO
Cuando me invitaron a participar en la Feria del Libro de Santiago de Chile, sent¨ª una excitaci¨®n ambigua, una felicidad perturbada por el miedo. Me apetec¨ªa recorrer nuevamente las calles "de lo que fue Santiago ensangrentada", pero no estaba seguro de que se trataba de un buen momento para versos y poemas espa?oles. Los peri¨®dicos, las televisiones, los ministros, muchos comentaristas pol¨ªticos, un fiscal general y un ex presidente de Gobierno han informado de las desagradables consecuencias que la detenci¨®n de Augusto Pinochet, por culpa del juez Baltasar Garz¨®n, ha tenido en las relaciones entre Espa?a y Chile. Como ex presidente del Gobierno lleg¨® a afirmar que este juicio contra Pinochet era una agresi¨®n colonialista, tem¨ªa yo que las fuerzas chilenas de liberaci¨®n quisieran sorprenderme en medio de una met¨¢fora, d¨¢ndome con los endecas¨ªlabos y con las metonimias en la cabeza. Y no era una sospecha ¨ªntima, una duda subjetiva, porque la familia y los amigos me despidieron con cara de preocupaci¨®n, como si el pa?uelo del adi¨®s debiera marcarse esta vez con el consejo de la prudencia, la clandestinidad y el silencio.
Confieso que al subirme en el primer taxi colonizado, intent¨¦ encubrir mi acento espa?ol para evitar enfrentamientos raciales. Pero los esfuerzos de malabarismo tonal resultaron poco convincentes, porque el taxista tard¨® apenas un segundo en preguntarme si era espa?ol y qu¨¦ opinaba sobre el proceso contra Pinochet. En La Alameda de Santiago, m¨¢s pronto que tarde, bajo la primavera austral que se enredaba en los balcones del Palacio de la Moneda, en las ramas de los ¨¢rboles y en las bocinas de los coches, asum¨ª la desorientaci¨®n y el rid¨ªculo al comprobar que el taxista interrump¨ªa mis explicaciones: "Pero gracias, hermano, si ese viejo mat¨® a mi padre". Y se puso a se?alar hacia un monumento imaginario y total, como un gu¨ªa de turismo f¨²nebre, para insistir en sus recuerdos. "Todas, todas esas aceras se llenaron de muertos".
La misma complicidad agradecida encontr¨¦ despu¨¦s en otros chilenos de diversa sonrisa y condici¨®n. Una hermos¨ªsima presentadora de televisi¨®n lleg¨® incluso a declararme apasionadamente su admiraci¨®n por Jos¨¦ Mar¨ªa Aznar, el presidente que hab¨ªa posibilitado la detenci¨®n de Pinochet. Yo intent¨¦ quitarle la novia, aclararle que el presidente no se merec¨ªa el temblor verde de sus ojos, que era un asunto judicial y que nuestro Gobierno hubiese preferido no complicarse en la detenci¨®n. Pero todo fue en vano, admiraba a Aznar, quer¨ªa a Espa?a, por primera vez se sent¨ªa feliz en el mundo.
Tambi¨¦n yo quise a Espa?a (m¨¢s de la cuenta), en alg¨²n bar nocturno de Santiago. La distancia y la melancol¨ªa suelen ablandarnos, abrirle una ventana musical a las ingenuidades. Acostumbrado a ser de un pa¨ªs oscuro, que ha exportado contrarreformas, tribunales de inquisici¨®n, dictaduras y dogmas, intu¨ª de pronto una posibilidad de orgullo: el patriotismo de pertenecer a la comunidad que ha juzgado a Pinochet, se?alando una nueva esperanza de justicia internacional, un tribunal para asesinos de despacho. En Chile, con una copa en la mano, perd¨ª el miedo a ser espa?ol.
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