De justicia
J. M. CABALLERO BONALD
Si no lo leo, no lo creo. A un pastor de La Alpujarra le pide el fiscal dos a?os y tres meses de prisi¨®n y una multa de 250.000 pesetas por haber arrancado un manojo de manzanilla mientras andaba por el monte. Y a un jubilado de Alcobendas lo han sancionado exactamente con 1.005.000 pesetas por haber atrapado con red a dos jilgueros. Cierto que ninguno de ellos ten¨ªa autorizaci¨®n para recolectar o cazar a morral descosido, y mucho menos trat¨¢ndose -como parece ser- de especies protegidas. Pero mi asombro o mi repudio no viene de la supuesta evidencia de esas infracciones, sino de su desapacible condici¨®n de s¨ªntomas. Ejemplos similares a los citados proliferan abruptamente en las cr¨®nicas cotidianas de los agravios comparativos.
Recordaba yo no hace mucho en esta columna un adagio latino irrebatible: que el exceso de justicia conduce al exceso de injusticia o, lo que es lo mismo, que la aplicaci¨®n demasiado rigurosa de la ley puede llevar a conclusiones inicuas. No son raros los casos en que un juez, con el correspondiente c¨®digo abierto por la p¨¢gina adecuada, condena inequ¨ªvocamente a un menguado transgresor sin que intervenga en su fallo ninguna privativa atenuante. Digamos que eso es lo jur¨ªdicamente correcto, pero ?d¨®nde queda la dosis humanitaria de la sentencia, el impreciso desajuste entre lo legislado y lo que a veces se contradice con su demas¨ªa circunstancial?
Por supuesto que no me refiero ahora a la intr¨ªnseca racionalidad de una ley, sino a su tramitaci¨®n implacable, lejos de cualquier consabida presunci¨®n de inocencia. Me vienen a la memoria m¨ªnimos hechos delictivos protagonizados por ladronzuelos de andar por casa, infractores de poca monta, gentes en situaci¨®n de manifiesta necesidad, a quienes la justicia ha aplicado penas exorbitantes, despiadadamente estrictas.
No creo que esos veredictos sirvan de correctivos eficientes ni que determinen ninguna jurisprudencia ejemplarizadora. Son simplemente fr¨ªas y crueles consecuencias de la inflexibilidad y la rigidez, algo que no s¨®lo afecta a los que promulgan las leyes sino a quienes las administran.
Precisamente ahora, cuando algunos de nuestros m¨¢s notables delincuentes est¨¢n siendo juzgados por sus fraudes y rapi?as, tambi¨¦n prosigue funcionando la inexorable balanza justiciera para castigar a personas intr¨ªnsecamente inocentes: por ejemplo, al lugare?o que cogi¨® un pu?ado de manzanilla o al aldeano que captur¨® un jilguero. Sin duda que en esa balanza se ha introducido de rond¨®n un contrapeso sin ninguna accesoria dosis de equidad. Las im¨¢genes del estupefacto pastor o el aturdido jubilado aparecidas en la prensa bastaban para inducir a toda clase de autoinculpaciones. No habr¨¢ perd¨®n para esos reos, predicen los guardianes de la ley. Ah¨ª est¨¢n, pues, en el banquillo destinado a quienes purgan una fechor¨ªa cuyo alcance ignoran. Pero, ?qu¨¦ se puede aducir en descargo de esos desdichados que no sea una pueril apelaci¨®n a la filantrop¨ªa? De todos modos, m¨¢s vale salir al campo provisto de las debidas cautelas: cada vez es m¨¢s f¨¢cil tropezar con alg¨²n impensado cuerpo del delito.
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