La despolitizaci¨®n de la pol¨ªtica
Constataba con asombro el presidente uruguayo Julio Mar¨ªa Sanguinetti que nos ha correspondido en suerte vivir un siglo en el que "se corre tan deprisa y se piensa tan lentamente". Probablemente no se piense m¨¢s despacio que en otras ¨¦pocas, pero los cambios en todos los ¨¢mbitos parecen producirse a tal velocidad que la sensaci¨®n que termina por depositarse en la conciencia colectiva es la de que nunca conseguimos atrapar nuestro objeto y que, para cuando por fin lo venimos a pensar, ha pasado a ser en realidad otro. Esta persistente labilidad ya no admite la mera constataci¨®n, m¨¢s o menos estetizante, entre otras razones porque nos jugamos demasiado en el sistem¨¢tico fracaso de nuestra comprensi¨®n. Estar¨ªamos aceptando una grave derrota del esp¨ªritu si nos content¨¢ramos con repetir sin m¨¢s, como si el tiempo pudiera transcurrir en vano, "no sabemos lo que nos pasa, y eso es lo que nos pasa".Se subraya esto porque, en el fondo, una de las peores consecuencias de insistir demasiado en nuestras perplejidades y estupores ser¨ªa que nos dejara abandonados en una ubicaci¨®n imposible y paralizante, a medio camino entre la conciencia dolorida e impotente ante un mundo nuevo que amenaza con aplastarnos y la nostalgia irremediable de las viejas certezas perdidas. Todav¨ªa algunas afirmaciones nos son permitidas. Sin ir m¨¢s lejos, la de que hoy una de las amenazas mayores para las sociedades occidentales desarrolladas, a la vez que uno de los rasgos m¨¢s caracter¨ªsticos de nuestro tiempo, la constituye lo que bien pudi¨¦ramos llamar una concepci¨®n apol¨ªtica de la democracia. Y aunque no resulta f¨¢cil encontrar autores que de forma expresa defiendan semejante concepci¨®n, no cuesta apenas nada localizar a quienes asumen tesis que, a fin de cuentas, desembocan ah¨ª.
Para clarificar lo que queremos decir, acaso pueda servir de ejemplo el auge del discurso nacionalista, tan satanizado ¨²ltima-mente como el origen de casi todos nuestros males. En realidad, el peor nacionalismo -quiere decirse, el que intenta acabar con todo debate acerca de la mejor forma de organizar la vida en com¨²n, sustituy¨¦ndola por un esencialismo identitario que no acepta otro v¨ªnculo del individuo con el grupo que el de la adhesi¨®n emotiva e incondicional- no ha desplazado a la pol¨ªtica, como se acostumbra a decir: ha ocupado el lugar que ¨¦sta dej¨® vacante. Incluso ese nacionalismo no es causa, sino efecto. Luego est¨¢ el otro, el que, huyendo de peligros como el etnicismo m¨¢s o menos tel¨²rico (etnicismo que asoma la patita tras formulaciones del tipo "somos un pueblo en un territorio"), intenta tematizar la pertenencia a la comunidad como mecanismo constituyente del individuo en sociedad. Lo que equivale a entender dicho mecanismo como un instrumento, tan v¨¢lido como necesario, de la socializaci¨®n. Mucho de eso hay, sin duda. La cuesti¨®n es si una constataci¨®n as¨ª, de orden sociol¨®gico-antropol¨®gico, puede sustituir al discurso pol¨ªtico. O, planteado en forma de problema, c¨®mo hacer para que los v¨ªnculos hist¨®ricos, culturales o ling¨¹¨ªsticos -destinados en principio a estructurar internamente a una sociedad- no se constituyan en la coartada para una discriminaci¨®n entre ciudadanos de primera y de segunda (seg¨²n la antig¨¹edad de su presencia en el territorio, la aceptaci¨®n de la cultura del lugar o el manejo de la lengua). Para que no d¨¦ ocasi¨®n, en definitiva, a forma alguna, por velada que sea, de exclusi¨®n.
Pero la democracia no es la comunidad de los id¨¦nticos: la democracia es m¨¢s bien, como dijera Giacomo Marramao evocando a Bataille, la comunidad de los que no tienen comunidad, el espacio p¨²blico compartido donde las diferencias son posibles, donde la igualdad es la formalidad necesaria para que la heterogeneidad emerja. En consecuencia, no se tratar¨ªa tanto de negar la pertenencia como de edificarla sobre nuevas bases. Lo que equivale a proponer que la identidad se construya de otra manera. Obviamente, si planteamos la identidad en la clave compleja, heterog¨¦nea y multiforme a la que nos conduce el mundo de hoy, la pretensi¨®n de priorizar los v¨ªnculos m¨¢s particulares, espec¨ªficos, locales, va perdiendo consistencia. Parece claro que, si a alguna pertenencia parecemos abocados, es a una pertenencia cada vez m¨¢s abstracta, universal, y que en todo caso ser¨¢ sobre esa base sobre la que habr¨¢ que establecer unos renovados v¨ªnculos fraternales, solidarios, etc¨¦tera.
Sin embargo, eso est¨¢ por hacer, y est¨¢ por hacer en el mundo real. Lo que significa, por lo pronto, que hay que explicitar la propuesta pol¨ªtica, el modelo de sociedad, de convivencia y de ciudadan¨ªa que se defiende o al que se aspira. El recordatorio, conviene destacarlo, apunta en una doble direcci¨®n. Porque, de la misma forma que conviene arrastrar a buena parte de discursos nacionalistas hacia el territorio de la pol¨ªtica (y que sea ah¨ª donde expliquen de qu¨¦ forma proponen defender los intereses comunes de quienes ocupan un territorio), a la inversa se debe evitar la huida de la pol¨ªtica por parte de quienes est¨¢n m¨¢s obligados a defenderla. Cosa que ocurre cada vez que formaciones pol¨ªticas no nacionalistas sustituyen los argumentos por las complicidades y convierten el combate contra el nacionalismo en un fin en s¨ª mismo. Y es que en tales casos se corre el serio peligro de estar dando la raz¨®n a quienes sostienen que siempre se habla desde alg¨²n nacionalismo -con la ¨²nica diferencia de que los que llevan tiempo disponiendo de un Estado acaban haciendo uso de una especie de nacionalismo invisible-. Por decirlo con otras palabras, el no-nacionalismo (y ya no digamos el antinacionalismo) nunca puede ser espont¨¢neo, natural, indiscutible. Prepol¨ªtico, en suma. Porque entonces s¨ª tenemos todo el derecho del mundo a sospechar que en realidad este presunto no-nacionalismo est¨¢ encubriendo un nacionalismo que se desconoce a s¨ª mismo, incapaz de reconocerse en su propia condi-ci¨®n (cuando no un nacionalismo que se averg¨¹enza de s¨ª).
Lo que desde luego parece fuera de duda es que dif¨ªcilmente podr¨¢n debatir con el nacionalismo en t¨¦rminos de cr¨ªtica pol¨ªtica quienes asumen premisas como las de que se han acabado las diferencias entre derechas e izquierdas, el mercado es incuestionable, no hay valor por encima de la gesti¨®n eficaz o similares t¨®picos del pensamiento conservador -¨²ltimamente redescubiertos por alg¨²n que otro socialdem¨®crata converso-. Entre otras razones, porque ha sido precisamente esa renuncia uno de los elementos que en mayor medida han contribuido al auge actual de quienes argumentan que, justo porque caducaron las certezas heredadas, ya s¨®lo nos queda el entra?able cobijo de las viejas patrias, construidas al hogar de una lengua, una etnia o una religi¨®n ancestrales.
Ahora bien, con la exclusiva y monda reivindicaci¨®n de lo pol¨ªtico no basta. Es necesaria, desde luego, pero no suficiente. Se requiere adem¨¢s especificar las nuevas formas que la imprescindible encarnadura pol¨ªtica de lo social debe adoptar. Introducimos esa metaf¨®rica expresi¨®n porque ser¨ªa grave que las anteriores reservas respecto a ciertas propuestas -de inspiraci¨®n fundamentalmente comunitarista- dieran a entender una contraposici¨®n tan r¨ªgida como excluyente entre una concepci¨®n c¨¢lida y una concepci¨®n fr¨ªa de la cosa, caracterizadas por su ¨¦nfasis en la dimensi¨®n emotiva o racional, respectivamente. Tal vez sea cierto que propuestas como las del "helado patriotismo constitucional" de Habermas (en expresi¨®n de Javier Pradera) dif¨ªcilmente pueden funcionar como un modelo atractivo capaz de concitar alrededor suyo amplios consensos colectivos. Como no lo es menos que la cuesti¨®n de la cohesi¨®n social se ha convertido en una cuesti¨®n primordial en unas sociedades, como las nuestras, amenazadas por m¨²ltiples formas de desagregaci¨®n, exclusi¨®n y marginalidad.
Ese v¨ªnculo cordial que los individuos mantienen con la comunidad en la que viven debe encontrar sus espec¨ªficas formas de articulaci¨®n con un proyecto susceptible de ser debatido en la plaza p¨²blica. A fin de cuentas, lo que nos caracteriza no es que carezcamos de emociones, sino que seamos capaces de aquilatarlas. Lo universal no constituye una condena, sino un horizonte clarificador. Que nos permite comprobar, por ejemplo, que la relaci¨®n sentimental que mantenemos con lo m¨¢s pr¨®ximo la mantienen asimismo, y con id¨¦ntico fundamento (o ausencia de ¨¦l), casi todos los seres humanos, dondequiera que est¨¦n. Sin ese correctivo, el amor a lo propio termina desembocando en rechazo y odio hacia lo ajeno. En pocos ¨¢mbitos como en ¨¦ste se precisa con tanta urgencia una pedagog¨ªa de los sentimientos, una educaci¨®n que nos sirva para marcar distancia respecto a tanta presunta evidencia. Porque si algo tienen en com¨²n el fan¨¢tico y el dogm¨¢tico, no es tanto la intensidad de sus actitudes como la inmediatez de sus vivencias, el car¨¢cter obvio, dado, incuestionable, de cuanto sienten y creen. No son malos: simplemente lo tienen todo claro, demasiado claro. Es eso lo que les hace temibles.
Tu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo
?Quieres a?adir otro usuario a tu suscripci¨®n?
Si contin¨²as leyendo en este dispositivo, no se podr¨¢ leer en el otro.
FlechaTu suscripci¨®n se est¨¢ usando en otro dispositivo y solo puedes acceder a EL PA?S desde un dispositivo a la vez.
Si quieres compartir tu cuenta, cambia tu suscripci¨®n a la modalidad Premium, as¨ª podr¨¢s a?adir otro usuario. Cada uno acceder¨¢ con su propia cuenta de email, lo que os permitir¨¢ personalizar vuestra experiencia en EL PA?S.
En el caso de no saber qui¨¦n est¨¢ usando tu cuenta, te recomendamos cambiar tu contrase?a aqu¨ª.
Si decides continuar compartiendo tu cuenta, este mensaje se mostrar¨¢ en tu dispositivo y en el de la otra persona que est¨¢ usando tu cuenta de forma indefinida, afectando a tu experiencia de lectura. Puedes consultar aqu¨ª los t¨¦rminos y condiciones de la suscripci¨®n digital.